Como todo en la literatura, y especialmente en los meandros de la industria editorial, en los que entran en juego desde editores de renombre a gacetilleros de poca monta, pasando por críticos, antologistas, traductores, académicos, investigadores y, por supuesto, los propios autores, el concepto de “malditismo” aplicado a los que escriben es tan maleable como discutible. Un consenso elemental en la materia, siguiendo los dictámenes que el poeta francés Paul Verlaine estableció a partir de la publicación de Les poètes maudits, en 1884, señala que un “escritor maldito” es aquel cuyo genio se vuelve en sí mismo una condena, aislándolo de sus pares, volviéndolo incomprendido para sus contemporáneos, cayendo en diversas facetas de la locura, sucumbiendo a ciertos excesos o enfrentando de forma cerrada, a través del arte, las convenciones de su tiempo. Puede asumirse, siguiendo tal razonamiento, que fueron (son) autores malditos François Villon, Thomas Chatterton, Gérard de Nerval, Petrus Borel y Antonin Artaud y, más cerca en el tiempo, Charles Bukowski, Sylvia Plath y John Kennedy Toole. En los últimos años, la elasticidad del término “malditismo” ha permitido la inclusión en la categoría, por ejemplo, de auténticos vendehumo como Chuck Palahniuk.
El reciente (y tardío) desembarco en las librerías locales del catálogo de la editorial española Sajalín habilita el encuentro con una parte importante de la obra del escritor japonés Osamu Dazai, seudónimo de Tsushima Shuji (1909-1948), un creador que reúne todas las condiciones para cuadrar, a su manera, en la canónica categorización de Verlaine: mediocre estudiante de Literatura Francesa en la Universidad de Tokio, militó clandestinamente en el movimiento comunista y fue encarcelado y torturado por las autoridades militares; desheredado por su familia a raíz de la relación que mantenía con una geisha de bajo rango, fue un alcohólico empedernido y un adicto crónico a la morfina, lo que le provocó diversas perturbaciones mentales; suicida fallido y pertinaz, tuvo éxito al cuarto intento, cuando se ahogó con su amante en un canal del río Tama, una semana antes de cumplir 39 años y pocos meses después de haber publicado su obra más famosa, la inclasificable Indigno de ser humano. Tamaños excesos, así como su abrupta y temprana salida de este plano de las cosas, no impidieron que Dazai le diera forma a una obra literaria única, de un oscuro y perturbador lirismo que, como suele suceder, comenzó a ser considerada en su justa medida después de su muerte. Con el paso de los años llegó a convertirse en uno de los escritores japoneses más importantes del siglo XX, profusamente editado y leído por sucesivas generaciones, sin perder ni un ápice de su innata rebeldía y del impacto del fuego graneado que le dedicó al conformismo de la sociedad de su tiempo (el mismo que, con variantes, sigue primando en este descafeinado presente que habitamos).
En español, Osamu Dazai no es ni un desconocido ni un recién llegado. En los últimos años, varias de sus obras han despertado el interés editorial –Colegiala (Impedimenta, 2013), Cuentos de cabecera (Satori, 2013), Recuerdos (Satori, 2014), Corre Melos y otros relatos (Kaicron, 2015), La felicidad de la familia (Candaya, 2017)–, lo que subraya el interés por el carácter único de su estilo, de connotaciones fuertemente autobiográficas y con una particular tendencia a lo breve, no sólo por la gran cantidad de cuentos que escribió sino por el uso desconcertante de lo fragmentario como motor de la acción y vehículo del razonamiento del narrador o el personaje central. Además de los dos títulos que acá se comentan, la editorial Sajalín ha editado su libro de cuentos Repudiados (2016) y la novela El declive (2017).
Retratos y confesiones
Cada uno de los nueve cuentos que componen Ocho escenas de Tokio está precedido por una fotografía que refiere a algún aspecto del relato y en las que aparece el propio Dazai, con excepción de dos casos, de los que el más inquietante es la pieza llamada “Femenino”. La imagen que antecede este brevísimo cuento es un retrato de Tanabe Shimeko, la compañera de Dazai fallecida en su primer intento de suicidio, en un episodio que le causó al sobreviviente diversos problemas con la Justicia, tal como cuenta en Indigno de ser humano, donde los mismos hechos son incorporados a la ficción: cuando el narrador y su compañera Tsuneko se arrojan al mar en Kamakura, ella muere y él se salva.
Todos los cuentos del libro son variaciones de diversas situaciones que Dazai protagonizó, desde sus problemas con el alcohol y la morfina y sus tirantes relaciones familiares, hasta episodios concretos, anécdotas puntuales que el escritor incorpora a la argamasa de la ficción. Ocurre, por ejemplo, con el relato final del libro, uno de los últimos que escribió, “Demonios apuestos y cigarrillos”, en el que en la imagen que lo antecede, a modo de portadilla, se ve a Dazai, el 25 de diciembre de 1947, junto a unos niños sin hogar en el parque de Ueno. El narrador es el propio Dazai, al que el redactor de una revista invita a visitar el parque junto a un fotógrafo para ser retratado en compañía de los niños vagabundos que pululan por el lugar. Dazai llega al sitio, conversa con los pequeños vagabundos, se interesa por el estado calamitoso en que se encuentran los pies de los infantes, dedicados a recorrer la zona durante todo el día, regresa a su casa, un par de semanas después recibe las fotos que le sacaron, se las muestra a su mujer y ella, con una seriedad blindada que no permite segundas lecturas, no puede identificar a su marido entre los vagabundos fotografiados.
El cuento que abre el libro, “La mujer de Villon”, es el único referido por una primera persona femenina: la mujer del título es la esposa de un escritor que malgasta sus días bebiendo y jugando en tugurios hasta que una noche comienza a ser perseguido por las personas a las que ha robado. Ya desde el título la pieza establece un nexo con el más maldito de los poetas malditos, el marginal François Villon, aquel oscuro poeta francés del siglo XV que compuso La balada de los ahorcados mientras aguardaba la ejecución de su propia sentencia a morir por la horca. El ambiente de degradación humana que Dazai pinta en este relato se bifurca de forma magistral, por lo inesperada y precisa, en una historia de amor que alcanza la redención.
El punto más alto de este libro de cuentos de Osamu Dazai lo conforma el extenso relato que da nombre a la obra, atravesado por innúmeras referencias biográficas (sus problemas familiares, los frustrados intentos de suicidio, los permanentes desplazamientos, etcétera) y por la imagen omnipresente, majestuosa, y al mismo tiempo ruin, de Tokio, protagonista en sordina de la historia: “Con el contorno de la ciudad desplegado ante mí como una hoja de morera devorada por los gusanos, todo cuanto me venía a la mente eran imágenes de la gente, de sus distintas formas de vivir. Gente monótona, apagada, llegada de todos los rincones de Japón, amontonadas en manadas que se empujan y sudan, que luchan por un centímetro de suelo; vidas en las que alternan la alegría y la pena, miradas recelosas, ojos hostiles, mujeres que gritan a los hombres, hombres que se pavonean felices en el frenesí humano”. El relato puede leerse como una pieza de ficción y, al mismo tiempo, como una larga carta de despedida en la que aflora la memoria de un inminente suicida.
Por su tono personal y desencantado, e incluso por el ritmo fragmentado, de secuencias que se arman alrededor de una vida, el relato “Ocho escenas de Tokio” dialoga directamente con Indigno de ser humano, el que se convertiría en el libro más famoso de Osamu Dazai, publicado unos meses antes de su muerte y que, en la actualidad, exhibe la cucarda de ser la segunda novela más vendida en Japón, después de Kokoro, de Natsume Sōseki.
La novela relata la vida del dibujante de historietas Yozo Oba, a partir de tres cuadernos manuscritos encontrados por un primer narrador, que introduce la historia fragmentada del protagonista en un desconcertante prólogo y que reflexiona sobre la veracidad de los hechos a través de un epílogo. Cada cuaderno redactado por Yozo Oba refiere a algún momento particular de su existencia, conformando un relato laberíntico en el que van apareciendo diversos episodios biográficos del propio Dazai (los fallidos intentos de suicidio, las sucesivas relaciones afectivas, el desprecio que inspira a sus familiares directos y los encuentros con ocasionales benefactores que lo ayudan a sobrevivir proporcionándole trabajo o dinero), pero el gran poderío de esta breve novela es la conformación de la voz que narra, un registro desencantado, nihilista, que se hunde en la abyección y en la opresiva sensación de sentirse muerto cuando aún se vive. Yozo Oba cuenta su propia historia con un perturbador distanciamiento, como cuando confiesa: “No es que tuviera celos; nunca fui posesivo. Es cierto que a veces he sentido pena al perder algo, pero nunca la suficiente como para enfrentarme a los demás por ese motivo, hasta el punto de que años después vi cómo violaban a mi esposa sin hacer nada para evitarlo”. Esa cualidad de sentirse “indigno de ser humano” sólo parece abandonarse en ciertas mutaciones físicas, como cuando sobre el final del tercer cuaderno Yozo Oba escribe: “Levantando la vista al cielo oscuro, cubierto de nubes de lluvia, no sentí ira ni repugnancia, ni tampoco tristeza; sólo un miedo horrible. No era el temor que podrían inspirar los fantasmas de un cementerio sino más bien de encontrarse con un dios vestido de blanco en el bosque de cipreses de un santuario sintoísta; uno de los terribles miedos ancestrales que no pueden describirse con pocas palabras. A partir de esa noche, me salieron las primeras canas prematuras”.
El personaje de Yozo Oba exhibe en su derrotero vital, en sus búsquedas creativas, en su relación diaria con el alcohol y, sobre todo, en su renuncia a la convivencia con otros seres humanos, todas las marcas antes mencionadas de un artista maldito. Por eso no es de extrañar que la presencia de Vincent Van Gogh ocupe un lugar destacado en la trama, cuando el protagonista descubre que el Autorretrato que el artista neerlandés pintó en 1887, a pesar de sus vivos colores, es la pintura de un fantasma, y que no son los seres humanos los que sufren por sus fantasmas sino que son estos, indefensos y congelados en mitad del cuadro, los que padecen el castigo que les propinan los que aún están vivos.
Ocho escenas de Tokio. De Osamu Dazai. España, Sajalín, 2012, 160 páginas. Traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés. Indigno de ser humano. De Osamu Dazai. España, Sajalín, 2010, 128 páginas. Traducción de Montse Watkins.