Entre la infinidad de tópicos y estereotipos que durante décadas ha sedimentado en la cultura popular la novela policial, con todas sus variantes, corrientes, ramificaciones, hibridaciones con otros géneros y traslaciones a nuevos formatos, la figura del detective, de aquel que conduce la investigación de un crimen a través del seguimiento de pistas, solo o en compañía, trabajando para una institución pública o privada, y que llega (o no) a la resolución del misterio a través de la deducción, la suma de rastros, la vigilancia del sospechoso o por mero azar, constituye uno de los puntos más interesantes para el escritor que lo crea y lo echa a andar y para el lector que lo acompaña durante el argumento.

Así, el género ha desplegado a lo largo del tiempo una infinidad de tipos que se ciñen, ensanchan o desbordan los moldes clásicos del personaje, en un arco tan vasto y heterogéneo que puede ir desde el canónico (y ultracaricaturizable) Sherlock Holmes, de sir Arthur Conan Doyle, con su procedimiento de deducción cerebral, su dominio en la ejecución del violín, su pipa y su gorra, al desencantado Charlie Parker, de John Connolly, un retirado policía de Nueva York establecido en Maine, donde trabaja como investigador.

Entre esa variedad de sabuesos hay una legión de detectives pachorrientos, que se toman su tiempo no ya para seguir las pistas que se les van presentando sino para interactuar con otros elementos de su día a día (el vínculo conyugal, la relación con sus hijos, los cruces con sus superiores, etcétera), y que tiene en sus filas al comisario Jules Maigret, de Georges Simenon, aparecido por primera vez en la novela Pietr el Letón, de 1931. Es posible ver ese modus operandi brillantemente expuesto en dos notables películas del cineasta francés Claude Chabrol, a saber, en Inspecteur Lavardin (1986), donde el personaje del título (encarnado por Jean Poiret) investiga un asesinato en un pueblo de provincias, a la interna de una familia que él mismo conoce, y Bellamy (2009), en la que el inspector homónimo (en el desbordante cuerpo de un veterano Gérard Depardieu) realiza una pesquisa mientras vacaciona junto a su esposa en Nimes.

Como ocurre con muchos casos protagonizados por el comisario Maigret, los dos detectives de los filmes de Chabrol terminan desviando la inevitable administración de la justicia hacia la necesidad de entender (hasta llegar a comprender) las motivaciones del criminal de turno. De esa misma argamasa está compuesto Alan Grant, el inspector de Scotland Yard que protagoniza cinco novelas de la escritora escocesa Josephine Tey (1896-1952).

Desde hace algunos años, la siempre atendible editorial española Hoja de Lata ha venido rescatando la obra de esta interesantísima escritora nacida como Elizabeth Mackintosh, que además del seudónimo de Josephine Tey empleó el de Gordon Daviot. Así, el flamante desembarco en librerías locales de la novela Amar y ser sabio (originalmente publicada en 1950), el tercer título de la saga protagonizada por el inspector Alan Grant, ha estado precedido por la edición de Un chelín para velas (1936), La señorita Pym dispone (1946), El caso de Betty Kane (1948), Patrick ha vuelto (1949) y La hija del tiempo (1951).

De un envidiable preciosismo en la presentación y características del puñado de personajes protagónicos (y también secundarios), la mayor parte de la trama de Amar y ser sabio se sitúa en el pequeño pueblo costero de Salcott St. Mary, en el distrito de Colchester, en Essex, lugar que con el tiempo se ha convertido en una colonia de artistas, con una suerte de epílogo ubicado en Londres. El elemento espacial no es un asunto menor en esta novela pródiga en ambientaciones –las innumerables habitaciones de la mansión Villa Graciosa, la taberna local El Ciervo Blanco, el estudio de un escritor de novelas costumbristas–, que encuentra a su mayor personaje en el cauce barroso del río Rushmere, en cuyas aguas ha desaparecido, en extrañas circunstancias, un fotógrafo recién llegado de Estados Unidos.

La atípica composición de Amar y ser sabio se distancia no sólo de la estructura de otras novelas de género (presentación ambiental, irrupción del crimen, investigación y conclusión), sino que se olvida del protagonista, el intachable inspector Grant, conversador contumaz y gran bebedor de té, durante prácticamente la mitad del libro, al tiempo que demora la concreción del delito, dilatando de esa forma la pesquisa y la resolución. En el medio, Josephine Tey le da rienda suelta a un despliegue de personajes complejos, contradictorios, que parecen ocultar demasiados secretos, luciéndose especialmente en la composición de los caracteres femeninos: la actriz Marta Hallard (recurrente en la saga del inspector Grant), la escritora Lavinia Fitch, la codiciada novia e inminente esposa Liz Garrowby, etcétera.

Estas mujeres son presentadas por intermedio del inspector Grant, a través de cuya mirada la autora contrabandea algunas impresiones sobre la condición femenina en un mundo esencialmente regido por hombres, a pesar de tratarse de una colonia de artistas, donde las libertades se viven de otra manera. Un ejemplo: “Qué mujer tan admirable, pensó mientras conducía. Admirable de veras. Sin preguntas, sin insinuaciones, sin sondeos femeninos. Su aceptación de lo sucedido era extraordinariamente masculina. Quizás fuera su completa falta de dependencia de los hombres lo que le intimidaba de ella”. Otro punto alto en la escritura de Tey lo constituye su capacidad de introducir personajes con apenas un par de pinceladas, como cuando escribe: “Entonces llegó el vicario. Al parecer, nadie se había acordado de que venía a cenar. Era esa clase de hombre”.

De lectura amena y sin caer en las fáciles concesiones del género para con el lector (la elipsis es una mina permanente bajo el avance de las páginas de esta novela), Amar y ser sabio se lee con una doble motivación: la de querer conocer el final y la de salir en procura de otros libros de la autora.

Amar y ser sabio. De Josephine Tey. España, Hoja de Lata, 2021, 304 páginas. Traducción de Pablo González-Nuevo.