Federico Roca vuelve con una dramaturgia controvertida, como suele ser su escritura. En esta oportunidad nos trae un texto que conjuga el drama con la narración, por medio del cual se va hilando un tema que nos involucra a todos.

La escena se articula de forma tal que permite a los actores ir jugando cada movimiento a través de los objetos y de una estructura que hace las veces de mesa, de habitación y de división entre dos mundos distantes. En el centro del cuadro se desarrolla la acción de dos parejas de varones que viven en distintos lugares. Un paño blanco delimita el espacio. Alrededor, en el límite del paño, distintos objetos irán poblando las historias de acuerdo al momento.

Roca propone dos universos afectivos que tienen en común dos cosas: son parejas homosexuales y están atravesando una crisis. Parece que la justicia divina –por mágica, nomás– viene al amparo de los adultos que se encuentran viviendo ese terremoto emocional, para iluminar algunos aspectos del problema. Los años juntos surgen como un factor relevante, instalan la preocupación por la monotonía como foco de distorsión y como un temor de no ser deseables para otro, más allá del vínculo. En este marco, el dramaturgo propone dos visiones: en una, la pareja tiene una oportunidad después de una búsqueda personal; en la otra, los integrantes de la otra pareja, instalados en la necesidad de experimentar, no lo logran. Es que la fantasía individual de mantenerse vivos desde la emoción en el cuerpo es más fuerte que lo que habían construido juntos. De todos modos, y evitando caer en el spoiler, lo que importa son los motivos, la singularidad que lleva a resultados distintos y que depende del análisis del público.

La obra ronda todo el tiempo el tema del amor vinculado directamente al sexo, y lo hace en dos niveles: por un lado, la dramatización del conflicto, y por otro, el relato, en el que ellos mismos van dando pistas de lo que les sucede, pero apelando al público como un receptor directo que es puesto en la situación de repensar sus propias historias. En ese sentido, la narración se extiende más de lo necesario y enlentece la acción.

La situación planteada en escena genera tensión y conflicto, pero lo hace a través de dos parámetros bien reconocibles en la dramaturgia de Roca: el humor, que alivia el drama, y la propuesta de análisis de ciertas vivencias que definen el comportamiento humano vinculado con la hybris griega: la desmesura.

Uno de los análisis, clave para el desarrollo, es el de Darío, el personaje con perfil científico que sostiene que el amor es una construcción cultural que nos atrapa en una ilusión frente a lo real e instintivo. Se plantea una teoría en la que el ser humano necesita devorar a ese otro, elegido, para completar algo, un vacío ancestral, una idea insoportable que lo instala en la eterna búsqueda de la existencia plena. Lo interesante del juego es que Darío, el frío, el científico, el que parecía tener clara su visión sobre el amor, es quien se transforma cuando se queda solo, para descubrir que hay una latencia compleja en eso que llamamos amor.

El postulado de la obra, sobre esta pulsión como potencia sexual que busca siempre la procreación, más allá de la orientación, está definido desde el varón. Ese aspecto me hace pensar que la perspectiva del amor no es igual en el hombre que en la mujer –vaya novedad– y que posiblemente haya algo de antropológico en eso. No porque la mujer no sienta deseo sexual, sino porque la definición de amor parece sostenerse en un territorio distinto. Lo cultural entra en juego. Las mujeres han sido privadas, el cuerpo de la mujer ha sido dominio del otro –el Estado, la iglesia–, y por eso se han visto corridas al lugar del hogar, obligadas a creer en el relato del amor perfecto, en la existencia de un príncipe azul –o princesa–, mientras que ellos han vivido hacia afuera, con el impulso sexual alerta y despierto, para reproducirse, sí, pero también para dejar evidencia de su masculinidad ante la sociedad. Esa lógica, más allá del cambio de paradigma que se procesa hoy, impone una duda ante la propuesta de la obra. El análisis parece imperfecto, incompleto o delimitado sólo desde la posición del hombre. Tal vez porque ellos construyeron todas las historias sobre el amor.

Con respecto a las actuaciones, diría que son correctas. Sorprende especialmente el personaje de Darío, encarnado por Daniel Calegari, porque hace un proceso, porque se transforma, porque no es lineal. Por su parte, Adrián, representado por Emilio Gallardo, está muy bien al inicio, pero mantiene el mismo tono, sin quiebres, durante toda la obra. Emilio Castro Martínez es Bernardo y Facundo Santo Remedio es Ciro, ambos con un trabajo correcto, lo suficiente como para no romper el eje dramático.

Algo interesante es el espacio donde se monta la pieza: se llama La Escena y está fuera del circuito clásico de los teatros. Es una casa rara, atrapante, que queda en Rivera y Ponce. Hay tiempo para visitarla y ver esta obra hasta el 27 de marzo.

La desmesura. De Federico Roca. Dirigida por Cecilia Caballero. Con Daniel Calegari, Emiliano Castro Martínez, Emilio Gallardo, Facundo Santo Remedio. En La Escena (Rivera 2477, Montevideo). Sábados 19 y 26 de marzo a las 21.00. Domingo 20 de marzo a las 19.00.