Cualquiera que tenga la insalubre costumbre de darse una vuelta cotidiana por las redes sociales podrá apreciar la consolidación de cierto discurso funcional –por decir lo menos– a las nuevas y viejas formas del liberalismo. Menudean los ditirambos hacia las personas self made, y se repite hasta el cansancio ese vocablo que es como una especie de navaja suiza en formato marketing: emprendedurismo.

Al son de la misma música se pone como ejemplo de vida a niños que escalan cordilleras para llegar a la escuela y a jornaleros que tienen la elegancia de yugar hasta el fin de sus días a cambio de migajas, y sin rechistar jamás. En esa misma tónica, perder un empleo o navegar en la precariedad es recomendable como forma de “salir de la zona de confort”. Por el contrario, consideran que defender un contrato social justo y una distribución más ecuánime de las riquezas del mundo es un vicio de “zurdos empobrecedores” dependientes de “papá Estado”.

Todos esos individuos cuyo lema parece ser “el pobre es pobre porque quiere”, y que le rezan a la Trinidad compuesta por Jeff Bezos, Amancio Ortega y Javier Milei, babearían de placer ante la biografía de José Saramago (en caso de que supieran de su existencia), ya que el Nobel lusitano podría considerarse el non plus ultra de sus puntos de vista. Por ello, en este centenario del escritor –muy celebrado, especialmente en Portugal– el autor de estas líneas prefiere no agregar una nueva gota al mar de la crítica literaria, sino detenerse en ese Saramago cuya sola existencia es una bofetada para los que enarbolan la Bandera de Gadsden, mejor conocida como la gilada esa de la viborita.

José Saramago nació el 16 de noviembre de 1922 en Azinhaga, una aldea pequeña y pobre en un Portugal que –imperio mediante– no era pequeño, pero sí pobre. Con sus abuelos aprendió a cuidar los lechones cuya venta servía de sustento a la familia, a extraer agua con una bomba manual, a cultivar una modesta huerta y a resistir los aspectos poco amables de la vida. En sus memorias cuenta que cierto día de lluvia llegó a creer que su abuelo lo eximiría de sus tareas al aire libre. “El agua moja, pero no rompe los huesos”, le dijo el anciano mientras abría la puerta, y no precisamente para ir a jugar.

Cuando todavía era un niño se mudó con sus padres a Lisboa. Cursó escasos y truncos estudios, se empleó en trabajos diversos y formó su mundo literario en horas robadas al descanso. Entre mil trabajos y militancias, su carrera literaria comenzó a consolidarse cuando ya rondaba los 50 años.

“Fui un lector entusiasta. En mi casa no había libros, pero leía mucho en las bibliotecas públicas, sobre todo de noche. Leía de manera indiscriminada. Recuerdo haber leído El paraíso perdido de Milton hacia los 16 años [...] mi educación literaria fue anárquica, llena de lagunas”, contó en una entrevista en 1993. Con semejante currículum, tendría sobrados méritos para presentarse como paladín de la superación individual y del resentido y falaz “a mí nadie me regaló nada”. Pero no.

A pesar de su modestísima extracción, el novelista jamás claudicó en su conciencia de clase ni en su compromiso social. Autodefinido como “comunista hormonal”, no tuvo empacho en admitir el fracaso del socialismo real, condenar las atrocidades soviéticas y hasta romper con la Cuba de Fidel Castro.

Así y todo, y más allá de los desmoronamientos ideológicos finiseculares, siempre fue un enemigo declarado del capitalismo salvaje y una suerte de conciencia incómoda de ese mundo rico que nunca termina de hacerse el desentendido. “Estamos en manos de corporaciones desenfrenadas que no tienen en mente otra idea que la ganancia inmediata y la explotación [...] la pobreza es una humillación, es realmente obsceno que se pueda morir de hambre”, escribió hace 20 años, cuando todavía no habían caído sobre el mundo las crisis del siglo XXI, algunas de las cuales tuvo oportunidad de padecer en sus últimos años de vida, y sobre las que se expresó.

“Esta crisis está consiguiendo desmoronar muchos principios liberales o neoliberales. Parece que al final el mercado no se regula solo, que puede colapsarse y, entonces ¡oh! Hay que llamar al Estado [...] es evidente, se privatizan las ganancias y todos asumimos las pérdidas”, criticó en 2008, fecha por la que también sentenció: “Marx nunca tuvo tanta razón como ahora”.

Saramago nos dejó el 18 de junio de 2010. La muerte le ahorró el sufrimiento de ver el nuevo avance de la ultraderecha en Europa, incluido su querido Portugal, y la plaga de los libertarios de Twitter. En su vasto legado dejó algunas profecías que, por desgracia, parecen condenadas a cumplirse. “Con la globalización, la OMC [Organización Mundial del Comercio] va a convertir todo en un gran mercado. Ya no se trata del pensamiento único, sino del pensamiento cero. Y quizá parezca catastrofista, pero es lo que promete una situación como esta”, advirtió en los primeros días del corriente milenio.