“Para vos, ¿yo parezco un monstruo?”, pregunta el tímido Keith a la asustada Tess. Quizá a ella no le parezca un monstruo: su apariencia es la de un tipo “bien”, prolijo, clase media, educado. Para nosotros, espectadores, definitivamente se parece, sí, ya que el actor Bill Skarsgård es el que hizo del payaso Pennywise en la reciente versión cinematográfica de It (2017 y 2019). Todo bien, es una información extradiégesis que no necesariamente el personaje Tess tiene en consideración. Pero lo que ella sí tiene en consideración (y nosotros también) es que los mayores peligros se encuentran allí donde no parece.
La película es inquietante desde los primeros segundos, aun si hacemos caso omiso de la música siniestra, que imita el Requiem de György Ligeti con sus clusters de gritos angustiosos. En una noche lluviosa, llega la muchacha y descubre que el Airbnb que alquiló queda en un barrio casi abandonado, algo siniestro. Para colmo, se encuentra con que, por equívoco (¿o no?), la casa ya estaba ocupada por Keith. Nadie contesta el teléfono de quienes administran la propiedad y los hoteles de la zona están todos ocupados porque hay un congreso. Él le propone que compartan la casa. Ella no tiene mucha alternativa, pero vive esa noche con todas las prevenciones que están cada vez más presentes entre las mujeres, y en especial entre las jovencitas, frente a la conciencia de los horrores que realmente ocurren todos los días a tantas como ellas, factor agravado por las películas que explotan ese terror de maneras imaginativas, desde Psicosis (1960) hasta la reciente (y excelente) Fresh de Mimi Cave (2022). ¿Ella puede arriesgarse a tomar el té que él le preparó? ¿O el vino que le sirve? Uy, la cerradura del cuarto en que le tocó dormir es medio enclenque...
Hablando de Psicosis, al igual que en ese clásico de Alfred Hitchcock, hay una vuelta de tuerca radical, más o menos en el mismo punto del metraje, y es como si la película volviera a empezar. No es la misma vuelta de tuerca exactamente que en Psicosis, porque eso hubiera sido demasiado predecible, aunque sí involucra a una madre vieja. El desconcierto que provoca es equivalente. Luego la película es una serie de sorpresas tremendamente bien urdidas. Algunas explicaciones científicas están cerca de lo risible, pero eso termina entrando en el juego, porque la película es bienhumorada (otra cosa que tiene en común con Fresh). Nos reímos de unos toques cómicos, y nos reímos de nosotros mismos que saltamos de la silla, de susto y de angustia, aun a sabiendas de que estamos ante una ficción proyectada en una pantalla. Hay distintas situaciones en que vislumbramos una posible salvación, sólo para que nuestras esperanzas se deshagan y haya que buscar alguna otra vuelta.
Es curiosa la manera en que se procesa una diversidad de ansiedades en Bárbaro. Está el temor al potencial violador psicópata o asesino serial sádico, y vibramos ese miedo o terror junto a Tess en su noche bajo el mismo techo con Keith. Está también la aporofobia, manifiesta cuando un mendigo corre a abordar a la muchacha mientras ella intenta abrir la puerta, y qué feo constatar que los propios mecanismos de seguridad de las casas son los que enlentecen nuestra posibilidad de entrar en ellas para protegernos de las amenazas del exterior. Vivimos el miedo primario a los sótanos, pasillos oscuros, escaleras que descienden sin que uno vea bien qué hay abajo -y sí, habrá una tipa solita y desprotegida que se verá en la contingencia de tener que explorarlos, nada más que con la luz de la linterna de su celular-.
Vivimos en la piel de otro personaje, un actor, la situación también espantosa de verse cancelado y arruinado de un minuto al otro cuando se difunde una acusación de violación, más allá de que sea válida o no. Vivimos la opresión espantosa de estar sometidos a una madre ansiosa por brindarnos cuidado y sobreprotección y con el poder de aprisionarnos. (La canción de los créditos finales es “Be My Baby”, una alusión a esto en clave de humor negro). Vivimos la exasperación impotente y la angustia desvalida de depender de una Policía precariamente equipada y que cumple su función con displicencia, culpabilizando a la víctima en vez de protegerla, y finalmente dejándola tirada. La víctima en cuestión, a su vez, vive en la propia piel el otro costado de la aporofobia, ya que en el momento en que intenta hacer la denuncia se encuentra sucia, desposeída de bien alguno, desprovista, por lo tanto, de los recursos que la convierten en una persona respetable.
Está la aprehensión hacia el vecino taciturno, solitario y de hábitos un poco raros. La caracterización del barrio es sensacional, una especie de suburbio reducido a ruinas, con la vegetación comiéndose las casitas de lo que, hace unas décadas, era la imagen misma del american dream, y esto es otra ansiedad más: la posibilidad de decadencia aun en el marco de aquello que parece encarnar la seguridad, la estabilidad. Hay un momento que procesa el mismo tipo de aflicción que algunas escenas de Tiburón (1975) y Parque Jurásico (1993), en que una persona está intentando escaparse por un agujero, pero vemos la imagen desde atrás, de sus piernas prontas para ser agarradas, mientras la cámara-victimario se le acerca velozmente: ¿escapará? Y hay, además, varios sustos y una cantidad bien administrada (no excesiva, pero concentrada y contundente) de violencia y gore.
La película está hecha con recursos económicos modestos. No parece haber muchos efectos digitales, una suerte, ya que no hay nada peor que efectos digitales precarios. Sí hay uno buenísimo, justo al inicio, cuando la cámara pasa a través del vidrio empañado de la ventanilla del auto para presentarnos a Tess, cuando está llegando a la casa que alquiló. El trabajo de cámara en mano es muy sabio e inteligente, así como el empleo de motivos, de detalles inquietantes memorables. La música, aparte de la imitación de Ligeti, tiene un detalle creepy en la explotación de un efecto tipo disco rayado, quizá inspirado en la escena del hospital de El padrino (1972). Un momento especialmente ingenioso es cuando AJ está tomando las medidas del sótano y, de pronto, se da cuenta de que ya no es él quien está estirando la cinta métrica, que alguien, desde la oscuridad, la está tirando y desenrollando. La película prioriza, en forma evidente, el entretenimiento, jugando con el extraño goce de sufrir el terror. Sin perjuicio de ello, hay un marco ético-conceptual asumido y que coincide con ciertas premisas de la era #MeToo: hay un violador en la raíz de todo el mal, y el otro personaje, acusado de violación, se muestra, a la larga, egoísta y falto de empatía con los demás. Es decir, lo más probable es que haya realmente perpetrado la violación, sin siquiera percatarse de ello.
Bárbaro (Barbarian). Dirigida por Zach Cregger. Estados Unidos, 2022. Con Georgina Campbell, Justin Long, Bill Skarsgård. En varias salas.