Entre la dramaturgia y la dirección no siempre se logra un diálogo capaz de levantar una obra como resultado de distintos niveles textuales, pero en esta oportunidad la conjunción de dos cabezas extiende los límites teatrales más allá de lo esperable. La escritura de Sergio Blanco y la dirección de María Dodera dan como resultado una obra que deja al espectador repleto de dudas y habiendo asistido a una experiencia de la que no será fácil salir.

Sergio Blanco escribió Slaughter en el año 2000, y desde entonces la obra tuvo varias puestas. Vuelve a escena 22 años después con la impronta característica de Dodera, que descompone el texto para llenar el espacio de acción y tensión y, al mismo tiempo, ofrece una puesta intimista, vacía de recursos externos, apoyada por completo en el texto y los actores.

Slaughter no se encuentra dentro de la estética de autoficción propia del dramaturgo. Cuenta una historia que, si bien está basada en hechos reales, se sostiene desde una temática que la atraviesa y que puede ser observada desde distintos ángulos: la visión de un mundo vacío de afectos y cargado de todas las violencias posibles. El dramaturgo vuelve al análisis del ser humano para recordarnos que las miserias, los dolores y las soledades más terribles son un problema de todos.

El espacio escénico es simple: un apartamento con una gran ventana que divide el mundo en dos. Afuera todo parece estar determinado por el caos, y adentro el ambiente es confuso, habitado por una pareja que intenta conectarse, pero el miedo y la violencia que los rodean definen sus acciones.

El encierro en el que se cuenta la historia de tres personajes –una pareja y un soldado– bien puede representar el universo individualista alentado por el sistema neoliberal, que va dejando a las personas cada vez más solas, envueltas en sus propios dolores. Nos advierte del riesgo de tener una mirada recortada de la realidad desde una perspectiva yoísta.

En ese marco se descubren los actos más aberrantes de los que puede ser capaz el ser humano. El acoso laboral, un asesinato arbitrario, la venta de armas, la pedofilia, la justificación de la guerra como un acto “purificador” del mundo (idea que retoma la visión del Manifiesto futurista de 1909).

El conflicto se presenta en dos planos. Por un lado, el de la acción, que evidencia lo que sufren los personajes. De qué manera caen sobre sus cuerpos todas las violencias anteriores. Cómo la guerra efectiva tiene consecuencias inmediatas en ellos, por la radiación pero también por el daño psíquico que causa en los soldados, para quienes la obediencia debida supone no cuestionar nada, aunque eso signifique asesinar inocentes. Por otro lado, el plano moral, porque Blanco pone en tensión la idea de que no hay inocentes ante estos horrores. Si la guerra existe es porque el sistema capitalista la necesita. La cuestión aquí es que del otro lado de ese sistema abstracto se encuentran las personas que lo sostienen y que, desde la comodidad de sus hogares, miran los desastres a través de una pantalla que convierte el dolor en ajeno, distante, casi en una ficción.

En Slaughter, los temas de un mundo definido por la muerte se instalan en los cuerpos de los tres personajes, que describen la miseria mientras intentan alcanzar una forma de conexión entre ellos. La palabra surge del texto a la voz de los personajes como un alarido de advertencia. La obra se vuelve un espejo cruel pero necesario para mostrar al público las consecuencias de vivir alienado en la burbuja del sistema.

La dirección de Dodera es brillante, porque logra concentrar la puesta y rescatar actuaciones que van de un aparente naturalismo inicial al quiebre brutal del absurdo vertiginoso en el que caen los personajes. Una estrategia que es clave para el espectador, que debe asistir a la decadencia de la especie hasta verse, en escena, como un monstruo sin escapatoria. Se trata de una apuesta fuerte, de un texto político, lúcido, que quiere impactar en el público, hacerle saltar la frontera individual para que pueda pensar qué estamos haciendo como especie. La obra no busca soluciones. Deja profundas dudas sobre lo que deberíamos hacer si queremos que Slaughter sea sólo evidencia de un pasado decadente.

El papel del soldado lo representa Franco Rilla. Su gran habilidad para trabajar el cuerpo y la voz le permite construir un personaje sin fisuras, capaz de evidenciar todas las roturas que son consecuencia de la guerra. Leonor Chavarría es Lea. Su fino juego muestra una solvencia escénica que puede sorprender, considerando su juventud. Compone un personaje con altibajos muy buenos. Él, por último, es representado por Sebastián Silvera Perdomo. Su lugar es clave: articula los momentos de mayor tensión y mantiene al espectador al filo de la expectativa.

Slaughter. De Sergio Blanco, dirigida por María Dodera. Teatro Stella D’Italia (Mercedes 1805). Sábados a las 21.00 y domingos a las 19.00.