Hay escritores que parecen integrar su salida definitiva del plano terrenal de las cosas a su propia obra. En 1978, Juan Rodolfo Wilcock murió de un infarto cardíaco, sentado en el inodoro de su casa en Lubriano, mientras leía un libro llamado El infarto cardíaco. Doce años antes, en su residencia en la villa de Combe Florey, en Inglaterra, el novelista Evelyn Waugh también murió de un ataque al corazón sentado en el wáter del baño de la planta baja. Era el Domingo de Pascua y acababa de volver de la misa celebrada en la iglesia del pueblo. Ferviente católico, estaba cada vez más escandalizado por la renovación que se venía produciendo en el Vaticano, que junto a la Inglaterra laborista propiciada por la Segunda Guerra Mundial representaba la degradación máxima de todo un sistema de valores. Dos años antes de su muerte, en una carta a una amiga, se lamentaba de que el papa Pablo VI hubiera regresado de un reciente viaje a Palestina sólo con un par de bofetadas: “Yo alentaba la esperanza de que lo asesinaran”.

La muerte entronizada de Evelyn Waugh, aquel lejano domingo sobre el mediodía, concretó en los hechos su frustrado suicidio de juventud, cuando a los 25 años, luego de que no le saliera un ansiado trabajo en Pisa y que un editor rechazara su primer libro, se dirigió una noche a la costa de Gales, dejó bajo una roca una larga carta para los padres, se desnudó por completo y se metió nadando mar adentro para abandonarse a la muerte por inmersión. Llevaba braceando dos kilómetros cuando algo le aguijonó el hombro. Una segunda picadura más dolorosa, seguida de una tercera, una cuarta y una quinta, le indicó que se había introducido en una zona de medusas. Asustado y dolorido nadó hacia la orilla, tal como relata en la página final de Una educación incompleta, el primer tomo de su incompleta autobiografía: “Tan seguro estaba de mi intención que no llevé toalla. Con ciertas dificultades me vestí e hice pedacitos de mi pretenciosa y erudita despedida, entregándolos al mar para que los zarandeasen por la costa desoladora mareas más poderosas que todas las que llegó a conocer Eurípides y para que las aguas llevasen a efecto su tarea lustral. Entonces subí a la cuesta empinada que conducía a todos los años venideros”.

En esos años venideros, Evelyn Waugh se convirtió en uno de los escritores más importantes de Inglaterra: un brillante fatigador de la sátira, especialmente en sus tres primeras novelas –Decadencia y caída (1928), Cuerpos viles (1930) y Merienda de negros (1932)– aunque el humor hiriente y cortante también se encuentra en obras de madurez como La Nueva Neutralia (1946), Los seres queridos (1948) y La odisea de Gilbert Pinfold (1957); un biógrafo puntilloso y para nada complaciente, que escribió las vidas de personajes tan disímiles como el poeta y pintor Dante Gabriel Rossetti, el sacerdote jesuita Edmund Campion, el teólogo inglés Ronald Knox e incluso sobre la madre del emperador romano Constantino I, en la que sería su única novela histórica (Elena, publicada en 1950); un viajero incansable que convirtió sus largas travesías por África y Brasil, entre otros puntos, en poderosas crónicas; y el autor de esa novela impresionante llamada Retorno a Brideshead. Las memorias sagradas y profanas del capitán Charles Ryder (1945), una verdadera obra maestra en la que se encuentran imbricados todos sus grandes temas: la juventud díscola, los años en la Universidad de Oxford, el culto practicado hasta el delirio de la amistad entre hombres, las cavilaciones religiosas y, sobre todo, una visión de la vida, del inevitable destino humano, tan personal como perturbadora.

De larga y prolífica vida editorial en español durante las décadas del 40, 50 y 60 del pasado siglo –lo publicaron copiosamente Losada, Alianza, Emecé, Criterio y Sudamericana, con traducciones firmadas por Guillermo Whitelow, Pedro Lecuona, Floreal Mazía, Clara Diament y Juan Rodolfo Wilcock, entre otros–, la obra de Evelyn Waugh merece dos por tres la atención de algún sello, aunque para el común de los lectores la sola mención de su nombre designa a una mujer (hay un chiste genial al respecto en la película Lost in Translation, de Sofia Coppola), cuando no el cómodo y obtuso reduccionismo de acomodarlo entre los escritores reaccionarios, “de derecha”, ese sitial apedreado al que han ido a parar autores como Knut Hamsun, Curzio Malaparte, Ernst Jünger, Louis-Ferdinad Céline y tantos otros, apostrofados todos como conservadores y otros epítetos tan inútiles como estúpidos. Claro que al propio Evelyn Waugh no debía interesarle el elogio de sus contemporáneos ni el culto de las generaciones por venir, pues sabía que el sino del mundo no es otro que el de la decadencia. No en vano en una entrevista para The Paris Review, de 1962, cuando le preguntaron en qué período de la historia le hubiese gustado vivir, respondió: “El siglo XVII. Creo que fue la época del mejor drama y el mejor romance. Creo que podría haber sido feliz en el siglo XIII, también”.