Almodóvar siempre fue político. En gran parte de sus películas se puede encontrar un punto de fuga, de rebelión o de iconoclastia que logra, satírica, trágica o carnavalescamente tirar la casa por la ventana y repensar las relaciones de poder. La escena inicial de Laberinto de pasiones (1982), en donde la cámara parte del punto de vista de alguien que se dedica a deleitarse observando los bultos en los shorts y pantalones de un montón de transeúntes, tiene más carga política que diez películas que bajen línea sobre cualquier tema candente del presente. En sus bases, el gran acierto del cine de Almodóvar fue lograr extender ciertos límites de lo que pensábamos que podíamos ver; una mirada queer que hipertrofiaba las convenciones de lo sexual, lo amoroso y lo tanático por medio de la desarticulación de un montón de clichés y convenciones cinematográficas.
Dicho esto, Almodóvar –al menos en su cine– nunca fue hiperespecífico en cuanto a lo político. Como hijo pródigo del destape, en sus comienzos había una rebelión a varios frentes, pero lo español circulaba más desde su iconografía que desde su historia reciente. Así, siempre era preferible meter en el film a un comando de terroristas islámicos en vez de algún grupo falangista de turno. Madres paralelas parecería el intento de Almodóvar de saldar esa suerte de deuda, pero muchas cosas pasan entre la intención y el resultado final.
Por este último film algunos se quejarán de cierta mezcolanza de temas y de una absurda cantidad de giros, pero nada de eso es nuevo en el cine de Almodóvar. Parte de la gracia de su cine siempre radicó en esa condición de telenovela acelerada, como si se comprimieran en 90 minutos las revelaciones, desengaños, torrideces, amoríos y asesinatos de una serie de 18 temporadas. Esa narrativa a varias puntas a veces le sale bien (Kika, 1993; Átame, 1989), a veces le sale irregular (Todo sobre mi madre, 1999) y a veces le sale mal (La mala educación, 2004). Pero más allá de los resultados, sus aciertos y equivocaciones nunca dejan de ser almodovarianos, parte de una obra que bien o mal sólo sabe crecer en tanto se alimenta de sí misma. El gran problema de Madres paralelas no es que mezcla un montón de subtramas que no llegan a encastrar del todo, sino que en ese desanclaje nunca llega a plasmarse el candor que a hace Almodóvar a Almodóvar.
Está, por un lado, la historia del desentierro de las fosas comunes que dejó el franquismo y, por otro, la historia de bebés cambiados al nacer. Un juego de elementos intercambiados: la imposibilidad de una madre de hacer el duelo de un hijo que nunca llegó a conocer y la imposibilidad de un país de cerrar heridas cuando aún hay desaparecidos a los que no hay voluntad política de buscar. Vida y muerte entrelazadas, muy almodovariano. El problema no es la convivencia de estas dos líneas temáticas, sino lo vago y desvaído que es el interrelacionamiento de ellas en la pantalla.
Todo en Madres paralelas circula desde una extraña literalidad. Si hay algo que se puede señalar de la tradición almodovariana es que todo lo que aparecía en pantalla era excitante: en Mujeres al borde de un ataque de nervios (1988) un taxi se convertía en un mini salón de belleza, con revistas de chismes y tapizado animal print; en Entre tinieblas (1983) un convento se transformaba en una especie de galería kitsch y sádica de monjas que tenían un tigre de mascota; y en Dolor y Gloria (2019) la casa del protagonista, álter ego del director, era una belleza de colores y formas que oficiaba como un santuario o museo de todo lo almodovariano. En Madres paralelas, en cambio, un cuarto es un cuarto, una casa es una casa y un buzo es sólo un buzo. La gran mayoría de los planos (con un manejo del digital feísimo, que parece aplanar la imagen y quitarles gravidez a los movimientos) tienen un tono genérico, aburrido, de saldo. Y los personajes son espejo de esta anemia estética. Lo que dicen, aun cuando lloran, aun cuando putean, parece completamente transparente y expositivo, como si estuvieran recitando algo que les tiran por cucaracha en el oído. Casi que no parece haber personajes. Almodóvar tiene cosas para decir y los usa como altoparlantes. Aun con Penélope Cruz mostrando su olímpica destreza para estampar en su rostro emociones a veces contradictorias, hay algo en su personaje que muere en la superficie: las películas de Almodóvar tienen protagonistas mujeres que sufren, pero en ese sufrimiento hay algo operístico y dramático que les da una fuerza, un nivel de agencia que las vuelve frágilinvencibles. En Madres paralelas Penélope Cruz simplemente sufre, pero no mucho más que eso deja como estela.
Con todo esto, el principio clásico de “muestra, no expliques” está dado vuelta, a veces hasta llegar a contradecir su objetivo inicial. El mayor ejemplo es cuando Ana (Milena Smit) le cuenta a Janis (Penélope Cruz) que su hija fue producto de una violación grupal; lo menciona, Janis le dice algo así como “ay, niña, pero esas cosas hay que denunciarlas” y pasan a otra cosa. Uno espera que se retome eso, pero no. Lo jodido en esto no es que los personajes pasen a otra cosa, sino que la película lo olvide en el medio de la ruta. Es casi como si Almodóvar hubiese querido simplemente agregarlo a la trama para poner un tilde en otra casilla de asuntos graves, pero terminara por banalizar lo terrible de aquello.
Más allá de las buenas intenciones, todo el manejo político alterna entre esta banalidad y la literalidad. Es una lástima, porque el tema tratado es crucial para que España repiense su relación con su propia memoria (por suerte hay películas como Petra, de Jaime Rosales, que abordan mucho más profunda y artísticamente el tema de las discusiones generacionales sobre la exhumación de las fosas comunes que dejó el franquismo), pero acá todo está muy descuidado y desteñido. Incluso el golpe bajo del sonajero en el bolsillo de uno de los fusilados puede parecer un cliché, pero lo que lo hace malo como recurso no es el cliché en sí (Almodóvar siempre tomó los clichés, los engordó y transformó su efecto), sino la forma poco imaginativa en que lo pone en la narrativa y en la plástica de la puesta en escena. A Almodóvar se le puede perdonar todo, menos que sea poco interesante.
Madres paralelas, dirigida por Pedro Almodóvar, con Penélope Cruz, Milena Smit, Israel Elejalde. España, 2021. Netflix.
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