Ahora que se habla tanto del amor (el amor, eso olvidado), pienso en el cigarrillo, esa vieja afición. Lo que empieza como una forma más del apego a la vida (fumar en el muro, fumar en la playa, fumar contra la ventana) termina casi siempre en un bello, inexpugnable, suicidio diario. Fumar es una forma elegante de la autodestrucción. Dejar de fumar es otra cosa. Es raro, como un parto al revés.

Dicen que el cigarrillo es tan adictivo como la heroína. No sé si será cierto, pero la comparación es útil porque grafica muy bien la dependencia física y psicológica que provoca. Cada treinta minutos hay que prender uno. Cada veinte, cada quince, cada diez. Y así todos los absurdos días de la vida.

No se deja de fumar sin fe. Ninguna adicción se deja sin fe. No se trata de fe religiosa, sino de fe, así, en general. Fe en que todo saldrá bien. Fe en que uno puede. Fe en que la vida tiene sentido (algún sentido). Se necesita un baño de optimismo, un shock de esperanza arrasador. Algo nuevo, algo así de terrible y terminante.

No es fácil. No es sencillo. Casi todos los verdaderos fumadores tienen que pedir ayuda para dejar de fumar. Casi todos deben recurrir a algo externo, algo más complejo que hacer caminatas por la rambla o anotarse en un gimnasio. La abstinencia es brutal, demoledora. El mundo se convierte en un lugar vacío y sólo queda atravesar el desierto.

En medio del proceso, uno recuerda esa frase conocida: querer es poder. Uno la repasa maniáticamente. Y pronto aprende, de un modo visceral, definitivo, que no es cierto. Querer no es poder. Podemos intentarlo, hacer el esfuerzo, medir nuestras fuerzas durante el proceso; podemos –y debemos– respetar el proceso, pero no somos dueños de los resultados. Por lo que la segunda parte del aforismo, el poder, es sólo la expresión de un deseo. Y no está mal que así sea. ¿Qué tiene de malo un deseo? No tiene nada de malo.

Un deseo, allí, como un objeto en el fondo del vaso.

Cuando uno fuma, cuando uno fuma mucho, deja de saber cómo cuidar las cosas que tiene que cuidar; incluido, claro, a sí mismo. Por eso, dejar de fumar es abrirse a esa posibilidad, la de volver a cuidar de algo, la de volver a cuidar –quizás– de uno mismo. Eso es raro también, es casi una novedad. Y es bueno también, porque es una forma del respeto; y el respeto, esto es sabido, es la condición mínima y necesaria del amor.

Pero no se trata de un cuidar compulsivo y ciego, como el que propone el lado maníaco de la sociedad en la que vivimos (el de quiérase, ámese, ámese ya). Es un cuidar distinto, uno que se va aprendiendo de a poco y que tiene el ritmo y el estilo de cada uno (no viene envasado y etiquetado, listo para llevar). Y es a lo largo de este proceso, del que somos protagonistas y espectadores al mismo tiempo, que vemos desaparecer al personaje y aparecer, otra vez, a la persona.

Todo gran fumador en abstinencia lo sabe: debajo de esa nueva simpleza que experimentamos, late la vida con toda su complejidad. De a poco, muy de a poco, y con una humildad que no conocíamos, comenzamos a recuperar cosas que pensábamos que habíamos perdido para siempre. Cosas olvidadas, cosas que creíamos que no nos correspondían. Y en algunos casos, incluso, llega con el tiempo una rara, una inesperada clarividencia.

De a poco dejamos la intemperie y llenamos el vacío. El mundo se recompone y hay que aprender a vivir en él.

¿Cómo? ¿Por qué? ¿Para qué?

Vuelven las grandes, las insidiosas preguntas de siempre. Pero esta vez comprendemos, esta vez lo sabemos: estamos obligados a encontrar un motivo.

Un motivo, allí, como un objeto en el fondo del vaso.

Y siempre al final reaparece, obvio y contundente, el tema del amor. Porque dejar de fumar tiene que ver con eso. Es un acto de amor hacia uno mismo, que empieza por nosotros y luego se extiende hacia los demás (y muchas veces es esa misma candidez la que perturba al verdadero fumador y lo hace dudar o posponer su abstinencia).

Asumir eso, aceptarlo, estar dispuestos a ver qué hay del otro lado, volver a lo que fuimos antes, alguna vez, iniciar esa especie de parto al revés, ese es el desafío.

Además, ¿qué somos sin amor?

Escribía Tolstoi en su diario de juventud (y quizás no lo esté citando bien, pero no importa, no importa nada la exactitud en cosas como estas, señores escribanos) que para ser verdaderamente feliz hay que “[...] emitir en todas direcciones, sin orden alguno, como una araña, una pegajosa red de amor y atrapar en ella a todo el que pase, la ancianita, el niño, la mujer y el policía”.