Entender la sociedad actual implica buscar en el pasado para entender las actitudes propias y ajenas. El final del siglo XX se abre para dar a luz todo lo que somos hoy. Ahí donde se encuentran las verdaderas huellas de nuestro presente queer: del pozo de las décadas de 1980 y 1990 nace y resurge la juventud uruguaya actual.

El pasado reciente fue marcado por la bisagra que generó la dictadura cívico-militar uruguaya y por la forma en que el final de ese período gris permitió el resurgimiento de la libertad. Sin embargo, ¿de qué tipo de libertad se habla cuando aun en los primeros pasos de la democracia se daban reiterados ataques hacia el colectivo LGBTIQ+?

Nos encanta vernos en un espejo irreal, como la sociedad faro de América del Sur, con la tolerancia y el respeto, el republicanismo y la patria como bases fundantes. “Nos gusta vernos como una sociedad democrática y tolerante. Una sociedad ‘esponja’ amortiguadora del conflicto, sin grandes discriminaciones o racismos”, escribió Basilio Muñoz en Uruguay homosexual (Trilce, 1996). En la actualidad, los distintos avances de gobiernos progresistas en materia de derechos han generado posibilidades de mejora en cuanto a la calidad de vida, aunque deberíamos cuestionarnos si el ámbito legal es suficiente para que podamos sentirnos parte de la sociedad heteronormativa y patriarcal en la que nos inscribimos.

Es ahí que debemos comenzar a investigar los pasos dados hasta el momento para encontrar que, durante la década del 80, en pleno reinicio de la democracia, se dio un proceso de restauración de la libertad en lo más amplio del concepto. Para la gran mayoría de la sociedad fue un respiro frente al pesado aire opresor, y si bien varias personas pertenecientes al colectivo LGBTIQ+ reconocen y recuerdan ese alivio y el sentimiento de libertad plena, hay diversos registros de cómo las personas que mostraban su existencia queer, que se plantaban con su identidad a pleno, eran violentadas. Lo mismo ocurre con los lugares de esparcimiento o fiestas under, en las que incluso hoy las disidencias nos remitimos para encontrar un lugar seguro donde simplemente existir entre pares y disfrutar.

Lo particular es que, a finales de los 80 y principios de los 90 aún se ponían en juego operativos y razias que apresaban a las personas tanto en los ámbitos públicos como en los privados. El rol de los bares y boliches, especialmente los recordados Arcoíris y Controversia, en el centro de Montevideo, explica, además, cómo la diversidad sexual también se enfoca de una manera cosmopolita y centralista. De todas maneras, este tipo de espacios no fueron completamente aceptados, dando lugar a la violencia y las razias: “El Estado reactivó este dispositivo de control social como una forma de regular los disidentes de la cultura de la restauración y como una forma de lidiar con la creciente heterogeneidad social a la que se quería disciplinar”, dice Diego Sempol en De los baños a la calle. Historia del movimiento lésbico, gay, trans uruguayo (Sudamericana, 2013).

Sin embargo, así como los eventos de Stonewall en 1969 en Estados Unidos dieron lugar a reivindicaciones de los integrantes del colectivo LGBTIQ+, en Uruguay los distintos ataques hacia el colectivo posibilitaron que, gracias a la reciente democracia, se pudieran crear distintas agrupaciones y fundaciones, como Homosexuales Unidos y Escorpio, entre otros espacios y grupos de acción y apoyo homosexual, que comenzaron a reunir y defender los derechos de las personas disidentes.

Además, se agregó un factor sanitario: la pandemia del VIH-sida. Nuestro país no quedó fuera del impacto de esta enfermedad. Lo que debemos recordar es cómo tanto el Estado como los medios de comunicación funcionaron una vez más como herramienta negativa y discriminatoria hacia el colectivo, que era caracterizado como “grupo de riesgo” mientras se señalaba que el VIH-sida era un desafío para todas las “opciones sexuales” y los mensajes institucionales contenían una homofobia implícita que hacía responsables a los disidentes sexuales.

Por otro lado, se redujo el ámbito artístico para las disidencias, ya que, así como plantea Mariana Percovich, “cuando pasamos a espacios vinculados a la academia como la Escuela de Bellas Artes, actual IENBA o a los espacios de arte contemporáneo validados [...] el panorama de las artes visuales vinculadas a lo queer o a lo disidente sigue siendo un espacio casi vacío en Uruguay” (en Arte trans. Diversidad de género, disidencia y derecho a la cultura, IM, 2018). Hay individualidades que se destacan, como Cristina Peri Rossi con su poemario Evohé (1971) y Omar Varela en el teatro con Quién le teme a Italia Fausta (1988). Es comprensible entonces que, dentro de las artes visuales, la falta de representación y visibilidad hizo que diversos artistas sólo fueran reconocidos recientemente.

Resta mencionar el rol de las mujeres dentro del propio colectivo y la marginalización de las mujeres lesbianas y trans, que se mantiene hasta nuestros días. El movimiento feminista tuvo gran incidencia e impacto en esto, aunque portaba un fuerte rechazo desde varios ámbitos sociales, especialmente desde el sector político. Por ello se debe destacar el rol de Homosexuales Unidos, grupo disuelto poco antes del cambio de siglo, pero que logró contener a gran parte del colectivo lésbico y trans. De todas maneras, la visibilidad lésbica y femenina dentro del colectivo todavía lucha para equilibrarse en relación a las masculinidades. De igual forma se observa con las disidencias que se ven marginalizadas por elementos como la raza o la clase social.

Por ello, debemos tomar ese espejo mentiroso y dejar de vernos como faro. Revisar las huellas para dejar atrás el rechazo y la discriminación, aunque solo se pueda hacer un día a la vez.