El terror, la última frontera. En una época en que las narrativas de género en el cine están agotadas y encontrar una propuesta novedosa es más difícil que la figurita menos frecuente de un álbum del Mundial (hasta Marvel se ocupó de adocenar y agotar el género superheroico sacando una película tras otra, idénticas cual chorizos industriales), el cine de terror sigue ilusionando fieles, prometiendo novedades y entregando poco o nada. De todos los géneros fantásticos, desde hace tiempo el terror es el más prolífico y el que mejor se adaptó a la industria audiovisual de este siglo. Vaya a saber por qué. O, mejor dicho, podría saberse el porqué estudiando un poquito la sociedad del siglo XXI, pero un análisis de tal magnitud desbordaría los límites de una simple y poco pretenciosa nota periodística.
Lo que se puede notar a simple vista es que la opulencia terrorífica, tanto en cine como en series, provoca una esperable carencia de ideas. Se filma mucho, se filma rápido, se escribe apurado y se entrega todo a medio cocinar. No sólo se reciclan ideas, personajes y situaciones mil veces vistas, confiando en que (cuando hay presupuesto) los lujos visuales enmascaren la pobreza de los conceptos, sino que hasta la misma estructura narrativa usual es tristemente inadecuada. Un argumento habitualmente usado y que pasa por buena narrativa consiste en desarrollar uno o varios personajes, hacerlos creíbles y a veces entrañables (o detestables), y de pronto enfrentarlos a una influencia sobrenatural que los destruye, o sobre la cual pocas veces triunfan. Pero lo fallido de esta estructura es que el enfrentamiento con la que sea la entidad de turno, y el resultado de este, en realidad no tiene mucho –o, directamente, nada– que ver con las características de ese personaje tan minuciosamente creado.
Todo el desarrollo previo, que puede llegar a ocupar una buena parte de la película o capítulo, es un prólogo estirado para diferir el momento sobrenatural. Un intento de poner al espectador en un impasse que roza el tedio, cosa de que el martillazo venidero tenga más chances de acertarle en un dedo. Ejemplos claros pueden encontrarse en la serie Guillermo del Toro's Cabinet of Curiosities, que en sus ocho capítulos acumula más fallas que aciertos, y varios son del tipo antes mencionado. El primero, por ejemplo, “Lot 36”, en el que un desagradable comprador de depósitos abandonados descubre un demonio muy malo, que igualmente podría ser descubierto por un comprador de depósitos muy amable y simpático.
Desarrollar el personaje es tiempo muerto de cara al verdadero centro de la narración. Lo opuesto pasa en el capítulo “The Autopsy”, en el que un envejecido forense se enfrenta a un extraterrestre sádico, y las circunstancias personales del forense están directamente relacionadas con el desenlace. El colmo de lo inconducente es “The Viewing”, donde una serie de personajes son presentados en un ambiente muy bien logrado, para finalmente enfrentarlos a un “algo” que machaca a la mayoría, sin mayor gracia ni ingenio, exceptuando varias referencias a Raiders of the Lost Ark.
O sea, en el cine (y series) de terror de la actualidad ya no es sólo un problema encontrar y desarrollar ideas novedosas, sino que el cuello de botella está en la misma narrativa, y en cómo se encadena lo narrado.
Así llegamos a The Devil’s Hour, miniserie británica de seis capítulos cuyo principal mérito es subvertir las expectativas de lo que parece contar, desarrollar una historia compleja que va mutando y cambiando de eje, y cerrar con un desenlace casi inesperado, coherente y que explica todo lo previamente visto. Una rareza absoluta.
Al inicio nos encontramos con Lucy Chambers (Jessica Raine), una trabajadora social que se despierta cada noche a las 3.33 de la madrugada, la –al parecer– llamada “hora del diablo”. Lucy tiene un hijo de ocho años que parece ser autista, pero cuyo diagnóstico no logra ubicar su condición en ninguna parte reconocible del espectro del trastorno. Lucy también tiene una especie de “segunda visión”, al parecer heredada de su madre, que la conecta confusamente con los crímenes de un aparente asesino serial (Peter Capaldi). Tanto Lucy como su hijo como su madre ven, parece, fantasmas. Un detective de la policía (Nikesh Patel) con fobia a la sangre se impone la tarea de detener al presunto asesino y averiguar qué conexión tiene con Lucy. Y todo eso (salvo la alergia a la sangre, que es tal cual) resulta que no es lo que se podría esperar de miles de películas ya vistas, ni la segunda visión ni los crímenes del psicópata ni los fantasmas ni nada, incluyendo el trastorno autista del niño.
Hay que esperar al último capítulo para tener la clave final de lo que se acaba de ver, y es imposible contar casi nada posterior al primer capítulo, o como mucho segundo, sin cancelar el disfrute de ver desarrollarse una narrativa por fin novedosa, compleja y que, en lugar de adentrarse en los tópicos comunes a medida que avanza, como la mayoría del cine y series actuales, se va desprendiendo de ellos y presentando nuevos panoramas. Una joya narrativa imposible de contar sin estropearla y que vuelve necesario, en una nota como esta, un largo prólogo vagamente conexo que prepare al lector para la enfática recomendación final. Mala narrativa, qué se le va a hacer.
The Devil’s Hour. Creada y dirigida por Tom Moran. Con Jessica Raine, Peter Capaldi y Phil Dunster. Miniserie de seis episodios. Amazon Prime.