En una secuencia de la película Storytelling (Todd Solondz, 2001), los asistentes a un taller literario elogian la lectura de un ejercicio realizado por un compañero que padece parálisis cerebral. Mientras que alguien lo define como el trabajo de “un Faulkner inválido y de la costa Oeste”, otro lo relaciona con la ceguera de Borges y un tercero con el lupus de Flannery O’Connor. Alguien recuerda, al pasar, que John Updike padecía psoriasis. El vínculo entre escritores y enfermedades puede alcanzar los ribetes más inesperados, incorporándose a la obra, enriqueciéndola, limitándola y, eventualmente, impidiéndola. Esa relación entre un determinado padecimiento físico o psíquico y lo que a través de él se crea, desde la primera persona o por intermedio de la mirada ajena, está presente en todas las manifestaciones del arte y ha permitido, saliendo de los terrenos propios de la literatura, la existencia de obras colosales como el disco Magic and Loss (1992) de Lou Reed, inspirado en la enfermedad y muerte de dos amigos del músico neoyorquino, o la película Inime cicatrizate (Radu Jude, 2016), basada en la vida del escritor rumano Max Blecher (1909-1938) y su largo padecimiento por tuberculosis ósea, para mencionar apenas un par de ejemplos.

La breve e intensa vida de la escritora Katherine Mansfield, nacida como Kathleen Beauchamp en Nueva Zelanda, en 1888, y fallecida en Francia, en 1923, a los 34 años, estuvo marcada por los desgarramientos familiares, los desplazamientos geográficos y, a partir de 1918, por la tuberculosis que acabaría con su existencia. Tamaño trajinar no le impidió convertirse en una de las cuentistas más importantes de la primera mitad del siglo XX, autora de un puñado de piezas indestructibles en el género. Basta leer o releer relatos como “Los vestidos nuevos”, “La casa equivocada”, “En la bahía” o “Felicidad” para calibrar la condición de aerolito de su escritura condensada y su particularísimo estilo que, entre otras cosas, llevaron a que Virginia Woolf en su momento afirmara que era “la única escritora de la que alguna vez sentí celos”.

La reciente aparición de los Diarios de Katherine Mansfield, en una cuidada edición de Chai Editora, con una prístina traducción de Florencia Parodi y una emotiva e informativa introducción a cargo de Cecilia Fanti, permiten asistir de primera mano no sólo a las circunstancias de escritura de muchos de los cuentos de la autora sino a la vinculación que mantuvo con un reducido grupo de personas, a saber, su segundo esposo, el escritor y editor John Middleton Murry, que estaba a su lado al momento de morir y que fue el responsable de ordenar y editar sus escritos; su amiga y ocasional amante Ida Baker, que aparece mencionada como L.M.; y su hermano menor Leslie (al que ella llamaba Chummie), con quien mantenía un vínculo muy estrecho y cuya muerte en 1915, en el frente durante la Gran Guerra, permea su escritura posterior.

Si el año 1915 fue clave en la vida y la obra de Katherine Mansfield –un mes antes de morir, su hermano la visitó en Londres, donde ella residía entonces, y compartieron largas caminatas en las que se dedicaron a recrear el pasado común de su infancia en Nueva Zelanda, elemento que se convertiría en materia narrativa en lo que le quedaba de vida–, 1918 no lo fue menos, porque, habiéndosele declarado la enfermedad, comenzaría una serie de desplazamientos entre Inglaterra y Francia en procura de climas más amigables. Los Diarios registran cada movimiento geográfico y exhiben la mirada puntillosa que se detiene en los grandes acontecimientos pero también en detalles nimios, puntuales, que exhiben la riqueza de la percepción de quien crea al observar, como en este pasaje del 25 de abril de 1918: “Cuando uno se asoma desde una roca y ve algo encantador brillando en el fondo del mar, la apariencia se debe al agua cristalina que tiembla y baila, pero ¿quién puede estar del todo seguro de eso? Nadie, y ese grupito de estatuillas chinas sobre el escritorio bien podría haberse espabilado durante una centésima de segundo después de siglos de estar dormidas”.

Finísima lectora, atenta siempre al detalle que sobresalta o altera en una página, en los Diarios se pueden seguir sus intereses bibliófilos, sus apuntes sobre D. H. Lawrence, Henry James, E. M. Forster y su idolatrado Anton Chéjov (“Ay, Chéjov, ¿por qué estás muerto? ¿Cómo puede ser que no podamos conversar en una habitación grande y oscura al final de la tarde, cuando los árboles que se sacuden con el viento tiñen la luz de verde?”), topándose con afiladas reflexiones como esta, anotada en marzo de 1916, mientras leía Los demonios: “¿Cómo puede ser que Dostoievski supiera acerca de ese extraordinario sentimiento vengativo, ese deseo de reírse por lo bajo, que tienen las mujeres cuando sufren? Es algo bien secreto, pero muy muy profundo. Hace que no sientan ni la más mínima piedad por aquel a quien aman”. Y casi de inmediato: “¿Las mujeres de sus libros son felices torturando a sus amantes? No, ellas también están sufriendo la agonía del trabajo de parto. Están dando a luz a nuevas versiones de sí mismas, y nunca tienen fe en su capacidad de salvarse”.

El final de la lectura de los Diarios de Katherine Mansfield invita a alterar el resultado de la famosa operación numérica con la que el escritor chileno Roberto Bolaño tituló uno de sus últimos textos –“Literatura + Enfermedad = Enfermedad”– antes de morir víctima de un cáncer hepático. Cuando el padecimiento no para de crecer, el dolor físico no remite y la medicina se muestra ineficiente, al inevitable final puede imponerse una suerte de triunfo. Como, en este caso, el de la literatura.

Diarios. De Katherine Mansfield. Buenos Aires, Chai Editora, 2022, 312 páginas. Traducción de Florencia Parodi.