A poco de empezar la novela es posible identificar que la familia en torno a la que gira la historia es la de William Shakespeare. La acción transcurre en Stratford, en el siglo XVI, y los hijos de Agnes (que así se llama el personaje) y del escritor de comedias afincado en Londres se llaman Judith, Susanne y Hamnet. Incluso la sola mención de este último nombre puede activar en los conocedores de la obra y la vida del archiconocido escritor la identificación inmediata: diversos estudios han relacionado a su hijo con las ideas o los procesos de varias obras, entre ellas la propia Hamlet. Sin embargo, si bien Shakespeare, su obra, su vida y su figura están presentes y hacen al universo, quedan en un segundo plano de este relato que gira alrededor, principalmente, de la familia de una mujer sola que cría tres hijos con su marido a la distancia; de la tragedia, el dolor y la muerte.

Antes que nada es necesario destacar esta decisión. Es común ver que los relatos, sobre todo cuando son de mujeres cercanas a una figura masculina importante, terminan orbitando alrededor de esa figura, y todo acaba por depender de ese vínculo, que parecería determina y explica hasta la propia forma de ser y de vivir de la mujer. En este caso, la tentación de escribir sobre la familia de Shakespeare y que todo gire en torno a él es muy grande, porque además, dicho sea de paso, es el camino más fácil, el atajo, y muchas veces los escritores y escritoras optan por ahorrar esfuerzo. Afortunadamente, no fue el caso de la autora de esta novela, ya que la figura de Shakespeare es importante pero secundaria, no es condenatoria pero tampoco heroica, la tragedia se desarrolla mientras él está lejos, consolidando su carrera, y aunque vuelve a su pueblo para estar presente en ese duro momento familiar, regresa a Londres rápidamente. El tratamiento de la figura de Shakespeare es justamente ese: importante, porque quizás de no haber sido su hijo no habría una novela sobre Hamnet, pero como tampoco es lo central del relato, queda a un costado y, progresivamente, conforme avanzan las páginas, el foco se va cerrando sobre la familia y su dolor.

La forma de ir moldeando la tragedia es uno de los mayores méritos de la novela. En cuanto a su estructura, se parte de dos historias paralelas que se van desarrollando y complejizando, pero que derivan en el mismo cauce. Por un lado, la juventud de Agnes y William, la forma en que se conocieron, se enamoraron y formaron una familia, la relación de ambos con sus familias, la educación sentimental, el lugar de las familias en el Stratford donde transcurre la acción. Por otro, la enfermedad posterior de los niños, la ausencia, la agonía. En este caso es pieza fundamental el goteo narrativo, la forma en que los tiempos de la narración se van dando con suspenso y tensión pero sin apuro, incluso en el fatal desenlace. Así es que, estructuralmente, la tragedia se va moldeando en un trabajo paciente de tiempos y ritmos, que incluso da lugar a excepciones, como el relato de cómo fue naciendo la peste que aparece en esos tiempos, con una prosa más documental que poética.

Lo que le termina dando forma a la obra es el trabajo con el lenguaje y la prosa. Tanto en sus momentos felices como en los más trágicos, se construye de forma tenue, como si se tratase de un largo sueño, lleno de imágenes de mucha belleza, como Agnes hablando con las abejas, una cáscara de nuez en el piso de una casa vacía, o hasta en el momento de amortajar un cuerpo sin vida para su entierro. Lleno de imágenes, cargado de sentidos, la novela no sólo muestra sino que huele, hace ruido, tiene sabores, genera sensaciones. Para esto la naturaleza cumple un rol fundamental. No se trata de la escenografía inevitable para un relato ambientado en un pueblo inglés del siglo XVI, sino que es un personaje de gran importancia. Todo está estrechamente ligado a la naturaleza, y no siempre desde un lugar de exaltación y celebración, porque la naturaleza en esta novela es tan bella y poética como siniestra.

La suma construye un universo, y ahí sí Shakespeare, o al menos su obra, se pone en un lugar de importancia porque viene a cuento: la naturaleza, el destino inexorable, los mitos populares, las maldiciones, los presagios, los amuletos, lo ritual, las premoniciones, el sueño y la vigilia, la imagen que la sociedad tiene del artista. Se va reforzando la idea de que el talento creador de Shakespeare y su capacidad imaginativa eran imponentes, pero quizás más lo era su habilidad para escuchar y captar la realidad circundante y las historias de su pueblo. Sabiendo que eso antecedió también al propio escritor, la novela de O’Farrell lo utiliza, dialogando más que homenajeando, porque, como se dijo, el escritor no es lo importante en el relato, o, si lo es, es como padre y como esposo, no como figura. Pero también parece haber diálogos con otros autores, como Italo Calvino (en cierta tendencia al relato picaresco bucólico), Agota Kristof (en la dureza de la prosa con relación a las andanzas de los niños) y hasta Alessandro Baricco (cuando, al contrario, se edulcora más el relato y se vuelve más melancólico).

Hamnet es, entonces, una novela con una fuerte carga poética pero con una clara vocación narrativa, en la que lo importante es la forma en que, tanto en la actualidad como hace siglos y desde siempre, las tragedias suceden y no son repentinas, sino que nacen mucho tiempo antes de acontecer y se construyen día a día, en cada acto, sin que lo sepamos, y sin que, cuando acaecen, entendamos de qué cielo se descolgaron.

Hamnet. De Maggie O’Farrell. Libros del Asteroide, 2021, 350 páginas. Traducción de Concha Cardeñoso.