Tengo recuerdos nítidos de la mañana del 2 de noviembre de 1975 cuando supimos que Pier Paolo Pasolini había muerto. Era un domingo –esto lo veo ahora buscando en un calendario huellas de aquel día– y yo tenía seis años. Desde hacía pocos meses mi familia se había mudado a un barrio residencial en las afueras de Roma, muy cerca de la playa de Ostia donde fue encontrado su cuerpo. A menudo, en los años sucesivos, fuimos a visitar aquel espacio que por décadas fue un basurero hasta que, a principios de los años 2000, a raíz de una petición ciudadana, fue transformado en un parque de la memoria.

Aquel día de noviembre de mi niñez está relacionado a una insólita sensación de palabras susurradas e insinuaciones, a una tristeza sombría. En mi mente esta incertidumbre queda representada en un cuadro brumoso de imágenes en blanco y negro en la pantalla de una flamante televisión con carcasa naranja, y en las caras consternadas y sorprendidas de mis padres. Habían matado a Pasolini, e incluso siendo una niña percibí que había un escándalo en esa muerte, un abuso que no podía explicarme en aquel momento.

Es raro, o tal vez no, que a la hora de hablar de los 100 años del nacimiento del escritor, poeta, autor y director de cine y teatro italiano no pueda dejar de evocar su homicidio. Un crimen que aún ahora, y a pesar de tantas especulaciones y sospechas, parece inexplicable y sin sentido, tan definitivo en su estupidez, tan enorme e infinito como el vacío que ha dejado. Un crimen consumado en el espacio de unos minutos en un suburbio del extrarradio, a pocos pasos de edificios de hormigón con vistas al mar, en un descampado junto a pobres viviendas no autorizadas. A 30 kilómetros del centro de Roma.

La historia de Pasolini y Roma comenzó el 28 de enero de 1950 en los andenes de Termini, la estación central de ferrocarril; es un poeta prometedor, poco conocido y sin dinero que huye de una acusación de obscenidad en lugar público y corrupción de menores. El encuentro con la ciudad eterna destapa en Pasolini la urgencia de conectarse con su alma más profunda. A partir de ese momento, su vida humana se entrelaza inextricablemente con la vida urbana, social y cultural de la ciudad, especialmente sus suburbios y barrios obreros, que se convertirán en fuentes inagotables de inspiración artística y existencial. Empiezan 25 años de una relación de empatía visceral y tormento que dejará huellas indelebles en la vida y en la muerte del artista.

En Roma nace el intelectual, el disidente, el perseguido. Empieza dando clases en escuelas privadas, pero pronto se publican sus obras y se vuelve famoso. Corta sus lazos con la clase burguesa y mantiene contacto con los intelectuales. Mientras tanto, forja relaciones, en las esquinas más lúgubres, con desheredados y ladrones, prostitutas e indigentes, para él guardianes –en su violencia verbal y existencial, en su lucha por llegar a fin de mes y en su promiscuidad– de una espontaneidad preindustrial, de un lenguaje puro porque libre de la homologación de la televisión y la escuela. Vincula inextricablemente su cuerpo tan divisivo a la cultura primitiva del subproletariado y lo consuma en la batalla por salvaguardar la pureza de las clases bajas. Si la respetabilidad de aquellos años oscilaba entre la reprobación y la remoción de su homosexualidad como vicio privado, Pasolini hizo público y revolucionario lo más íntimo y reprobable de sí mismo, y de esa experiencia extrajo las razones de su batalla política y cultural.

De esa lucha y de sus demonios hablan sus últimas horas.

A las seis de la tarde del 1º de noviembre de 1975 se despide de Furio Colombo, periodista del diario La Stampa. En el apartamento de via Eufrate, donde el poeta vive con su madre, habían pasado la tarde trabajando en una entrevista; Pierpaolo sugiere un título: “Por qué todos estamos en peligro”.

Luego sale y se encuentra con Ninetto Davoli en la trattoria Pommidoro, en el barrio de San Lorenzo. Paga la cena con un cheque de 11.000 liras que nunca se cobrará. Tras la cena vuelve a subir a su coche, un Alfa GT, y se dirige a la cercana estación de Termini. En una esquina está Pino Pelosi, de 17 años. Sube al auto del escritor y se dirigen a la trattoria Il Biondo Tevere, en la via Ostiense. Ya es tarde, las once y media. El posadero Vincenzo Panzironi les da la bienvenida y les toma nota. Pelosi come spaghetti aglio e olio, Pasolini pide una cerveza y un plátano. Panzironi y su esposa Giuseppina son los últimos en ver a Pasolini con vida. Su cuerpo descuartizado reaparece a la mañana siguiente.

La carnicería de la noche del Idroscalo, que sugiere un deseo de borrar al hombre, ha cristalizado en el cuerpo del artista: él, que había anulado completamente la distancia entre cuerpo-privado y cuerpo-político, el cuerpo en el cual residía un deseo inaceptable y revolucionario, el cuerpo inconforme, intolerable, ahuecado, esculpido, pulcro, frágil y temible.

Pasolini ha muerto, su cuerpo político está más vivo que nunca.