El nuevo disco de Ana Prada tiene una apariencia amable: un sonido medio pop, ruiditos de máquinas electrónicas y voces inesperadas como la de Natalia Oreiro. Pero después, cuando escuchás el disco de verdad, te das cuenta de que, por suerte, Ana está en problemas de vuelta.
“Ya será todo de nuevo. No comprendo casi nada, mis precarias ilusiones, tu completa indiferencia”, canta en “Soy corteza”. Esa canción y “A la deriva”, que también grabó, podrían ser las más representativas de su viaje pospandemia.
A las diez de la mañana, carga unos equipos pesadísimos por las escaleras de una sala de ensayo del centro. La otra punta del paquete la sostiene Juli Taramasso, la bajista de la banda que la acompañará la noche del sábado en el Solís.
Ana disimula su mal humor detrás de sus rulos, pero nunca pierde la calma ni los modales. Resopla, dice “ay, Dios mío” y se pregunta en forma retórica sobre la dificultad de los músicos para la puntualidad. La banda ya está casi armada y ella en su lugar exorciza sus enojos con pasos de baile y con su guitarra, cuando toca como despertador-motivador la curva sonora de “Soy pecadora”, la que viene después de “Haber sabido que tu amor me dejaba de este lado, igual me hubiera animado porque no doy marcha atrás”. De cero a mil, el grupo a pleno comienza a pasar las canciones del show.
Otra mañana, también a la diez, está en su casa de Shangrilá, cerca de la playa. Hace un rato se le ocurrió que sería buena idea ir hasta el mar. Desde que se mudó, todavía no fue: “Hoy está divino para caminar por la costa; te cambia la cabeza y la energía”, dice, aunque también se dio cuenta de que esta demora no es nueva: “Cuando vivía en Montevideo, lejos de la rambla, me iba expresamente a caminar por la rambla. Después viví a una cuadra de la rambla, en Barrio Sur, y no iba nunca. Es como que tenés la posibilidad ahí, latiendo, pero no le das pelota. La vida misma”.
Ana creció en Paysandú y vivió años en el campo. A los 20 se vino a Montevideo, anduvo por Buenos Aires, alquiló apartamentos para vivir sola, y en 2014, intentó romper su vínculo urbano y se fue con su colega la cantautora Pata Kramer a una chacra cerca de San Jacinto. “Pero con un hijo, que necesita ir al jardín, nos empezamos a arrimar a la ciudad”, cuenta sobre su actual residencia en Ciudad de la Costa y su maternidad.
Así que también viviste en Buenos Aires.
Tenía un monoambiente en el barrio Monserrat. El restaurante de enfrente abría toda la noche; era parada de taxis. Podías llegar a las cinco de la mañana y pedirte un bife con ensalada. Es como que la ciudad no duerme, no va con los ritmos de la naturaleza. Yo me despertaba con los ruidos de afuera, después de acostarme tardísimo, porque la ciudad palpita y te lleva.
En lugares como el que estoy ahora, en Shangrilá, tenés contacto con el verde, podés mirar el horizonte en el agua y sintonizar con la naturaleza. Igual, reconozco que para componer no me ha servido.
Mis momentos de más creación -o de ponerme en esa búsqueda de confort interno, donde te metés a leer el mundo a través de ti, o a leerte a vos misma, a tus amores, a tus pérdidas- los encontré lejos de la naturaleza, en lugares donde estoy más encerrada. Necesito ese refugio interno. El exterior me resulta tan tentador que siempre se me ocurre hacer algo: caminar al sol, andar entre los animales o arreglar mi casa. En cambio, en esa cosa más chiquita, más sórdida, de no saber cuándo es de día ni cuándo es de noche me encuentro mejor a la hora de componer.
En Buenos Aires escribir canciones me hacía muy bien. Me aliviaba la soledad.
Por lo que contás, los discos de tu trilogía los compusiste en lugares muy distintos de los que pintás en sus canciones.
Sí, tal cual. La primera canción que hice para Soy sola [2006] fue “Amargo de caña”. Me acuerdo de que estaba con gripe, y vivía en un apartamentito en la calle Secco Illa, y en esos estados de vulnerabilidad, sobre todo de extrañar y de nostalgia, también compuse “Soy sola” y “Tierra adentro”. Yo venía siendo intérprete, me gustaba y podía ganarme unos pesos, pero Carlos Casacuberta me vio con esas canciones y así, con su ayuda, empecé a tirar del hilito de la composición.
Ese primer disco fue como sin querer. Iba a hacer un disco de intérprete, estaba trabajando con el cuarteto La Otra, pero necesitaba, quizás por el cambio de década, a los 30, algo propio. Lo compuse como si no fuera para mí. Yo le llevaba las canciones a Carlitos, un tipo brillante y de gran corazón. Era como cumplir ese deber. Siempre agradeceré el tiempo que me dedicó. Las cosas que son como para mí las tiro un poco para adelante. En ese momento necesité de alguien que me dijera: “Vení para acá, todos los viernes me traés una canción”. Eso fue fundamental. Y un montón de gente más que estuvo involucrada, como una pareja que tenía en ese entonces. Así que en Soy sola no estaba para nada sola. Y desde ahí se armó una rutita que sigo hasta el día de hoy.
Después viene Soy pecadora, en 2009.
En ese momento estaba como más pateadora de tarros. Como si fuera una adolescente, aunque ya no lo fuera. Entonces, ya hace más de diez años, salí a decir “soy pecadora” y de repente se me vinieron encima una pila de preguntas sobre por qué había escrito tal o cual canción, sobre mi forma de vida y mi sexualidad. Ahí fue que abrí una puerta más jugada. Ahora ya no asombra, o no se cuestionan esas cosas, pero en aquel momento en las entrevistas me costaba mucho poder hablar de música. Los periodistas iban derecho a preguntarme por los feminismos, la diversidad sexual y qué estaba queriendo decir con mis letras. A veces los paraba: “Hablemos del disco. ¿Lo escuchaste? ¿Te gustó?”.
Y otra cosa que siempre pasa con las mujeres, y no con los varones: parece haber más permiso para preguntas sobre la vida privada. No sé si a Jaime Roos le preguntan sobre su sexualidad. Pero si la entrevista es con una mujer, quieren saber si tiene novio o si está sola; cuesta profesionalizar incluso la mirada.
Igual, yo le puse Soy pecadora al disco porque quería generar un movimiento, decir cosas y tomar esas banderas que después me llegaron. Lo llevo con mucho orgullo y aprendí un montón gracias a ese disco, porque me invitaron a encuentros feministas, escuché testimonios, relatos y leí mucho sobre el tema.
Y cerrás la trilogía con Soy otra, de 2013.
Ese disco se hizo en medio de una vorágine de laburo y de venir tocando mucho. Estaba en el apartamentito de Buenos Aires. Me encanta Soy otra. Es el disco que menos escuchas tiene, pero es un muy lindo trabajo y lo siento como muy de esa banda argentina con la que grabé. Tiene canciones muy valiosas, como una versión de “La entalladita” [de Amparo Ochoa] con un arreglo de Carlos. Ese año también sacamos uno que grabé con Teresa Parodi [Y qué más]. Después pasaron muchos años y en 2021 editamos otro disco con Manu Sija [8 para el 8M].
Una de las características de tus canciones es el uso de las pausas y el cuidado por el sonido que tiene cada palabra. ¿Cómo editás las letras?
Hay un poco de todo. Algunas salen bastante redonditas, chiquitas y dicen lo que querías. En otras hay que aplicar la podadora de metáforas. En este disco nuevo hubo una, “Me hacés falta”, que salió redondita como es; trabajé cada verso como si fuera un haiku y me salió en un rato, un día que estuve sola en una casa en Buenos Aires.
Una de dos: o tenés mucha facilidad para encontrar las palabras justas para un verso, o pasás mucho tiempo buscando.
No busco nada, muy poco. En realidad, cuando conectás con ese lugar de creación -que es como calentar los músculos para antes de entrar a jugar un partido de fútbol hasta que sentís que el cuerpo está en ese lugar- te ponés a tirar cosas, tenés una idea, te enganchás con eso, y ahí empieza a surgir como de una cajita de tesoros una palabra o una frase que escuchás y decís: “Me gusta cómo suena”.
Por ejemplo, “Podría ser” [del disco No] la empecé a escribir después de 2013, cuando mi madre se murió; al principio decía muchísimas cosas desde un dolor muy profundo. Con el tiempo, Pata Kramer, con quien estábamos conviviendo, me ayudó a darle forma a eso que yo quería decir, tomando distancia de mi situación personal. Pasaron muchos años y la grabamos en 2022, incluso terminamos la canción cuando yo ya era madre y termina con “el viento mueve la espiga, cae la semilla en la tierra”, que es Hugo [su hijo], y pienso que mi madre no me vio a mí siendo madre. Esa es una canción muy vegetal, tiene un montón de frases que tienen que ver con la naturaleza, con las lunas, las flores, cosas de campo.
El lenguaje campero está muy presente en tus canciones. ¿Eso te quedó de tu niñez?
Claro. Yo me crié en Paysandú con un padre ingeniero agrónomo que venía de una familia de maestros rurales. Es ese tronco que tenemos en común con los Drexler; somos primos hermanos por el lado de los Prada. Pero el lenguaje campero viene por el lado de mi abuelo materno, que fue gaucho. Yo me crie con mis abuelos maternos, en lo cotidiano. Ellos tenían mucha terminología y cuentos de todo tipo. Primero, yo me iba a los trabajos que papá tenía para andar a caballo. Y después, entre los 11 y los 15 años, viví en el campo. Llegaba del liceo y salía sola a agarrar caballo para irme lejos.
Suena como un espacio de mucha libertad.
Sí, y de muchas situaciones para resolver. El campo está lleno de momentos en los que tenés que tomar decisiones en soledad. Aprendés mucho observando la naturaleza. Tenés la vida y la muerte todo el tiempo; el corderito que nace y muere y después vienen los caranchos. Somos parte de esa belleza potente y cruda de la naturaleza; no es idílica, los animales se comen unos a los otros, los pájaros miran con esa velocidad porque viven con miedo, los teros luchan contra los halcones, los caranchos y los gatos. Todo es un milagro, como que un casal pueda producir tres teritos por camada y que uno de ellos llegue a adulto.
Vuelvo a la ciudad. Te escuché decir en una entrevista que tuviste una época de “desbunde”. ¿Qué te acordás de esos años?
Iba a un boliche que se llama El Uni [Unibar], ahí frente a la Universidad. Había otro que se llamaba La Bastilla y después descubrí, acá en Montevideo, lo que fue el primer boliche LGBTQI+ friendly, digamos, que era Espejismos. Quedaba en la calle Jackson. Entrabas por un túnel y se abría una discoteca maravillosa donde la libertad que había era divina. Después fui con algunas de mis hermanas y estaban encantadas con el lugar. Me decían: “Qué bueno, acá todo el mundo se respeta y ningún hombre te molesta”. También iba a un bar a comer empanadas donde me encontraba con [Eduardo] Darnauchans. Metí mucha noche.
¿En esos años fue que estudiaste abogacía?
Sí, después dejé. Estaba encontrándome a mí misma. Me puse a estudiar guitarra. Profundicé en la obra de [Eduardo] Mateo, de Jaime y de [Ruben] Rada, en la música de Argentina y de Brasil. Después me metí en Ciencias de la Comunicación y mi padre me consiguió una pasantía en CX 30. Yo era un desastre. Tenía que entrar a las seis de la mañana y llegaba a las 11, pero me querían. Ahí había un montón de periodistas que luego hicieron carrera, pero yo no sabía nada, estaba por fuera del mundo. Por ejemplo, Juceca [Julio César Castro] caía todas las mañanas con sus libretos para hacer un radioteatro. Un día dice: “A ver, ¿quién se anima a hacer un personaje de mujer?”, y yo le dije que me animaba. Era malísima actuando, pero me encantaba. Después nos hicimos amigos y de ahí salíamos a comer algo; de noche nos encontrábamos en El Lobizón, con el Darno y con periodistas que trabajan por ahí. Se fumaba muchísimo en esos lugares, pero a mí me encantaba andar en ese ambiente.
Ana Prada presenta No este sábado a las 20.30 en el teatro Solís. Entradas desde $ 300 a $ 1.200, en venta en Tickantel.