No se necesita un paisaje desértico para contar un western. También puede hacerse a pocos metros de la rambla de Montevideo, con autos en lugar de caballos y tambores en lugar de las guitarras de Ennio Morricone, que de todas maneras se cuelan en la banda de sonido. El hombre sin nombre tiene un apodo, el mismo que da nombre a la película. Bueno, también tiene un nombre, pero permítanme seguir con las comparaciones del Oeste y aquel personaje solitario y taciturno que interpretaba Clint Eastwood.
Diego Alonso es Togo, un exboxeador devenido cuidacoches y hombre en situación de calle. Es el típico personaje tosco, que habla sólo lo necesario y lo hace lento y bien pausado, como la Cosa del Pantano, el personaje de DC Comics que ha llegado varias veces al cine y la televisión. Mantiene un aura de relativa cordialidad, porque no en vano sus ingresos dependen del buen trato que mantenga con los vecinos. Pero da la sensación de que todo el tiempo quiere estar en otra parte. O en ninguna.
Dos hechos cambian por completo su vida. Uno es la llegada de una adolescente llamada Mercedes (Catalina Arrillaga), que lo único que tiene claro es donde no quiere estar. Ella es, por supuesto, todo lo contrario de Togo: joven, de ánimo cambiante, con una vivienda, con plata, caucásica. La pareja despareja que forman no se apoya en el humor sino en las circunstancias, o en las casualidades. Y en que él es nuestro héroe, nuestro uomo senza nome, aunque luego nos enteremos de que tiene un nombre uruguayísimo.
El otro hecho que cambia el equilibro de su cuadra, que es casi lo mismo que decir de su mundo, es el expansionismo de los vendedores de drogas de la cuadra siguiente, esa que está en subida, y que al comienzo son mostrados como siluetas y terminarán bien cerca de Togo y su mundo. Una vez que los delincuentes ponen su mira en ese territorio, él y nosotros sabemos que se viene el choque entre la fuerza irresistible y el objeto inamovible.
La escalada de violencia se dará en forma bastante esperable; Israel Adrián Caetano (guionista y director) no quiere reinventar la rueda, sino contar su historia. Que, con sus elementos que la hacen única, no deja de ser clásica: el héroe se planta en defensa de la tierra o de alguien más, y tiene todo en su contra, salvo la experiencia y el conocimiento perfecto del lugar en el que se desarrolla el combate.
Togo amplía el universo del cuidadoches, su colega Milton (Néstor Prieto) y la recién llegada. Pero en ningún momento está la intención de construir una épica. Para estar frente a la rambla, el agua aparece poco, la mayoría de las veces como un fondo ineludible. Y la cuadra y la plaza tan disputadas no se establecen a duelo de dron ni en grandes planos que permitan hacerse una idea en 3D del lugar (aquellos que no lo ubiquen). La cámara siempre está cerca de los personajes, recordándonos que la aventura es de unos pocos.
Sobre esa ambientación, da gusto ver en esta clase de producción a una Montevideo que tiene que hacer de sí misma. Con respecto a la historia, no es que sea ineludiblemente montevideana, pero al menos no hay intentos de volverla neutra. Si bien los personajes no utilizan mucha jerga local, y los malos dicen “ñery” solamente una vez, la verosimilitud no corre riesgos en ningún momento. Y ninguno de los personajes parece un extranjero haciendo de uruguayo.
Los diálogos son pocos, y quizás eso también ayude a la construcción (o a la no destrucción) de esa burbuja montevideana. Está bien que no se hable mucho, porque la trama y las acciones dejan bien claro qué es lo que está ocurriendo en cada momento. A veces es necesario ser redundante, como debe serlo Togo en varias oportunidades, mal que le pese, y a veces es necesario decir lo que uno siente, para que la otra persona sepa que va en serio.
La hora y media de historia corre con mucha agilidad, bastante más que la del pobre Togo, que renguea durante toda la película, aunque tenga un par de momentos en los que se acerque (un poquito nomás) a otro veterano canoso y barbudo, creado por uruguayos, a quien sus enemigos subestiman: el hombre ciego de No respires, creado por Fede Álvarez y Rodo Sayagués.
Hay un tema que puede dar para una conversación extensa, más que toda la reseña, y tiene que ver con la inevitabilidad que presenta “el malo de película”, cada vez más presente en los programas de no ficción, en particular los noticieros. Si algo nos mostró (entre tantísimas cosas) The Wire, es lo sisífico de la lucha contra las drogas, al menos de la forma en que se viene encarando en las últimas décadas. Más allá de lo que ocurra con Togo, del otro lado hay una fuente inagotable de capital humano, porque las personas se seguirán drogando y eso seguirá siendo fuente de trabajo. Y ambos grupos humanos se multiplican cuando otros trabajos escasean. Pero eso lo dejamos para otro momento, o para otras secciones del diario.
Togo. Escrita y dirigida por Israel Adrián Caetano. Uruguay, 2022. Con Diego Alonso y Catalina Arrillaga. Disponible desde este miércoles en Netflix.