La youtuber Spacebunny, o Anita, ofrece su vulnerabilidad al mundo de una forma que me alarma un poco. Vive de eso, pero no deja de ser ella. De alguna forma, logra sortear eso tan común en estos tiempos y tan peligroso: a través de las redes sociales, no vender un producto en particular, sino ganarse la vida viviendo, viviendo frente a la cámara. Anita es una amiga de mucha gente sola, sola como ella, quien tiene depresión, ansiedad y fobia social. Yo la escucho lavando los platos, dibujando, a veces para ir a dormir. Es también una voz amiga para mí. No importa tanto de qué hable, ya sean chusmeríos sobre gente que nadie conoce fuera de internet, historias de terror enviadas por sus “oyentes” o sus propios problemas personales.

Sam Shepard, en Crónicas de motel, escribió: “Conocí a un guitarrista que decía que la radio era ‘amistosa’. Sentía una afinidad no tanto con la música cuanto con la voz de la radio. Su timbre sintético. Su voz como algo diferenciado de las voces que llegaban a través de ella. Su capacidad para transmitir la ilusión de gente a gran distancia. Dormía con la radio. Le hablaba a la radio. Discutía con la radio. Creía en un lejano país de la radio. Creía que nunca encontraría ese país, así que se conformaba con sólo escucharlo. Creía que le habían prohibido entrar en el país de la radio y que estaba condenado a merodear por las ondas para siempre, buscando algún canal mágico que le restituyera la herencia que había perdido hace tanto tiempo”.

En mi caso, nunca podría hacer lo que ella hace. Cada día soy más celosa de mi privacidad, porque supe desperdigar demasiado de mi vida en las redes sociales en cierto momento. Aprender a sacarle peso a la mirada ajena fue un largo y trabajoso aprendizaje. Y entonces me preocupan los niños de ahora (sí: la vejez), cómo no parece haber para ellos resquicios, rincones oscuros en donde nadie los vea y el espíritu pueda reposar para luego volver a salir al mundo.

Creo que todos tenemos una sabiduría innata a la que podemos acceder con cierto esfuerzo, y que los chiquilines de hoy eventualmente podrán encontrar la forma. Pero de todas maneras me asusta esa luz fría que emiten las pantallas de los celulares y las computadoras, una luz uniforme e indiferente que nos deja desnudos y con frío, expuestos y solos, una luz de morgue.

Y entonces me sorprende Anita, porque de alguna forma, a pesar de que frente a la cámara ha hablado con minucia de todos sus miedos y heridas, sabe mantener esa fuerza misteriosa que tenemos y que nos hace salir adelante, una fuerza que en mi caso, al menos, necesita intervalos de oscuridad para ser cultivada propiamente. Como dice Caetano Veloso, tem que se esconder no escuro quem na luz se banha, por debaixo do lençol (“se tiene que esconder en la oscuridad quien en la luz se baña, debajo de la sábana”).

¿Por qué creo que mantiene esa fuerza misteriosa, si al fin y al cabo no la conozco? Porque mirando sus videos filmados a lo largo de ya varios años, he visto a una mujer ansiosa y triste (aunque siempre encantadora para mí, más que nada por su candor y su sentido del humor), que filmaba desde su cuarto con una simple pared blanca de fondo, ir ganando confianza en sí misma sin perder su calidez ni empatía, sin perder sus miedos, pero reafirmando su personalidad. Cuando empezó tenía el pelo de colores artificiales y estaba siempre maquillada; ahora tiene el pelo cortito y con su color natural, y de a poco dejó de pintarse las cejas (las suyas naturales son muy delgadas) y de taparse con base los lunares –nada contra la expresión estética; sólo digo que percibo cierto relajamiento en ella–. Detrás de ella, una escena tranquila: plantas, gatas, una perra, muebles elegidos detenidamente por ella.

Se habla mucho, y es pertinente, sobre las relaciones “parasociales” que se establecen con gente a la que podemos ver tan a menudo y de forma tan aparentemente íntima en redes como Youtube y Twitch; por supuesto que, mientras más sensación nos den de que son nuestros amigos, más lugar les daremos en nuestras vidas, y tal vez compremos ese bucito o ese cursito que promocionan.

Pero por eso, insisto, me sorprende Anita: porque más allá de la ingeniería social, veo algo cada vez más genuino en ella. Y mi relación con ella no es de creer que es mi mejor amiga, sino tal vez la que siento al escuchar una canción o ver una película con las que siento una conexión; no necesito ser amiga de Gilberto Gil o Agnès Varda para sentirme agradecida y “comprendida” por su arte.

¿Es Anita una artista? ¿Por qué no? Es alguien que se arriesga a darle un significado nuevo, propio, al mundo todos los días. Que hace una “alquimia del dolor”, al decir de Baudelaire, ante nuestros ojos.

No creo que ese sea el camino para todos, más bien tiendo a lo contrario, a valorar la privacidad, las luces bajas, el silencio; pero me gusta ver que algunas personas logran florecer en las extrañas condiciones de vida actuales, hackeando el algoritmo. Y que en su trayecto, a la vez, se conviertan en una voz amiga para balancear las voces hostiles propias y ajenas.