Como se sabe, la historia del arte está atravesada por encuentros, epifanías e iluminaciones. Un día del verano de 1893, mientras vacacionaba en un pequeño pueblo de Iowa, el compositor austrohúngaro Antonin Dvorak (1841-1904) sacó una reposera al patio y abrió el libro Wood Notes Wild, del reverendo Simeon Pease Cheney (1823-1890), publicado póstumamente el año anterior por la hija de aquel pastor de Geneseo, en el estado de Nueva York. Ya en la tercera página una frase llamó la atención de Dvorak: “Incluso las cosas inanimadas poseen su música. Escuchen el agua de la canilla que gotea en el balde medio lleno”. Dvorak siguió leyendo vorazmente el ejemplar y cuando lo terminó volvió a empezarlo. Leyó el libro varias veces durante aquel verano en Iowa. En Wood Notes Wild, el reverendo Cheney había anotado todos los cantos de los pájaros que escuchó trinar en el jardín de su parroquia entre 1860 y 1880. Durante esos 20 años, además, registró todos los sonidos que escuchó en la casa parroquial, desde las gotas de la canilla mal cerrada que caían sobre una regadera apoyada en los adoquines del patio hasta el susurro que hacía el perchero del pasillo cuando el viento se embolsaba entre los abrigos colgados. A medida que Dvorak releía el libro de Cheney, sus dedos atrapaban acordes en el vacío y de sus labios brotaban líneas melódicas que se cruzaban con el canto de los pájaros que había escuchado el pastor. Cuando concluyó aquel verano, Dvorak compuso su magistral Cuarteto de cuerda en fa mayor op. 96, apodado Cuarteto americano, que se ha constituido en una de las piezas más populares de todo el repertorio de música de cámara.

En ese jardín que amábamos, último libro aparecido a la fecha del prolífico escritor francés Pascal Quignard (1948), reconstruye los días del reverendo Simeon Pease Cheney en su aislada casa parroquial en Geneseo, cerca del puerto de Nueva York, donde vivía rodeado por la naturaleza y añorando la presencia de su esposa, Eva Rosalba Vance, muerta a los 24 años al dar a luz a su hija Rosemund. La inmersión del novelista en la vida y circunstancias de un músico olvidado no es nueva y, de hecho, por ciertas coincidencias biográficas (la soledad, la viudez, el consuelo en la ejecución de un instrumento), En ese jardín que amábamos dialoga con otro libro anterior de Quignard, a saber, Todas las mañanas del mundo (1991), protagonizado por el maestro de viola Monsieur de Sainte-Colombe (1640-1700).

Desde luego, no es En ese jardín... una novela biográfica sobre un músico menor, ni la monótona semblanza de un hombre solitario que se ha distanciado del mundanal ruido para encontrarse con los sonidos de la naturaleza, ni la pesquisa de los devaneos espirituales de un religioso olvidado. Quignard, que, como se sabe, además de escritor es músico, ha compuesto esta bellísima pieza breve en la forma de un poema en prosa, para ser leído con el acompañamiento sutil de una viola o un órgano en sordina, pero incorporando, además, breves vueltas ensayísticas y disponiendo las escenas como una obra de teatro noh japonés, en la que los tres personajes –el reverendo Cheney, su difunta esposa Eva y su hija Rosemund– entran y salen a escena como fantasmas y donde los objetos (un piano, un retrato, unas cortinas) adquieren los bríos de existencias animadas.

La progresión argumental es apenas una excusa, un elemento menor, para que los personajes suban al escenario y reflexionen sobre sus circunstancias existenciales y sobre la forma azarosa, inquietante y al mismo tiempo asumida, casi natural en sus propias reglas, en la que los muertos conviven a diario con los vivos. El arte de Quignard se exhibe a pleno en esos rastros casi imperceptibles y en el difícil manejo del silencio, más difícil si se tiene en cuenta que un novelista trabaja esencialmente con palabras.

El propio autor, que aparece bajo el ropaje de El Recitador, fusionándose así con el elenco que la novela pone en escena, parece obrar con el mismo impulso vital que movía al reverendo Cheney en su solitaria parroquia. Así, en el prefacio del libro Quignard confiesa y describe el impulso que lo llevó a escribir En ese jardín que amábamos: “Cada año, a principios de diciembre, cuando las noches se hacen demasiado largas, en los momentos en que el petirrojo reaparece en invierno, frecuenta solitario el jardín y se vuelve el único dueño de la ribera, una depresión tóxica y suave, brumosa, insinuante, estacional, gira a mi alrededor como una nube liviana y, finalmente, me atrapa. Después, se hace más densa. Se vuelve casi pesada, poco a poco se transforma en una verdadera tristeza. Entonces, necesito inventarme un objetivo. Necesito engañar al tiempo, llenar las horas, meterme en mi cama, doblar las almohadas, amontonar las frazadas, alejar el frío”. Y al encontrarse con la historia del reverendo Cheney, leyendo la primera edición de Wood Notes Wild que, tras el cerrado rechazo de varias editoriales la hija del autor pagó con su escaso salario de profesora de canto y violonchelo, Quignard entendió que “por la belleza de la naturaleza, este eclesiástico había abandonado a Dios. Había acudido al llamado de los cantos del bosque y de las olas de los once lagos glaciares que rodeaban su casa y formaban la figura de dos manos extrañas”. Y compuso este pequeño y hermoso libro.

En ese jardín que amábamos. De Pascal Quignard. Buenos Aires, El cuenco de plata, 2021, 144 páginas. Traducción de Carlos Schilling.