Uno de los recuerdos más antiguos que tengo –esos recuerdos tan primigenios que posiblemente hayan sido imaginados a partir de las narraciones de los mayores– es el de la casa de unos gallegos que vivían pegado a la nuestra durante mi tempranísima infancia en La Coruña. Las imágenes son escasas, apenas un desván vacío y un camino de piedra laja emergiendo del pasto como hocicos de cocodrilos. Pero lo que aúna a estas imágenes dispersas es la historia de esa familia peleándose por diversos adornos de la abuela el mismo día de su muerte. Una imagen –de nuevo, posiblemente falsa– de dos hermanos que se gritan mientras tironean de las respectivas asas de un jarrón de porcelana. Esta imagen siempre quedó conmigo, un poco como advertencia o prejuicio sobre el temperamento materialista de los gallegos, pero también como los bizarros escenarios que desencadena la muerte de alguien. Cuando me enteré de que murió Godard, pronto la imagen de aquellos hermanos devenidos en buitres volvió a mí. El jarrón era Godard: yo creía que tironeaba de una de las asas tratando de hacerme del botín que se quería llevar otro crítico (Guilherme de Alencar Pinto o Roberto López Belloso en esta edición, pero cuántos otros a lo largo del mundo), y pronto me di cuenta de que del otro lado del jarrón había otro, pero ese otro no era más que yo, otra versión de mi amor hacia Godard.

Escribir sobre Godard siempre guarda esa tirantez, esa dualidad llena de trampas. El primer rescate podría ser emocional, aquello que me hizo enamorar de Godard antes de saber por qué. Godard había dicho en una entrevista que los fundadores de Cahiers du Cinéma y la Nouvelle Vague, mucho antes de ver las películas que los enamorarían, ya se habían fascinado con ellas a partir de lo que otros críticos habían escrito; a mis 16 yo tenía intuiciones sobre lo godardiano antes de ver a Godard. Dar con las copias de sus películas en VHS trajo un extraño acto de fe: uno ve películas para encontrar algo y sabe que eventualmente lo va a encontrar, pero cuando lo encuentra es tan increíble que no sabe qué era lo que esperaba encontrar en primera instancia.

Así de sencillo fue, al principio, con todas las películas de Godard: À bout de souffle era para mí un documental sobre la mujer de pelo corto más linda que haya existido en el mundo, Bande à part era la reinvención de Chaplin y Vivre sa vie era la reinvención del mejor primer plano de la historia del cine. Y a su vez, Alphaville tenía a Anna Karina bajando por las escaleras con un vestido peludo que daba ganas de dormirte en él y Weekend tenía una colección de autos destrozados que parecían instantáneas de Enrique Metinides (fotógrafo mexicano de crónica roja) elevadas a una máxima condición barroca.

En fin, las imágenes por las imágenes. En una entrevista realizada por Frédéric Bonnaud y Arnaud Viviant, Godard dice: “La televisión nunca reveló nada, siempre son los periodistas los que lo hacen, a través de la escritura. De las películas de Hitchcock, por el contrario, nos acordamos tan sólo de la imagen, de la arena en la botella de Notorious y no de lo que Ingrid Bergman fue a hacer a Río: es la imagen la que sostiene al resto”.

Para la inmensa mayoría de los cinéfilos, el recuerdo de las películas de Godard corre por estos mismos carriles: se recuerda más un objeto, un rojo, un azul o un blanco, una forma de irrupción de una canción, un intertítulo, una danza o un puñetazo que el texto que subyace. Sin embargo, este peso de las imágenes a veces traicionó su proyecto. Los recursos visuales que utilizó para destrozar al cine (el falso raccord, el reensamblaje) terminaron recortándose, volviéndose una mera tarjeta de Pinterest sobre la magia de los franceses, su charme y su estilo (pienso en ese fotograma compartido hasta la náusea en Instagram con Anna Karina diciéndole a Jean-Paul Belmondo en Pierrot le fou “porque me hablas a mí con palabras y yo te miro con sentimientos” y me dan ganas de destrozar la pantalla del celular).

Toda la obra de Godard es una espiral entre teoría y placer plástico puro, en la que cada giro es un bucle más de un filamento que concentra el calor de una resistencia al rojo vivo. Y, más que con ningún otro director en la historia del cine, estas espirales contienen la paradoja de un proyecto que une la salvación con la destrucción del cine: el amor a los auteurs yanquis, toscos y vitales, en los comienzos de Cahiers du Cinéma versus el odio a Hollywood como cuchilla afilada de esa picadora de carne cultural de Occidente.

Al volver a ver varias películas de Godard llegué a un extraño descubrimiento: durante mucho tiempo yo había pensado sus historias a partir de sus personajes, cuando en realidad siempre, como sucede en los sueños, todos los hombres y las mujeres, las tramas y las subtramas que aparecían en pantalla eran más bien máscaras de distintos fragmentos: dimensiones del mismo director. Así, en sus películas, toda historia de amor y toda historia de odio es la historia de su amor y odio hacia el cine.

Durante largo tiempo guardé en mi memoria una entrevista infame en la que reunieron, luego de muchísimos años, a Godard con su antigua pareja y musa Anna Karina. En el encuentro hay algo perturbador y contrapuesto, que sin embargo conserva una extraña potencia metafórica: en el set de televisión Anna Karina está muy lejos de la belleza que exhibió en sus años de estrellato; tiene esos dientes amarillentos que sólo tienen los franceses adictos a los Gauloises, un sombrero algo estrafalario y unas cejas frágiles que parecen gotear hacia sus ojos. Es una vejez prematura que arreció al poco tiempo de dejar de filmar con su expareja, como si hubiese caído sobre ella una maldición, como si el cine de Godard hubiese sido su propio retrato de Dorian Grey. Godard, por el contrario, tiene la ventaja de esos hombres que nacieron viejos; ya en sus primeras películas las entradas avanzaban por su frente como un ejército de hunos que echan sal sobre el suelo de los terrenos conquistados, pero de alguna forma quedó extrañamente momificado, por décadas, en sus cincuenta y pico.

El entrevistador en un momento busca una verdadera conexión entre los invitados y uno percibe que Anna Karina se anima a tenderle la mano, pero Godard nunca devuelve el gesto: al preguntársele por su relación, él dice que ella fue una estrella y una figura a la que recurrió en un momento de su vida, queriendo imitar a directores que él admiraba, como Joseph von Sternberg con Marlene Dietrich. Y agrega: “Pero esas películas no se podían realizar en la vida y las cosas no llegaron a ir muy bien”. Los ojos de Anna Karina comienzan a empollar las lágrimas que están por derramarse en sus mejillas y llega la estocada final: el entrevistador le pregunta si se puede volver a ser feliz luego de una relación tan intensa y Godard responde: “Creo que se puede ser aún más feliz”. Anna Karina se levanta y dice: “Discúlpenme, pero me voy a ir a llorar a mi casa”, los solaperos generan un breve acople y Godard extiende, ahora sí, una mano que nunca llega a destino. La cámara se queda en él, solo, solo en su dimensión más ontológica, pero él simplemente se queda en su lugar, sonriendo, con su estúpida bufanda.

Durante mucho tiempo los annakarinistas tuvieron en esa imagen algo así como la escena originaria que determina con cuál de tus padres vas a pasar tus vacaciones luego del divorcio. Por años tomé esta imagen como la base de lo forro que era Godard, pero recién ahora doy con esa extrema verdad de su vida, de que nada fue personal o que, más bien, todo lo personal tuvo que ver con el cine y no con las personas.

Así, la primera vez que uno ve El desprecio piensa que es simplemente una historia hiperestilizada sobre una pareja que entra a odiarse. Sin embargo, El desprecio es un juego de cajas chinas. En lo más epidérmico es una película sobre un escritor (el personaje de Paul, que también es Godard) que al vender su integridad al cine se gana el odio de su mujer (Camille, que es Brigitte Bardot, pero que también es una forma cifrada de Anna Karina). Pero, más allá de esto, El desprecio es también la historia de una fallida e imposible adaptación cinematográfica de la Odisea. Ahí, con Fritz Lang (haciendo de sí mismo) como director del film, El desprecio se convierte en el viaje de Odiseo hacia su isla originaria de Ítaca y todos los males que acechan en el camino. Y en aquel viaje Odiseo es Paul, que, como dijimos, es Godard, y que como tal encarna a ese nuevo cine de la Nouvelle Vague, mientras que Camille/Bardot/Karina es Penélope, que a su vez representa Ítaca, ese antiguo cine de sus amores y su juventud, al que ya no se puede volver.

Alrededor de una Cinecittà ruinosa que parece poner en superficie la crisis económica que atravesaba el cine estadounidense de esos años (1963), en la escena final del film tenemos una película dentro de la película: se dan indicaciones para filmar a Odiseo reencontrándose con la isla de Ítaca, pero la cámara de Raoul Coutard filma hacia el mar y no hay isla, no hay nada más que agua en el horizonte. No hay hogar al que volver, el camino se perdió. Dice Fritz Lang en un momento: “El cinemascope es ideal para filmar serpientes y cortejos fúnebres”. El desprecio, filmada en glorioso y mórbido cinemascope, es una filmación sobre el entierro del cine.

Toda la obra de Godard circula obsesivamente alrededor de esta oda y funeral del cine, porque el cine para él es, más que un dispositivo, la historia misma del siglo XX, y la historia del siglo XX está marcada por ese pecado original, ese abismo infranqueable que es el de la representabilidad y la irrepresentabilidad de los campos de exterminio. Tal como dice Jacques Rancière que dice Godard en Historia(s) del cine, “el cine es culpable de no haber filmado los campos en su tiempo; es grande por haberlos filmado antes de su tiempo, es culpable de no haber sabido reconocerlos”. Esta función profética y fallida es la raíz de gran parte de las contradicciones, de ese amor y (auto)odio que Godard tenía con respecto a su obra y dispositivo. Uno puede, nuevamente, recurrir a los chismes, a su autoinmolación artística con el Grupo Dziga-Vertov o a la mezquindad de las cartas llenas de odio entre él y Truffaut, pero en el fondo siempre había algo más profundo, que era la realidad de un hombre que sólo se asumía como médium de algo mucho más grande que él, que era el cine, la Historia con mayúscula contada por el dispositivo cinematográfico. Hacer películas como quien agarra aquel jarrón de la abuela y lo rompe para ver qué hay adentro, cortándose los dedos al juntar los añicos. Así, en un momento Godard le sugirió a Henri Langlois dinamitar la Cinemateca Francesa; le dijo que podía salvar dos o tres películas para quedar en la historia como el que las salvó del desastre.

La crítica Pauline Kael nunca fue la más fiel defensora de Godard, pero escribió, al reseñar Weekend, posiblemente una de las piezas más claras sobre las puertas que abría y cerraba tras de sí: “Pero cuando se trata de Godard, sólo lo puedes seguir y ser destruido. Otros cineastas ven la temeridad, la velocidad y la extravagancia de su complejidad; son conscientes de ello todo el tiempo, lo aman y, por supuesto, tienen razón en amarlo. Pero no pueden caminar detrás suyo. Tienen que encontrar otras formas, porque él ha quemado el suelo”.

Su decisión de morir de forma asistida a los 91 años no es más que la culminación (¿o un nuevo montaje?) de una gran obra de reescritura, reconstrucción y destrucción, porque, como dijo Godard, “el arte es como el incendio / nace / de lo que él quema”.