Quizás fuera por ese bigote que se aferraba a su labio como una sanguijuela perezosa. Quizás fuera por esos hombros caídos que contrastaban con los brazos fuertes, haciéndolo ver, según el ángulo, como un hombre fuerte o débil. O quizás fuera por su prosodia, la demora precisa pero sin delectación en la elección de palabras, la pastosa textura de su franqueza. Todo este conjunto le daba a Jeffrey Dahmer un aire “blando”. No poseía la malévola seducción de Ted Bundy, ni la pirómana expresividad de Charles Manson, ni la desconfianza vulpina de Richard Ramírez, ni el cinismo rapaz de John Wayne Gacy, ni la meticulosidad galante de Edmund Kemper: más que nada, Dahmer siempre se ve en los videos como un tipo que se tomaba el tiempo justo para contestar exactamente lo que se le preguntaba; incluso a veces se puede rastrear en sus inflexiones el miedo a decepcionar a los entrevistadores por la literalidad de sus respuestas. Sobre todo, no trataba de convencer a nadie: en todas sus intervenciones remarcaba que lo que había hecho era responsabilidad única suya y que no hubo nada ni nadie que lo llevase a convertirse en el asesino de 17 personas que fue. Asesinar sin odio, pero con el ineludible anhelo de no ser abandonado, de tener al muerto para sí el resto de su vida, o lo que demorase en descomponerse en el fondo de su heladera.
En esta tan triste como desapasionada presentación radica la razón por la que tan pocas veces Jeffrey Dahmer fue llevado con éxito a la pantalla (sin contar los documentales, hay alrededor de seis adaptaciones ficcionales del caso, casi todas de dudosa calidad y gusto). Recrear su vida requería un acercamiento que pudiera dotarlo de una profundidad sin psicologismos; en el terreno cinematográfico, algo mucho más cercano a Angst, de Gerald Kargl, o a Henry: Portrait of a serial killer, de John McNaughton, que a El silencio de los inocentes, de Jonathan Demme.
Lo terrorífico y fascinante de los asesinos múltiples es la certeza de que lo que evita que mucha más gente muera a mano de personas dispuestas a matar es un intrincado dique de contrato social, moralidad y miedo al castigo que podría estar a punto de desmoronarse en cualquier momento. Jeffrey Dahmer, por la forma de elegir y matar a sus víctimas (hombres a los que seducía en bares gays y saunas, para sedarlos, y después asfixiarlos y tenerlos a disposición para sus múltiples experimentos), reforzaba esta dimensión de lo realizable, en tanto no era necesaria la fuerza física. Los asesinatos de Dahmer, más allá de su costado evidentemente sexual, siempre tuvieron un halo de experimento escolar de feria de ciencias.
El Dahmer de Evan Peters en la nueva serie de Netflix es el primero cinematográficamente exitoso, porque el actor supo entender a la perfección la extraña escala de grises entre su curiosidad infantil, su angustia al abandono, su depresión constitucional, la contradicción entre su habilidad para escabullirse y el anhelo de ser detenido, su aire constante de fracaso, sus ensayos de autosuperación y su costado glamoroso y ambiguo.
Hay algo cuasi hipnótico en la manera en que las palabras salen de la boca de Peters en Monster: The Jeffrey Dahmer Story, como si su saliva fuera el doble de espesa. Entre mirada y respuesta, entre un gesto y otro, hay un delay que por momentos recuerda al protagonista de Napoleon Dynamite o a algún héroe apocado de una película de mumblecore. Corporalmente siempre recto, pero con los brazos colgando de los hombros, el Dahmer de Evan Peters alterna entre trabajos, reuniones familiares, seducciones, bailes y asesinatos como un soldado sin disciplina pero tampoco rebeldía.
La elección de Ryan Murphy como escritor de la serie (un tipo con la sutileza de un martillo hidráulico) no parecería lo más adecuado para llevar esta dimensión tan apagada y a la vez polivalente del asesino. Sin embargo, el mundo de Monster: The Jeffrey Dahmer Story está mucho más cerca del de Mindhunter, de David Fincher, alternando la paleta pastel de esos no-lugares, celdas y oficinas con los amarillos y rojos radiactivos de las pistas de los boliches gay.
Pero el logro también es, al menos en los terrenos del retrato del asesino, escritural. El estilo caleidoscópico de distintos momentos de Dahmer potencia esta idea de una mente y una obsesión con las cartas ya echadas desde temprano. La idea de una compulsión que, más que evolucionar, se pule, como la estatua final que aguarda al escultor en el bloque de granito.
Así, contra todos los pronósticos, el gran problema de Jeffrey Dahmer no proviene de las terrajadas narrativas y cuasi operísticas en las que suele incurrir Murphy, sino en sus buenas intenciones. Quizás anticipándose a la discutible moral que envuelve a las series true crime, Monster quiere ser mucho más que una serie de explotación. Para llegar a ello, opta por una lectura historiográfica sensata: muchos errores de investigación se debieron a prejuicios vinculados con la extracción racial de las víctimas y a su orientación sexual. En la serie, los policías, más que ser abiertamente homófobos, prefieren que en sus investigaciones los gays resuelvan las cosas entre ellos, creando el punto ciego perfecto para que Dahmer siga en su matanza. Incluso la hipótesis podría ir unos pasos más allá: desde sus primeras tribulaciones morales Dahmer quería hablar de lo que le pasaba, pero la mayoría de sus allegados percibía en su intento de sinceramiento algo gay a lo que era mejor no darle cabida. En el miedo a la erupción de lo homosexual se tapó con cemento la boca del volcán, preparando así las cosas para estallar en mil pedazos.
Pero Murphy quiere ir un paso más allá, a veces optando por el estilo coral, socioanalítico y sistémico de David Simon. Así, le dedica más de un capítulo a una de las víctimas de Dahmer, al igual que a la vecina del asesino, sobre quien cae casi el último acto de la serie.
Más allá de la nobleza moral de estas decisiones, el principal problema de esto es que la total opacidad del personaje entra en contradicción con la transparencia radical con que se desmonta lo social. Se genera de esta forma un conflicto entre el antipsicologismo del protagonista y una especie de sociologismo didáctico que funciona a la perfección en The Wire, pero que en esta serie por momentos no hace más que estirar y sobreexplicar lo que vemos. A veces lo más profundo se encuentra en la superficie.
Dahmer (Monster: The Jeffrey Dahmer Story). De Ian Brennan y Ryan Murphy. Estados Unidos, 2022. Netflix.