Lo primero es una canasta de mimbre llena de flores lilas. Las vemos caer de a una, como frutas maduras. Rebotan apenas, ruedan y encuentran, por fin, su sitio en el cesto. Se oye el ruido de las ramas cuando las alcanza el corte, y el rumor de las hojas desplazadas por la mano que busca la siguiente flor. Hoy Aziza preparará jarabe de lilas.
Ahora oímos el canto de un gallo. La cámara se desplazó y nos muestra la escena de lejos, fuera de foco, mientras en primer plano la ventana de una cabaña de troncos parece tan próxima que distinguimos la variedad de rugosidades de la madera. Estamos en Azerbaiyán. Esto es Country Life Vlog, un canal de Youtube que tiene casi dos millones de suscriptores. El video que estoy viendo es el último: acaban de subirlo y ya cuenta con 608.000 visualizaciones. Para cuando termine de escribir no sería raro que hubiera aumentado en un par de miles.
No abunda la información en español sobre estas personas que, desde las montañas de ese territorio en disputa que conocemos como Alto Karabaj, exponen, más que su cocina, una forma de vida que prescinde de la ayuda de la tecnología. Si hay que lavar la fruta, se hace con jarra y palangana. Si hay que picar carne, se pica a hachazos. Si hay que hacer el té, unos tizones a la chimenea del samovar y el agua alcanzará el hervor. Y todo, absolutamente todo, se cocina a fuego vivo. Es increíble la cantidad de artefactos caseros de que disponen para aprovechar mejor la leña: braseros, pequeños fogones de latón, enormes fuentones de hierro que parecen discos de arado, hornillos como los de primus, ollas de todo tipo y tamaño.
La rutina es más o menos siempre la misma: mientras Aziza prepara la comida (y digamos que para hacer empanadas empieza por trozar un cuarto de res con el hacha), su esposo junta hierbas y flores para el té, carga el samovar y apronta la mesa. Para cuando ella tenga todo encaminado, el té estará listo y servirán tres vasos: para él, para ella y para el invitado, que somos nosotros, me imagino, aunque nunca hayan roto la cuarta pared.
Aziza, por lo que he podido averiguar, era, antes de la pandemia, cocinera de eventos. Su hijo, Amiraslan, al que nunca vemos porque está detrás de las cámaras, era chef en un restaurante que debió cerrar. La necesidad los transformó en vloggers, y desde el primer episodio que subieron a las redes no hicieron sino crecer en popularidad. Podría decirse que eso se debe a las maravillas de la cocina al aire libre de Aziza o a la belleza de los paisajes de montaña, pero personalmente adquirí el vicio de mirarlos porque no hacen ruido. El único sonido es el del ambiente, sin interferencia alguna de música incidental o comentarios en off. La cámara no pierde un solo detalle: se acerca a una rama, se detiene en el juego de los cachorros o en los colores de las gallinas (nunca había visto gallinas tan hermosas como esas), se aleja para mostrarnos un camino que se pierde entre los árboles.
La calidad de la fotografía es asombrosa, y es también asombroso el montaje, que permite que en videos de no más de 15 minutos podamos entender cómo se levanta un horno de ladrillos o que sigamos paso a paso la elaboración de un pastel de bodas. No hay tiempos muertos, y tenemos la sensación de que todo transcurre en una placidez lenta y gozosa. En los episodios de verano se oyen las chicharras y en los de invierno es un placer escuchar el ruido del té caliente al caer en los vasos de vidrio. Verlos es recuperar verbos como “crepitar”, “borbotear” o “zumbar”, y es pensar en la existencia de la onomatopeya.
Hay muchos canales de Youtube que enseñan a cocinar o que muestran paisajes. Hay familias enteras que viven de exponer su vida —su insulsa vida, tan miserable y tan sagrada como la de cualquiera—. Pero la sencilla puesta en escena de la familia de Aziza, sin publicidad y sin patrocinadores, cada vez llama a más curiosos, y creo que se debe, sencillamente, al respeto por el silencio. En el desesperante sobreestímulo al que estamos expuestos constantemente, el rincón de Aziza nos miente un paraíso de calma mediante el simple recurso de no agregar ruidos al ruido del mundo. Que no nos parezca poco.