Nadie va a decir que Costa-Gavras, el director de esta película, carece de prestigio. Sin embargo, su apreciación siempre estuvo atenuada por controversias. A partir de que llamó la atención con Z (1969), fue simultáneamente elogiado y criticado por su modelo de thriller político. En una época en que buena parte de los pensadores de la llamada nueva izquierda tendían a la actitud de modernismo político, pautada por el distanciamiento brechtiano, el desafío estético, la autocrítica y el privilegio concedido a las preguntas por sobre las respuestas premasticadas, Costa-Gavras obtuvo éxito de taquilla con películas de narrativa lineal, que tomaban partidos muy claros, estaban pensadas para captar la adhesión de los espectadores a los héroes y suscitar rechazo por los villanos, y consistían en experiencias fuertemente emotivas. En suma, usaba los recursos que, cuando van asociados a una firme toma de posición política, se suelen denigrar con el epíteto panfletario, por más que sus estrategias de adhesión siempre hayan estado del lado de lo argumentativo (su héroe es admirable porque presenta buenas razones, y no, por ejemplo, porque es sexy, es amado por una esposa dulce y tiene hijitos tiernos).

Hay una gran diferencia entre A puertas cerradas y sus clásicos de los años 1960, 1970 y 1980. En vez de concentrarse en personajes de perfil intermedio, a través de cuya historia vamos desvelando el panorama político que la película se propone mostrar (un parlamentario asesinado para comentar la emergencia del autoritarismo de derecha en Grecia; Dan Mitrione para hablar de la dictadura uruguaya; el padre de un periodista desaparecido para mostrar la dictadura chilena), aquí estamos lidiando con los máximos tomadores de decisiones en una situación internacional. La película muestra las varias rondas de negociaciones del ministro de Finanzas de Grecia, Yanis Varoufakis, durante su breve ejercicio de cinco meses en 2015, para intentar renegociar la deuda de su país frente a la llamada troika europea (un triunvirato integrado por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional).

Quitando esa diferencia, la actitud sigue siendo panfletaria. Esta pobre palabra quedó tan malamente teñida de un sentido despectivo (proceso que tiene un fundamento reaccionario) que cuesta mucho recordar lo que denota: el panfleto es un objeto comunicativo que, sin las complejidades de un ensayo complejo o un tratado, presenta en forma fácilmente entendible un determinado punto de vista en una controversia y busca adhesión a esa causa. Es decir, el panfleto es algo absolutamente necesario en un entorno democrático si uno quiere que la opinión pública participe en las cuestiones que atañen a mucha gente, y se suele realizar además a un costo accesible para quienes no integran la élite. Los siete millones de euros que costó esta película son mucha plata, pero no es un costo exorbitante para una película europea e implica, sin dudas, mucho menos recursos que la campaña mediática predominante que defendió la posición contraria durante el episodio retratado.

Y sí, Yanis (Varoufakis) es un personaje carismático. Es un griego pintún, un outsider de la política pero con ideas claramente de izquierda, se viste con remera y campera de cuero, hace sus traslados extraoficiales en moto. Argumenta bien y siempre parece tener razón. Está preocupado por la gente concreta de su país que la está pasando muy mal con la crisis aguda desatada hacia 2008. El villano principal es un alemán con cara de amargo confinado a una silla de ruedas, como el Dr. Strangelove. Todos los jerarcas con quienes se enfrentan dicen una cosa en sus reuniones privadas con Yanis, y luego algo totalmente distinto en las conferencias de prensa. Costa-Gavras procesa con Yanis el mismo tipo de fantasía cuyo prototipo fue aquel juez interpretado por Jean-Louis Trintignant en Z, es decir, que un funcionario dotado de poder haga –tan sólo eso– aquello que institucionalmente es su cometido, sin plegarse a las reglas no dichas y tan difíciles de entender desde afuera del sistema que suelen hacer que esas personas terminen actuando en forma pusilánime e irresponsable.

Aquí veremos a Yanis, aunque más no sea, dejar en evidencia la hipocresía de las otras autoridades, atreverse a alzar la voz frente al presidente del Eurogrupo o, incluso, echar de la habitación al grupito de economistas neoliberales, retratados con el aire de seminaristas acostumbrados a ser encarados con autoridad porque tienen la palabra de Dios, pero de pronto se ven desvalidos frente a un agnóstico que ostenta su posición en forma convencida (el entusiasmo de la secretaria en ese último momento cataliza el goce del espectador empático). Cuando le plantean que su supuesta intransigencia puede representar la desaparición de la izquierda griega, él dice que esto es, en todo caso, mejor que la alternativa de que la izquierda empiece a hacer una política de derecha, ya que, eventualmente, si desaparece siendo fiel a sus principios, siempre queda la esperanza de que resucite.

La gran diferencia antedicha con los clásicos de hace medio siglo tiene sus consecuencias dramáticas. Aquí nunca pensamos realmente que nadie vaya a asesinar a Varoufakis, o que sus argumentos puedan llevar al castigo personal de los responsables de políticas que, éticamente, podrían tildarse de criminales. Esencialmente, la película consiste en una serie de reuniones de cúpulas en distintas escenografías pero siempre con las mismas caras, tratando asuntos que tienen su grado de abstracción. Es decir, podrá resultar aburrido para quienes no lleguen a operar la conexión con la cantidad de sufrimiento que está en cuestión en esas decisiones, cosa que depende de un esfuerzo del espectador para reconvertir la abstracción en concreción, ya que la película misma no muestra situaciones específicas de pobreza, aprieto, desesperanza. Para quienes logren dar ese paso y tengan presentes situaciones vividas por todos nuestros países en consecuencia del ciclo dictadura-endeudamiento-medidas de austeridad impuestas por la banca internacional, la película dista de ser “poco dramática”, y hay momentos como para hacer hervir la sangre de bronca y otros de gozosa catarsis. Además, no recuerdo otra película de ese tipo que ponga tanto énfasis en el componente cultural y comportamental de esas instancias de tomas de decisión, es decir, que exponga la incidencia de creencias, orgullos, conservadurismos, inercia institucional y otros factores que no son ni siquiera la pura y sencilla (en definitiva, más lógica, dentro de una lógica de egoísmo) ambición de hacer millonadas de plata a costa de una multitud de gente.

Sin haber sido propiamente un director experimental, Costa-Gavras nunca reposó en fórmulas, y cada película suya traduce inquietudes y búsquedas. Quizá algunas de las que aparecen aquí traduzcan esa inevitable incompatibilidad que suele surgir entre las ocurrencias de un octogenario (tenía 86 cuando concluyó esta película) y el sentido común estético de la mayoría. Uno siempre experimenta en función de determinados paradigmas, y pocas cosas pueden sonar más envejecidas que experimentar sobre los paradigmas que no son los “correctos” de las ondas vigentes. Así, esa especie de montaje ideológico chistoso en la escena en que Alexis se dice tironeado como un pez espada, y sobre todo la coreografía de la secuencia final, pueden lucir incómodamente bizarras. Vale la pena excusarlas para vivir el impacto del efecto del final-final de la película, esa decepción que es como una piña en la sensibilidad del espectador, y que pretende sencillamente estetizar y dramatizar la decepción de quienes acompañaron el desarrollo de los acontecimientos contados aquí. Es una decepción emotiva, es una indignación con el mundo, pero nadie va a decir que lo esperaba, y esto siempre es bueno en una película.

A puertas cerradas (Enílikoi stin aíthousa). Dirigida por Costa-Gavras. Grecia / Francia, 2019. Basada en el libro Adults in the Room, de Yanis Varoufakis. Con Christos Loulis, Aléxandros Bourdoumis, Ulrich Tukur. Cinemateca, Life 21, Alfabeta.