Esta película es un noir psicológico (o thriller psicológico), variante de policial que tiene una importante tradición en la Europa francófona, representada sobre todo por el novelista belga Georges Simenon (1903-1989). El interés con respecto a qué ocurrió (solución de una investigación) y qué pasará se reparte con dilemas morales, clima, drama personal. Ese tipo de relatos suele apartarse de los distintos esquemas convencionales asociados a las historias de policías y criminales, de manera que una de las fuentes de interés y emoción es el despliegue inesperado de los elementos estructurales de la narración.
Es muy difícil comentar determinados aspectos de esta película para espectadores que no la vieron y pretenden verla, justamente porque discutirlos implica adelantar revelaciones que son parte importante del juego. Intentaré comentar esos aspectos de una manera medio elíptica que, creo yo, no va a estropear la sorpresa (aunque me impide argumentar más sólidamente algunas de las apreciaciones).
En el pueblito de Olloy-sur-Viroin (menos de 1.000 habitantes, en la Ardenas belga), el 25 de diciembre de 1999, la gente se encuentra reunida para emprender, conjuntamente, la búsqueda de un niño de seis años que desapareció un par de días antes. Viene entonces un extenso flashback en el que, acompañando sobre todo al púber Antoine, vecino del niño desaparecido, nos enteramos de qué ocurrió. La historia luego salta a 15 años después y apreciamos consecuencias a largo plazo de lo ocurrido en 1999, con elementos de suspenso que persisten hasta entonces.
La historia es interesante. Está empañada, sin embargo, por algunas cuestiones de verosimilitud y de estilo. Lo de la verosimilitud tiene que ver, primero, con que Antoine, para un gurí de 12, bien educado y que parece ser inteligente y apto, actúa de una manera medio pasada de boba. Esa bobera se manifiesta en el momento en que tiene que tomar una decisión especialmente crítica, y también, habiendo tomado la decisión menos sensata, en lo que hace en los días siguientes. Siempre tiene poca gracia cuando una historia de ese tipo se basa en burradas, y sobre todo si la película no las trata como tales, es decir, si la condición de burro no se plantea como parte del drama. Otro aspecto inverosímil es que tendríamos que suponer que la medicina forense francesa realmente opera milagros con las conclusiones a las que llega a partir de un cadáver que estuvo a la intemperie durante 15 años en un lugar no helado. Que concluyan, por la osamenta, que la persona fallecida sufrió un golpe fatal en la cabeza, parece lógico, pero ¿de qué herramienta disponen, luego de tanto tiempo, para concluir que el cadáver fue arrastrado, o para concluir que el golpe que le fracturó el cráneo fue el único que sufrió?
Con respecto a lo estilístico, la película tiene unos dejos “televisivos” (en la acepción despectiva) que la abaratan, aunque el reparto incluya a una gran actriz, a esta altura de relevancia histórica, como Sandrine Bonnaire. La música es sobreexplicada, insistente, consiste en una andanada de clichés y está hecha toda con sintetizadores y samples (no por pretender una sonoridad electrónica, sino como una especie de emulación barata y berreta de algo que parecía pretender sonar como una orquesta). El criterio ese de movimientos de cámara suaves y gratuitos en la mayoría de los planos hace pensar en propagandas de hoteles o de restoranes. La presentación de varias situaciones es medio primaria: la mirada de ternura de la mamá de Rémi cuando lo despide (ama a su hijo), Rémi leyendo un texto básico sobre la sexualidad mientras Antoine coquetea con Émilie (ops, aflora la sexualidad), las miradas que entrecruzan Antoine y Émilie (oh, se gustan).
La iluminación y decorado del hogar de Antoine, mientras todo corre bien, parecen de propaganda de cereales, con pancito en la canasta de mimbre, luz cálida difusa y tonos apastelados con predominio de lo anaranjado-amarronado (qué entorno más acogedor y apacible), pero contrasta con la figura de Kowalski (quien pronto se convertirá en el principal sospechoso del crimen), cuyo rostro, en un entorno oscuro, queda góticamente iluminado por el yesquero con el que prende el cigarro. ¿Será que realmente, en las iglesias del interior de Bélgica, la gente se reúne en Navidad para cantar “Noche de paz”, aun si el cura es tan pusilánime que es incapaz de tener reacción alguna cuando el padre del niño desaparecido tiene una crisis nerviosa en plena misa?
Por suerte, luego de que los personajes crecen, la música mejora. Se ve que el compositor tenía la noción de que las acciones con niños se musicalizan con música boba. Por otro lado, las situaciones que se arman son interesantes, y son bastante terribles. Antoine metió la pata seriamente cuando tenía 12, pero dada esa premisa, ahora, ¿qué podría hacer? No hay respuesta fácil. Y luego hay una secuencia tremenda que involucra una catástrofe, que contribuye a torcer el destino de todos los personajes y que constituye una secuencia bien intensa. Queda claro que la historia fue creada alrededor de ese evento, que no es ficticio, sino que es un hecho histórico y tiene una fecha precisa. Es interesante percibir (en una forma que no está enfatizada, es uno de los pocos rasgos sutiles de la película) la manera en que el reencuentro de Antoine con Émilie, la realización de su amor y deseo de adolescencia, junto a la alegría le trae también el dolor del pasado, muy vinculado a su decepción, 15 años antes, con Émilie. El desenlace es ahogadamente amargo.
Así que, si uno hace la vista gorda a las inverosimilitudes mencionadas y el estilo medio pelo, la película ofrece distracción por un par de horas, disfrute de bonitas imágenes de un pueblito belga con casitas de piedra y bosque bien verde, bonitos niños rubios, y quizá material para discutir durante unos 20 minutos.
Tres días y una vida (Trois jours et une vie). Dirigida por Nicolas Boukhrief. Basada en novela de Pierre Lemaitre. Bélgica/Francia, 2019. Con Pablo Pauly, Jeremy Senez, Sandrine Bonnaire. En Cinemateca y Life 21.