Quizás esta 75ª edición del Festival de Cannes pase a los anales de la historia del certamen como la peor del siglo XXI. Confiemos en que se haya tocado fondo, no sólo por la falta de acierto del Comité de Selección de Cannes, sino también por la resaca del primer año pospandémico, después de que en 2021 se sumase la producción de ese año y la de 2020, cuando el festival no pudo celebrarse.
No será casual que una de las dos o tres obras esenciales de esta edición no sea una producción ideada para la gran pantalla sino para su difusión en plataformas digitales. Esterno Notte, de Marco Bellochio, es una serie para televisión de casi seis horas que el enorme director divide en otros tantos capítulos. Pero las dimensiones artísticas de Esterno Notte están por encima de formatos o de fragmentaciones. Es una ópera magna que llega hasta donde muy pocas lo han hecho en la disección del poder y de sus sombras, a partir de uno de los momentos clave en la política europea de la Guerra Fría y el siglo XX. Supongo que todo lo que tenía que contar sobre el secuestro y asesinato de Aldo Moro en 1978 –magnicidio que ya abordó en Buongiorno, notte, en 2003, en aquella ocasión desde el punto de vista de una de las terroristas de las Brigadas Rojas que secuestraron a Moro– no le cabía en las dos horas de un largometraje, y se abocó a esta empresa titánica pero sutilísima.
Portentosa en cómo administra en cada una de sus seis partes los puntos de vista, que van del mártir Moro al ministro del Interior de la Democracia Cristiana, Francesco Cossiga, el papa Pablo VI, el primer ministro Giulio Andreotti o la esposa del propio Moro, quien en un momento cumbre de esta obra increpa a la cúpula de la Democracia Cristiana, hijos políticos suyos, que con su pasividad pongan su parte en la “muerte del padre” justo cuando se firmaba la apuesta política tan osada de Moro, el llamado compromiso histórico. Por este acuerdo se daba por cerrada la exclusión del Partido Comunista Italiano de cualquier acceso al poder y se abría el camino a su colaboración en futuras tareas de gobierno. Ante la duración temporal de la imprescindible Esterno Notte, señaló Marco Bellocchio que para contar todos los prismas de esta complejísima encrucijada de la política y la muerte precisaba de un metraje igualmente excepcional: “Esto no es una película”, dijo, parafraseando a Magritte y como burlándose y desafiando las convenciones de la distribución cinematográfica. Es el coloso del cine más lúcido de este tiempo. Es Bellocchio. Y su genialidad y sus licencias lo sitúan más allá del bien y del mal.
Pero la cinta de Bellochio se presentó fuera de competencia. De los 21 títulos que se debatían por pasar a la historia del cine, en la competición oficial que dilucidaba la Palma de Oro han sido muy pocos, apenas dos o tres, los que avalaron méritos creativos para figurar en esta zona de privilegio. Y ninguno de ellos fue, para mayor delito, de los que finalmente alcanzaron a entrar en el palmarés.
Hablemos del sueco y de la egomanía grosera de su cine
Ruben Östlund ya entró en 2017, con The Square, en la competencia oficial. Y allí se produjo un dislate que se tradujo en que aquella pretendida sátira del mundo del arte contemporáneo –tan desequilibrada, tan vacua como efectista– se trocó en Palma de Oro para una película que rezumaba ya frío cálculo y antipática megalomanía. Pero Östlund logró colarla como una pieza cáustica o subversiva, cuando en ella se acomodaba el germen reaccionario que se vomita ya –literalmente por proa y popa, a babor y a estribor– en la película con la cual, hace dos días, obtuvo su segunda Palma de Oro. Dos de dos. Mientras que autores como Almodóvar o James Gray suman entre los dos 11 participaciones en este festival y ni una sola palma.
En este Triangle of Sadness se supera incluso a sí mismo y a su vileza como autor y como mala persona, en una propuesta moralmente obscena, pueril en su humor escatológico, con una pretendida sátira sobre el mundo de la moda, el turismo de lujo y la frivolidad de los ricos. Un final con un guiño a la telebasura de supervivientes en islas paradisíacas: con más de media sala desternillándose de risa ante una catarata de vómitos y diarreas que inundan un yate de lujo mientras el capitán del barco, un estadounidense marxista, se bate en un duelo de citas de Marx, Trotski, Lenin y Twain, mientras su contraparte, un megamillonario ruso, le responde con otras de Ronald Reagan o Margaret Thatcher. O sea, las nauseabundas teorías sobre el Fin de la Historia que pergeñó Daniel Bell y luego banalizó urbi et orbi Francis Fukuyama, a sueldo del Departamento de Estado norteamericano mientras el bloque del este de Europa colapsaba.
El resto del palmarés responde también al fracaso del jurado presidido por Vincent Lindon a la hora de salvar lo poco que había de bueno entre las 21 películas candidatas. Ni lucidez ni capacidad de decisión. Nada de nada. El palmarés, con varios premios ex aequo, es una delación de la indecisión o tartamudez intelectual, y de componendas varias que tienen como fruto una lista de premios torva y desquiciada.
Quizás la única decisión que cuesta poner en duda es el Gran Premio Especial del Jurado por la 75ª edición a la película de los hermanos Dardenne Tori et Lokita, por ser un film urgente y de denuncia de la explotación en la que viven cientos de miles de migrantes en Europa.
Alejandra Trelles, desde Cannes.