En un pasaje de los Diarios de viaje de Matsuo Bashō (1644-1694), el poeta más celebrado del período Edo de Japón, maestro indiscutido del haiku y caminante infatigable, que renunció a los fastos de la gloria para recorrer los puntos más alejados de la isla a talón limpio, el bardo enuncia, como al pasar, la clave de su trashumancia, que es también la de su arte: “Como había abandonado mi hogar, no necesitaba comodidades. Y dado que vivía con las manos vacías, no temía que me asaltaran en el camino. Caminar lentamente me parecía preferible a usar palanquín. Una simple colación al acabar el día me resultaba deliciosa, más que un plato de carne. No tenía itinerario fijo para encontrar alojamiento, ni hora prevista para salir por la mañana. Mis únicas preocupaciones mundanas eran encontrar alojamiento decente cada noche y unas sandalias que me resultaran cómodas. Sólo eso necesitaba. Mi sentimiento se renovaba a cada momento, mi buen humor renacía al comenzar el día” (la traducción es de Alberto Silva y Masateru Ito).

La noción de desplazamiento como una parte integral de la existencia sedimenta cada verso escrito por Bashō, para quien viento, lluvia, frío y calor no eran impedimentos sino alicientes para seguir marchando, como si el concepto de intemperie fuera, ante la ausencia de casa propia, su mismísima morada. Así, cuando leemos un haiku como “Bajíos. Grullas / de patas mojadas. / Frescura marina” (traducción de Silva e Ito), cada imagen presentada se desprende, nítida y precisa, de la mirada del viajero, de aquel que pasó, la contempló y la anotó. Matsuo Bashō, que hizo de la contemplación de los espacios naturales –montes brumosos, picos nevados, prados verdísimos, paisajes bañados por la luz lunar– la razón de sus viajes y el centro mismo de su obra, es el protagonista en sordina de la novela Las islas de los pinos, de la escritora alemana Marion Poschmann (1969), un libro de engañosa brevedad y calibrada condensación, cuya progresión argumental va descubriendo nuevas (y en ocasiones imperceptibles) capas de sentido capítulo tras capítulo.

Gilbert Silvester, el protagonista de Las islas…, es un profesor universitario alemán que desperdicia sus días (y su talento) investigando el imaginario de las barbas en el cine desde la antropología cultural, la teoría del género y la iconografía religiosa, y que por una razón que no se revelará acá se encuentra volando a Tokio, donde de forma rocambolesca emprenderá el mismo camino que realizó Matsuo Bashō en el siglo XVII, con el propósito de ver brillar la luna sobre los pinos de Matsushima, en las islas que le dan nombre al libro. Hay, en primer término, una tensión de contraste entre el occidental que llega a Tokio y se ve inmerso, ni bien baja del avión, en una cultura que desconoce o que lo desborda. En ese sentido, el profesor Silvester tiene varios puntos de contacto con los protagonistas de un par de películas de la cineasta alemana Doris Dörrie, a saber, los hermanos disfuncionales de Sabiduría garantizada (Erleuchtung garantiert, 1999) y el viudo reciente de Cerezos en flor (Kirschblüten - Hanami, 2008), cuyos respectivos viajes a Japón avanzan desde el extrañamiento a la integración, pautados por el afán de conocimiento de ciertos ritos locales y ancestrales y por la asimilación de determinadas formas que marcarán un cambio radical en sus existencias.

El relato de las peripecias del profesor Silvester en suelo japonés está atravesado por dos elementos clave: el encuentro fortuito con un joven estudiante que recorre el país en procura de un sitio ideal donde suicidarse, y que se convertirá en su compañero de ruta, y los medios de transporte de los que se valen los viajeros, especialmente el tren. Así, el afán de desplazamiento tras los pasos del poeta Bashō está intervenido por la más imperiosa marca de la modernidad: las sandalias y báculos del periplo primigenio desaparecen ante los cómodos compartimentos de vagones que avanzan a gran velocidad. El costado azaroso de toda la aventura progresa desde cierta superficialidad inicial del personaje –en una tienda de prensa del mismo aeropuerto, Silvester compra tres clásicos japoneses traducidos al inglés, a saber, Genji Monogatari, El libro de la almohada y la obra de Bashō, ya que “con los clásicos japoneses siempre tenía la sensación de que eran conocidos por todos, incluso por él mismo, pero allí frente al estante de libros de bolsillo, tuvo que admitir que como mucho conocía un par de películas japonesas y que no podía citar siquiera un haiku”– a una inmersión en la grandeza que lo rodea y envuelve en los pasajes naturales. Algunos haikus de Bashō que el profesor Silvester transcribe en la serie de cartas que le remite a su esposa desde distintos puntos del recorrido conviven con sus propios intentos en el género, chapuzas que él es el primero en reconocer como tales pero que, aun así, no puede dejar de escribir, ciñéndose a la disposición formal de la composición.

Profusamente premiada en su país, con Las islas de los pinos, el primero de sus libros que desembarca en nuestra lengua, Marion Poschmann logra la proeza de condensar en una breve novela ciertos aspectos fundantes de la tradición japonesa, que ante la mirada occidental, por más penetrante y ajena a los estereotipos que se presente, siempre corren el riesgo de caer en la reducción o en el barniz de una deslavada guía turística.

Las islas de los pinos, de Marion Poschmann. España, Hoja de Lata, 2019 190 páginas. Traducción de Santiago Martín Arnedo.