El asunto de la película es el juicio (1985) a las Juntas Militares de la última dictadura argentina (1976-1983). Es curioso que los créditos usen la expresión cautelosa “inspirada en hechos reales”, porque es, directamente, una ficcionalización de hechos históricos. Como es habitual en el tipo de tratamiento clásico que la película adopta, los realizadores pueden haberse permitido inventar algún diálogo o episodio de la vida personal de los involucrados, pero los hechos que son de público conocimiento están retratados de manera bastante fiel (apenas condensados, como es natural) a lo que está documentado, e incluso, al parecer, incorporan imágenes de archivo alternadas con otras ficticias que simulan la textura de los registros en VHS. Esto motiva el formato angosto de pantalla, que armoniza todos esos materiales (archivo, seudoarchivo y ficción lisa en HD) y además contribuye a remitir a épocas pasadas.

La película toma una posición decidida con respecto a lo ocurrido. No corresponde decir que sea por eso una película “parcial”. En definitiva, su posición no es más que la conclusión lógica de la confrontación de los hechos históricos con ciertos principios básicos referidos a la justicia, la democracia y los derechos humanos. Los integrantes de las tres primeras juntas (junto a varios de sus subordinados) cometieron crímenes y, por lo tanto, deben ser juzgados. Los crímenes cometidos fueron especialmente graves. Cuando un personaje interpela a uno de los fiscales, advirtiendo que los militares, disconformes con el juicio civil, podrían llegar a dar otro golpe, y que en ese caso el fiscal cargaría en su conciencia la sangre derramada, todo en la narrativa contribuye a una refutación de esa opinión: si llegara a haber un nuevo alzamiento y muriera gente, la culpa sería únicamente de esos golpistas, en la misma medida en que una persona que no paga un rescate no tiene la culpa de que los secuestradores ejecuten al rehén (los culpables son los secuestradores-asesinos).

La idea de los dos demonios se desestima, ya que sólo una parte ínfima de los crímenes de la dictadura estuvieron vinculados con el combate a la guerrilla. También se desestima la noción de revancha (uno de los personajes dice —cito de memoria—: “Vamos a dar a los militares lo que ellos no dieron a sus víctimas: un juicio justo”). Otra premisa de la película, vinculada a la consigna “Nunca más”, es la noción de que la condena y la prisión de quienes usurparon el Estado contribuyen a desestimular futuros golpes militares, sea en Argentina o en otros países.

Más allá de esas tomas de posición generales, la película está construida para generar un lazo afectivo con los personajes que representan la postura defendida. El protagonista es el fiscal Julio Strassera. Lo acompañamos a él, a los miembros de su núcleo familiar y a algunos de sus amigos. Acompañamos también a los demás integrantes de su equipo, en especial el fiscal adjunto Luis Moreno Ocampo. En cambio, nunca estamos con “los fachos”.

Argentina, 1985 está realizada con unos recursos increíbles para una película latinoamericana: reparto enorme, cantidad de escenas en distintos lugares, convincente reconstitución de época (incluidos ómnibus, autos, cartelería y hasta un avión de Austral). La fotografía es de primera, y el sonido fue mezclado en Skywalker Sound, división de sonido de Lucasfilm. Además del consorcio de empresas argentinas, Amazon Studios figura entre las productoras. Aparte de prever la evidente pegada de la película en el Cono Sur, la producción está claramente planteada para funcionar también entre el público internacional: funciona igual de bien para quienes quieren ver plasmados en cine de ficción los hechos archiconocidos que para quienes los van a conocer a través de la película. Quizá el aspecto más molesto sea la música incidental, que está concebida, ejecutada y producida con mucha competencia, pero es mucho más insistente y unívoca que en las anteriores películas de Santiago Mitre. Parece que los productores siguen sintiendo necesaria la clarificación (o sobreexplicación) narrativa que brinda ese criterio musical, así como la absorción más plena y acrítica que suele producir, y también el aire de que estamos viendo una “película de verdad” (y no, por ejemplo, una de esas cosas raras o pobres que se hacen en Europa o América Latina).

Lo de la música poco sutil es una pena, pero es admirable y gozoso apreciar la cantidad de cosas que sobrevivieron al condicionamiento de “película destinada al streaming”, que traducen la personalidad autoral fuerte de Santiago Mitre, la mano del coguionista —nada menos que Mariano Llinás—, la fuerza del cine argentino en general, y la actitud de enorme respeto de todos los involucrados frente al tremebundo asunto que es el primer juicio a los jefes de gobierno de un régimen dictatorial militar, emprendido en el propio país en que ocurrieron los hechos, y por la Justicia civil.

El guion es magistral en la generación de líneas de acción que animan la narrativa y la salpican de momentos significativos, y que tienen que ver con el niño espía y su hermana, la obertura de Tannhäuser de Wagner, la madre reaccionaria de Moreno Ocampo, los pañuelos blancos de las madres, los miedos y renuencias de Julio y la manera no del todo voluntaria en que se terminó metiendo en la posición que lo consagraría históricamente. Un ejemplo especialmente fuerte tiene que ver con Ruso, el viejo amigo de Julio y que lo acompañó y asesoró en todo el proceso. El día en que debería salir la sentencia, Ruso está moribundo y Julio, pensando que lo que le diga es lo que se llevará a la tumba, le cuenta que los nueve acusados recibieron cadena perpetua. Ese episodio, por un lado, cierra la preciosa línea de acción entre los dos amigos y contribuye a dar cuenta de la expectativa, de parte de tanta gente, de una condena contundente. Ese momento también sirve para, poco después, dar sustancia a la decepción de Julio cuando le comunican por teléfono la sentencia real, en que cuatro de los acusados fueron absueltos, tres recibieron condenas por algunos años, y sólo dos recibieron cadena perpetua. A su vez, esa decepción da lugar a otro de los momentos más bellos, cuando Javier, el hijo de Julio, lo va llevando a tomar conciencia de la magnitud de lo que se logró (¡Videla y Massera en cana de por vida!), y la necesidad de seguir la lucha.

Las circunstancias difíciles en que el proceso fue iniciado pautaron una dificultad para formar el tipo de superequipo de acusación que sería esperable para un caso de esa monta, y Strassera debió contar con un equipo de jóvenes sin experiencia (el fiscal adjunto Moreno Ocampo cumplió 33 durante el juicio). Son hechos históricos, pero vinieron muy bien para la dinámica cinematográfica habitual de un equipo que parece tener todas las de perder, pero que luego, con espíritu de grupo, un buen liderazgo y mucho tesón, termina logrando lo impensable.

En los últimos tiempos hay muchas películas basadas en hechos reales tratados con una aburridísima y manierista solemnidad. Argentina, 1985, en cambio, está impregnada de humor, en pequeñas situaciones, en los diálogos, en las actuaciones o en la mera reproducción de hechos documentados (algunos gestos irreverentes de Strassera en el juicio, Videla leyendo la Biblia). Ese humor es uno de los rasgos de una profunda argentinidad en la película: la sensación de camaradería, la valorización de la amistad, la irreverencia, algún momento de sentimentalismo (cuando Silvia le dice a Julio lo orgullosa que se siente) mantenido en un tonito mágicamente justo —es decir, sin convertirse para nada en telenovela terraja, pero sin privarse de reflejar los sentimientos en juego y de extender hacia los espectadores ese sentimiento—.

En esta última escena, en la terraza del apartamento de los Strassera, está la concreción más vívida que recuerde de ese tan especial paisaje sonoro nocturno de Buenos Aires. El lugar, además, es otro hallazgo, ya que los edificios del otro lado de la calle, conformando un panel de fondo de ventanitas en las que adivinamos montones de existencias, funcionan como representación esquemática de la multitud afectada por el juicio que se está llevando a cabo.

El sonido de la película es espectacular, y hay un momento especialmente destacado: luego de que el equipo de Strassera lanzó el pedido de que las víctimas de violencia en la dictadura comparezcan a contar sus historias, vemos una oficina con varias mesas y en cada una hay un declarante, y la cámara se pasea entre ellos. En forma concomitante, vamos discerniendo, aquí la voz de una persona, ahora la de otra, siempre en medio del bullicio general que da la idea de la cantidad de testimonios, de la magnitud y extensión de la violencia.

Otro momento maravilloso es el relato que hace Javier de lo que pudo ver de la reunión de los jueces en una pizzería, que vamos visualizando en flashbacks. Es una manera creativa de mostrar un momento crucial —al mismo tiempo, alimentando la expectativa sobre todas las incógnitas que permanecen—. Es un momento que puede funcionar como autocita del inicio de Historias extraordinarias, de Llinás (2008), y que, de paso, se extiende luego en otro de los grandes momentos de humor y de argentinidad (el diálogo del juez mientras le compra el chupetín a Javier).

La actuación del pequeño Santiago Armas como Javier es extraordinaria. Una de las muchas, en un reparto muy consistente. Hay que destacar a la gran Laura Paredes, protagonista del momento más desgarrador de la película. Con respecto a Ricardo Darín, a veces da un poco de cosa cubrirlo de elogios: está tan consagrado, a nivel nacional e internacional, que no tiene gracia. Pero eso, por otro lado, termina generando una naturalización que tampoco está bien, y nos privamos de observar y disfrutar plenamente de la excepcionalidad de ese actor formidable, de su gravedad y carisma, de la profundidad de su mirada. No logro pensar en ningún actor latinoamericano varón que se le equipare. En este rol, con este guion magnífico, y tomando prestado, además, el heroísmo de Julio Strassera, Darín hizo una de las grandes actuaciones de su vida.

Así que son varias las proezas de esta realización: ajustarse a las prerrogativas de una película “internacional” sin lucir como un intento subdesarrollado de cine internacional; más que eso, erigirse en una de las grandes películas de ese formato en los últimos años; hacerlo y seguir vibrando, en cada detalle, y con el pleno goce de tal condición, como una película muy argentina.

Y luego está lo aún más básico: la película funciona como un relato emotivo, empático y muy entretenido de un evento histórico crucial, abordado con respeto pero sin timidez. Me puedo imaginar el absoluto orgullo que este “mito real” debe suscitar entre los argentinos. Desde los países vecinos, de alguna manera nos sumamos a ese orgullo fraterno, pero también da mucha pena y vergüenza habernos perdido la posibilidad de haber acompañado su ejemplo con respecto a las dictaduras que aquejaron a nuestros propios países, de haber perdido la chance de mirar al resto del mundo y las futuras generaciones con la tranquilidad de haber contribuido a un mundo más justo y más libre.

Argentina, 1985. Dirigida por Santiago Mitre. Con Ricardo Darín, Peter Lanzani, Alejandra Flechner. Argentina/Estados Unidos, 2022. En varias salas.