María Esther Gilio, como bien recuerdan sus biografías, fue abogada, periodista, biógrafa y docente, pero fue específicamente en la entrevista que encontró un modo único de comunicarse. Sentía una curiosidad genuina por las personas más variadas y no temía hacer preguntas. Escuchaba con atención, se ganaba al entrevistado, lo arropaba con asuntos laterales, le pedía aclaraciones allí donde se suponía que todo estaba sobreentendido, inspiraba confianza y no se mostraba nunca soberbia o suficiente.

Nacida en Montevideo el 3 de junio de 1922 y muerta en la misma ciudad el 27 de agosto de 2011, decía que había estudiado derecho por complacer a su madre, y que se había hecho periodista cuando aceptó hacer una entrevista para Marcha sin saber quién sería el entrevistado. Su primer artículo, sobre Alfredo de Simone, se publicó en La Mañana en 1965. Luego vendrían las notas en Marcha, Crisis, Brecha, El País Cultural, La Nación, Página 12 y muchos otros medios en la región y en el mundo.

El espacio de que disponemos es insuficiente para ofrecer siquiera un breve repaso de su vida o de su trabajo, que incluyó la explosión de una bomba frente a su puerta, el secuestro de una invitada que paraba en su casa (Michèle Ray, periodista francesa casada con el director de cine Costa Gavras), el exilio, la amistad con Juan Carlos Onetti y tantas otras cosas que justificarían un artículo más extenso.

Compartimos con los lectores un texto escrito por su nieto y anunciamos que la editorial Estuario, que publicó hace un año Cuando los que escuchan hablan. Conversaciones con grandes psicoanalistas, prepara para este mes el lanzamiento de Bendita indiscreción. Crónicas y grandes reportajes, una selección de sus trabajos, reunidos y prologados por su amigo y colega Carlos María Domínguez.

Mi abuela

María Esther Gilio, o MEG, como a ella le gustaba firmar sus notas, cumpliría hoy 100 años de edad, aunque su DNI argentino indique otra fecha; no sabemos bien cómo ni cuándo logró engañar a los crédulos funcionarios. Sí sabemos que según ese documento tendría tres años menos. Seguramente no estaría nada contenta de saber el motivo de esta nota. No le gustaba cumplir años, y nunca lo festejaba. Tampoco le gustaba mostrar las notas que otros medios le hacían. Nos enterábamos al verlas de casualidad.

Fue mujer, periodista, abogada -según decía ella, por mandato materno-, madre, notable cocinera y, entre tantas cosas, mi abuela.

La recuerdo con mucho cariño, y mis recuerdos están más relacionados a su rol de abuela que al de periodista. La descubrí en su rol de reportera mucho después, leyendo sus profundas y entrañables entrevistas, y aún hoy la leo con pasión.

Fueron varios los veranos que estudiamos juntos durante mis períodos de exámenes. Leíamos el Lazarillo de Tormes, Edgar Allan Poe, a los griegos de Atenas, y tantos otros. Aprendí de ella un sencillo método que nunca olvidé: uno leía y el otro tomaba nota.

En una de las imágenes recurrentes que tengo de ella, está sentada en su pequeño comedor de paredes blancas a la cal, en la calle Cavia, al cual sólo se llegaba por escalera. El espacio, casi cuadrado, tenía en el medio una mesa verde de cuatro patas. En una de las paredes había una ventana con antepecho orientada a un pozo de aire anodino; en otra, una puerta ventana de dos hojas para salir a la terraza, con muchas plantas. Recuerdo sus anteojos cuadrados de grueso cristal, casi siempre puestos, para leer o escribir, y muchas hojas blancas desparramadas sobre la mesa, de forma más o menos desordenada. Sobre la mesa apoyaba también un termo de plástico rojo y una tacita de metal para tomar mate, que sustituía por un pequeño vaso de vidrio con vino después de las cinco de la tarde.

Como vivíamos en la misma manzana, era habitual que yo me quedara, siendo niño, a dormir en su casa al menos una vez por mes. Antes de dormir traíamos de una de las habitaciones un viejo colchón y lo tirábamos a los pies de su cama. Las mañanas siguientes eran un problema. A mí me gustaba dormir, y ella, insistentemente, intentaba despertarme para ir a la escuela. Con dificultad y displicencia despertaba, pero tarde y de mal humor. Un día, ya cansada de la situación, amenazó con traer un gallo. En el jardín de la planta baja del edificio había un gallo de gran tamaño y voz. Yo nunca le creí que fuera a traerlo, hasta que un día cuando dormía boca abajo sentí que algo me caminaba por la espalda. ¡Había traído el gallo! Después de ese día nunca más me dormí ni volví a llegar tarde a la escuela.

Es una anécdota, pero podrían haber sido muchas. Se fueron amontonando en mi memoria y construyendo la imagen que aún tengo de ella. Era maravilloso ver con qué facilidad nos hacía entrar en su intimidad, profundamente comprometida y en estrecha conexión con los otros. Sus anécdotas me hicieron entender que es posible afrontar los desafíos más difíciles que nos pone la vida con humor y desenfado, tanto sea un nieto rebelde como una entrevista imposible o el exilio político.

Su forma de ver el mundo, su optimismo y sus ideales se expresan y están presentes a lo largo de su escritura. Tal fue el caso cuando escribió, durante el exilio, una carta de cumpleaños a su hija menor. Al final de la carta le dice y se responde: “Debería preguntarte ahora de nuevo qué te parece el mundo. No te lo pregunto porque sé que a pesar de que hay algunas cosas que no te gustan del todo, lo encontrás sensacional”.

Salud, abuela.

Bruno La Buonora.