Mal arreado, vestido con harapos, rodeado siempre por un malón de perros flaquerones, presunto asesino de su esposa –en castigo por darle un mate frío–, ladrón de rastrillo y acopiador de un cuantioso botín que ocultaba en una carreta desvencijada y en un rancho sin techo en medio de la llanura, a pesar de su breve aparición en la obra, el Viejo Viscacha se alza como uno de los personajes centrales de La vuelta de Martín Fierro (1879), la secuela que José Hernández escribiera del famosísimo libro que había publicado cinco años antes, un siglo y medio atrás.

Por vaya a saberse qué triquiñuela legal, el juez de la zona designa a tamaño facineroso como tutor del segundo hijo de Martín Fierro, con el objetivo de que lo eduque y le enseñe a trabajar (“Me llevó consigo un viejo / que pronto mostró la hilacha: / dejaba ver por la facha / que era medio cimarrón; / muy renegao, muy ladrón, / y le llamaban Viscacha”). Lejos de cumplir con el cometido, el Viejo convierte al gurí en su secuaz, participándolo de sus innúmeras felonías, en ocasiones como cómplice y en otras como testigo. Muchos años después, aquel muchacho cantará ante un atento auditorio los tiempos vividos con su tutor, en una suerte de panegírico para las seis cuerdas.

Así nos enteramos de la complicidad del Viejo con el pulpero para negociar cueros robados, de la costumbre de cerdiar (cortar las crines) yeguas ajenas, de su manía de escupir el asado para que nadie más comiera, de su temor sobrenatural a las vizcachas, de los sueños pesadillescos en que la esposa muerta lo llamaba desde el infierno, de las palizas que dos por tres le daba al narrador porque sí nomás, de la enfermedad que lo hizo guardar cama y encomendarse a una curandera, de la larguísima agonía, de la muerte entre maldiciones, del reparto que de sus cosas hicieron los notables del pago, del entierro apresurado casi al ras del piso, que provocó que al otro día el cadáver amaneciera con una mano afuera, y de cómo los mismos perros se comieron aquella mano. Y luego el paso del tiempo, implacable, que lo termina de sepultar todo, como se lee en la penúltima estrofa del canto, en que el Viejo Viscacha parece volver a sus dominios bajo una nueva forma: “Hizo del rancho guarida / la sabandija más sucia; / el cuerpo se despeluza / y hasta la razón se altera; / pasaba la noche entera / chillando allí una lechuza”.

Pero el momento capital de la historia del Viejo Viscacha lo conforma la serie de consejos que “cuando se ponía en pedo” le dirigía a su protegido. Encapsulados en las sextillas del poema, acomodados al devenir narrativo del que el hijo de Fierro se vale para que fluya la historia, los consejos del Viejo Viscacha no demoraron en saltar de las páginas de La vuelta de Martín Fierro a esa entelequia conocida como sabiduría popular. Es verdad que la figura astrosa del Viejo no se ajusta a la imagen pura de un sabio, a esa suerte de deidad atemporal en que parece convertirse siempre el que emite juicios justos, perlas cultivadas de conocimiento, máximas edificantes, aforismos certeros que tanto pueden encontrarse labrados en una piedra inmemorial como digitados en un colorido recuadro en un muro de Facebook. El viejo Viscacha es sabiduría campera en estado pleno: “Me parece que lo veo / con su poncho calamaco; / después de echar un buen taco / ansí principiaba a hablar: / ‘Jamás llegués a parar / a donde veas perros flacos’”.

Manteniendo la rusticidad de su lenguaje, los consejos del Viejo Viscacha, cual un ladino Heráclito de la pampa o un Lichtenberg criollo sin biblioteca, permiten la extrapolación del entorno original en que aparecieron y aplican (iluminan o advierten) sobre la realidad toda, como puede verse en este manojo extraído de entre sus disquisiciones:

“Hasta la hacienda baguala
cae al jagüel con la seca”.

“El diablo sabe por diablo
pero más sabe por viejo”.

“Vaca que cambia querencia
se atrasa en la parición”.

“A mí me gusta mojarme
por afuera y por adentro”.

“Al que nace barrigón
es al ñudo que lo fajen”.

“La vaca que más rumea
es la que da mejor leche”.

“Cada lechón en su teta
es el modo de mamar”.

“El primer cuidao del hombre
es defender el pellejo”.

“Los que no saben guardar
son pobres aunque trabajen”.

“No dejés que hombre ninguno
te gane el lao del cuchillo”.

“Hacete amigo del juez
no le des con qué quejarse”.

Los consejos del Viejo Viscacha han servido de clara inspiración para una corriente dentro de la poesía campera, que se basa en la traducción de vivencias del hombre de campo en forma de máximas, tales como “Al hombre bueno”, de Wenceslao Varela, y “Cuzco rabón”, de Tabaré Etcheverry. Pero esas son otras historias.