El vínculo de los escritores con los animales conforma un destacado capítulo dentro de la literatura. No me refiero a aquellas obras en las que un animal en particular ocupa el centro de la acción, lo que constituye toda una categoría en sí misma (y en la que se pueden ubicar, a modo de ejemplo, sin ningún afán de completitud y echando mano a la biblioteca más cercana, obras tan variadas como Moby Dick de Herman Melville, Sirio de Olaf Stapledon, Platero y yo de Juan Ramón Giménez, Colmillo blanco de Jack London, Flush de Virginia Woolf, Mi familia y otros animales de Gerald Durrell, Soy un gato de Natsume Soseki, Viajes con Charley de John Steinbeck y Tombuctú de Paul Auster), sino a la propia relación establecida entre los escritores con diversos animales. Dentro de esa categorización, la mayoría de los destinatarios del afecto, la atención y los desvelos de los escritores suelen ser perros (el galgo Lux de Victor Hugo, el mastín Keeper de Emily Brontë, el pastor alemán Remo de Miguel de Unamuno, el poodle Basket de Gertrude Stein, el bulldog inglés Charlie J Fatburger de Truman Capote) y gatos (el Beppo de Jorge Luis Borges, el Boise de Ernest Hemingway, el Lowe de Hermann Hesse, el Rien de Jean-Paul Sartre, el TW Adorno de Julio Cortázar). También hay escritores que han elegido a otros animales como mascotas o compañeros diarios de aventura, seres definitivamente menos afines al establishment doméstico, como el caso del ensayista británico Cyril Connolly y su famosa convivencia con lémures (que una y otra vez le destrozaban diversas partes de la casa), o el poeta y filósofo argentino Omar Viñole, que solía acompañarse siempre por una vaca (en la portada de su libro El hombre de la vaca camina por una calle céntrica de Buenos Aires llevando de tiro a una, mientras un policía contempla el cuadro con cierta indiferencia). A este último subgrupo hay que sumar al escritor y naturalista escocés Gavin Maxwell (1914-1969) y su convivencia con nutrias, que es centro, argamasa y estructura del particularísimo libro El círculo de agua clara, publicado por la editorial Hoja de Lata en 2015 pero de reciente desembarco en librerías locales.

Vida inquieta y fructífera la de Gavin Maxwell: antes de que un cáncer se lo llevara para siempre de estos andurriales, a los 55 años, estudió administración de fincas rurales (aunque luego confesó que dedicó la mayor parte de la vida académica al deporte y al ocio), sirvió como instructor de las Fuerzas Especiales británicas durante la Segunda Guerra Mundial, licenciándose con el rango de mayor, y regenteó durante cinco años una pesquería de tiburones peregrinos en el norte de Escocia. Por fortuna para todos los lectores del futuro, la empresa pesquera fue un fracaso y, tras vendérsela a un socio, Maxwell se dedicó a viajar por diversas partes del mundo y a escribir una serie de libros centrados en sus experiencias personales en entornos naturales y con determinados animales. En 1956, viajando por las marismas de juncos al sur de Irak, se interesó por la vida de las nutrias que habitaban el lugar, iniciándose así una estrecha convivencia con varios ejemplares de estos mamíferos.

El círculo de agua clara es la primera parte de la trilogía que Gavin Maxwell le dedicó al mundo de las nutrias (originalmente publicado en 1960, le seguirían The Rocks Remain, de 1963, y Raven Seek Thy Brother, editada el mismo año de su muerte, en 1969). Obra de heteróclita composición, ideal para provocar sismos neuronales a los libreros que no saben dónde ubicar un ejemplar de esta laya en sus estantes (“¿novela?, ¿memorias?, ¿diario de viaje?, ¿historia natural?, ¿autobiografía?”), El círculo de agua clara se emparenta con otro libro escrito y publicado por la misma época en que Gavin Maxwell le daba forma a su trilogía: El peregrino, de John Alec Baker, para el que su autor se dedicó a observar y registrar la presencia de halcones peregrinos en los alrededores de Chelmsford, capital del condado de Essex, al este de Inglaterra (hay edición de la editorial argentina Sigilo, de 2016, con brillante traducción de Marcelo Cohen).

En la primera parte de El círculo de agua clara, llamada “La bahía de los alisos”, Maxwell relata su establecimiento en Sandaig, un remotísimo y agreste paraje de las Islas Hébridas, ese vasto archipiélago de la costa oeste de Escocia, en un sitio que en sus libros bautiza como Camusfearna. Acompañado por su perro Jonnie, Maxwell realiza diversas exploraciones por la zona. El relato detallado de la flora, fauna, accidentes naturales y eventuales intromisiones de la civilización adensan una crónica pormenorizada y arborescente, en la que el naturalista y el prosista se sacan chispas a la hora de describir la región. El libro desarrolla luego una especie de intermezzo ambientado en Irak, en el que Maxwell relata su encuentro con el universo de las nutrias, su frustrado intento de criar a una durante su estadía en las marismas de juncos, y su regreso a Londres primero y a Camusfearna después, acompañado por Mij, una nutria joven de una raza entonces desconocida para la ciencia, que le dará nombre a la Lutrolage perspicillata maxwelli, en homenaje, obviamente, a quien la introdujo en el estamento zoológico académico. La segunda parte del libro –“Viviendo con nutrias”– desarrolla la historia de la convivencia de Maxwell con Mij (que incluye, entre otros pasajes, una caminata por las calles de Londres ante la extrañeza de peatones y conductores) y el relato de la conformación de un interés (científico y emotivo) que acompañaría al autor por el resto de su vida.

El círculo de agua clara, de Gavin Maxwell. España, Hoja de Lata, 2015, 296 páginas. Traducción de Manuel de la Escalera.