Palestina, Vietnam, Sarajevo, América Latina, las calles de París y las fábricas de Europa. Todos los campos de batalla política fueron escenarios del cine de Jean-Luc Godard. Lo que había filmado ayer lo tomaba después y lo torcía como un trapo para dejar que gotearan sus ideas densas y provocadoras. Así, con esa hélice, evitó que el arte fuera un barco encallado en la comodidad del pensamiento (y al revés también).

Una mujer libanesa mira de frente a la cámara, que la enfoca en un primer plano. Habla del honor que implica estar embarazada y “dar un hijo a la revolución”. De pronto, la narración se interrumpe y se cuela en la banda sonora una voz masculina que le da indicaciones sobre cómo actuar. Es entonces que un metanarrador nos explica que la mujer ni es libanesa ni está embarazada. Que es una militante en favor de la causa palestina que presta su voz y su imagen para esa causa. Después de haber cuestionado con dureza la política de Israel en Oriente Medio, cuestiona el modo en que se construyen y consumen los mensajes, incluso los contestatarios.

La escena forma parte de Ici et ailleurs (Aquí y en otras partes, 1976), una de las películas más importantes del “cine político” de Jean-Luc Godard, dirigida en conjunto con su futura esposa Anne-Marie Miéville. No sólo implica un ajuste de cuentas con el lugar desde donde la izquierda europea mira hacia los conflictos del Tercer Mundo, sino también un ajuste de cuentas con su propio “cine político”. Así, entre comillas, porque es difícil encontrar un film de Godard que no lo sea. Sin embargo, es usual identificar de este modo el período que va de 1967, cuando filmó La chinoise, hasta 1976, momento en que realiza Ici et ailleurs. Sus años maoístas, podría decirse de forma simplificada. Una época en la que Godard, en la gran mayoría de sus películas, licuó su identidad dentro del Grupo Dziga-Vertov, que también integró su colega Jean-Pierre Gorin.

Antes de esa etapa ya había realizado, por ejemplo, Le petit soldat (El soldadito, 1963), prohibida en Francia durante dos años por el modo de abordar la guerra de Argelia. Pero también había lanzado sus dardos contra la sociedad de consumo en sus múltiples aristas, en especial en Pierrot le fou (Pierrot el loco, 1965). Pero es con La chinoise que comienza su explicitación maoísta. Estamos, todavía, en el terreno que Jacques Ranciére llama “la teatralización maoísta del marxismo”, pero ya es el Godard que se deja iluminar por Mao Zedong.

La mirada de Althusser

En el ambiente político-intelectual de la Europa occidental urbana de capas medias, es decir, lejos de los campos de sorgo y del aceite de las fábricas del Tercer Mundo, a la contradicción entre capitalismo y socialismo le había nacido un apéndice: el reflejo de la tensión entre China Popular y la Unión Soviética. Tuvo una de sus explicaciones más serias en el artículo “Sobre la revolución cultural”, que Louis Althusser publicó sin firma en Cahiers Marxistes-Léninistes (Cuadernos marxista-leninistas, noviembre-diciembre de 1966). Era una suerte de resumen, con espesor teórico, de la pulseada entre revisionismo y revolución que en todo el mundo estaban planteando “los chinos” y que, como corresponde, llegó casi de forma instantánea al Río de la Plata. No era fácil mantener ese debate al interior de la “izquierda oficial”, ejemplificada en el Partido Comunista Francés, un PCF que se mantendrá como “villano” en el corpus godardiano. Sin embargo, postulaba en sus papeles Althusser y retomaba en celuloide Godard, no se puede entender por completo a Antonio Gramsci, y sus ideas sobre la hegemonía cultural y la guerra de posiciones, sin entender a la vez a Mao.

Podría incluso trazarse un paralelismo entre la deriva intelectual de Althusser y la de Godard, para encontrar, en los momentos de autocrítica del pensador, un prólogo a los giros en la estética del cineasta. Ambos en un oleaje sensible y cerebral que los acercaba y alejaba del gran timonel asiático. Pero esa operación resulta insuficiente para dar cuenta del complejo y rico magma intelectual en el que estaba sumergida la sociedad francesa de ese tiempo. Más fecundo es tomar la torsión que usa Alain Badiou para leer la trayectoria de Althusser y aplicársela a Godard.

Si la filosofía era para Althusser un mecanismo para registrar la condición política de su tiempo, la “torsión” althusseriana permite afectar, a su vez, ese mecanismo de registro por lo que se está registrando. Una operación que se volvería parte del “chocolate por la noticia” de las ciencias sociales cuando se piensen a sí mismas. El uso del verbo “registrar” por parte de Badiou ya sugiere un parentesco inevitable. ¿Alguien puede resistir la tentación de sustituir Althusser por Godard y filosofía por cine? Sí, Godard podía. Eso se desprende de Un año ajetreado (Anagrama, 2013), la crónica de ese tiempo escrita por quien era su compañera en el cine y el amor, Anne Wiazemsky, una de las protagonistas de La chinoise. Al cineasta le desagradaba la popularidad de Althusser, al igual que la de Jaques Lacan y Michel Foucault: “Estaban de moda y ello era suficiente para que le resultaran sospechosos”. Por eso en su película de los maoístas de apartamento prefirió colocar a Francis Jeanson, un pensador que, al comprometerse con la lucha argelina por la independencia, no había desdeñado la práctica. Jeanson dialogaría en un vagón de tren con la joven militante interpretada por Anne Wiazemsky. No habría guion. Jeanson tendría que reaccionar a las palabras que le iría planteando Anne, que en parte improvisaba y en parte recibía del director en tiempo real mediante un dispositivo de comunicación. Godard no dudaba en usar su película como campo experimental y no sólo como controlada herramienta. La torsión de Althusser se volvía cada vez más godardiana.

En brazos del colectivo

Luego de La chinoise, y de la polémica alrededor de La chinoise, a la que se había criticado por ensalzar al maoísmo ridiculizando a los maoístas, llega la performance definitiva: mayo de 1968. Aquí Godard no se escuda detrás de la cámara. Algo de eso puede verse en una mediocre película de 2017, La redoutable (de Michel Hazanavicius, conocida en español con el título aún peor de Godard, amor mío), que toma como base el período que cuenta Anne Wiazemsky en su libro. Más interesante es recurrir a las filmaciones que se conservan de la ocupación del Festival de Cannes de 1968 efectuada por varios cineastas, entre ellos nuestro héroe.

Aquí es que Godard se despide por un tiempo de sí mismo y se funde en una grifa que llama Grupo Dziga-Vertov. La referencia es directa. Lo que aquel soviético nacido en Polonia había hecho con el cine documental, revolucionándolo desde la cuna en El hombre de la cámara (1929), este suizo nacido en Francia quería hacer con el nuevo cine político. Inventándole, si era necesario, una nueva cuna. Era una postura estética, pero a la vez política. Si en algún otro momento de la historia moderna se había vivido la frescura y el ímpetu de percibir como posibles todos los sueños, como estaba ocurriendo en ese mayo francés, ese otro momento había sido el de los primeros años del octubre soviético. La versión parisina duró menos. El aliento insuflado a la cultura por la toma del Palacio de Invierno de 1917 pudo mantenerse hasta el suicidio del poeta Vladimir Maiakovski, ocurrido en 1930, el mismo año del nacimiento de Godard. En cambio, el colectivo Dziga-Vertov se extinguió en 1972, cuatro años después de haberse formado.

Antes de expirar, el grupo hace el intento de salvarse. Abandona los pequeños documentales con personajes anónimos y realiza una ficción con dos grandes estrellas: Yves Montand y Jane Fonda. Se trata de Tout va bien (1972), en la que los villanos son la patronal, los sindicatos cercanos al PCF y los medios de comunicación. Es un canto de cisne. Más godardiana que vertoviana, esa búsqueda de la masividad se vuelve un camino sin salida. El grupo intenta rizar una vez más el rizo y produce un último film, Carta a Jane (1972).

Esta antipelícula de casi una hora de duración en la que casi no hay nada más que un manifiesto leído sobre una foto fija de Jane Fonda en Hanói es uno de los artefactos más importantes de la conceptualización del Godard de esos años sobre el cruce entre cine y política.

A partir de desmenuzar semánticamente una imagen tomada por Joseph Kratz y publicada por L’Express en agosto de 1972, Godard y Gorin se alternan en la banda sonora para pensar esta encrucijada. Dicen que esa foto “es una respuesta práctica de los norvietnamitas, no de Jane [Fonda], a la pregunta ¿qué papel le cabe al cine en las luchas revolucionarias?”, lo cual es una parte de otra interrogante mayor, “¿de qué forma los intelectuales deben tomar parte de la revolución?”.

En esa hora ponen todo en cuestión: el punto de vista técnico de las cámaras (desde el contrapicado en que se enfoca a Fonda hasta el picado en que se muestra a los vietnamitas que la rodean), la política del foco, los roles de género, la raza, la clase, la gestualidad de la actuación, los mecanismos de distribución, el star system. Al cuestionar todo eso y ponerlo de modo explícito en sintonía con Tout va bien, concluyen: “Por una vez tengamos el coraje de decir que no hay nada que decir”. Y así el Grupo Dziga-Vertov se extingue.

Regreso a sí mismo

Godard vuelve a usar el nombre Godard. Más allá de preguntar de nuevo, con toda la retórica a cuestas, si acaso no hay toneladas de política en las vidas rápidas de Prénom Carmen (1983) y en el revulsivo teológico de Yo te saludo, María (1985), hay todavía dos películas que deben mencionarse de modo especial en su filmografía que, en sentido muy encasillado, podríamos llamar “política”. Por razones obvias hay que situar aquí Film Socialisme (2010), bastante fallido en términos comparativos con el resto de su obra, pero, sobre todo, Alemania año 90 nueve cero (1991).

Aquí ajusta cuentas con el fin de la historia y, en cierto subtexto, con impaciencias propias. Además de una clara referencia a Alemania, año cero (1948), de Roberto Rossellini, destaca una autorreferencia consciente del lugar de sus películas en el Olimpo del cine (Godard ya superó los 60 años). Es la reaparición de Lemmy Caution, el personaje que Eddie Constantine inmortalizó en Alphaville (1965). Al colocar ese raro film de ciencia ficción godardiana en sintonía con el de 1991 podría pensarse, incluso, en una intuición de futuro sobre lo que se está perdiendo al perderse la galaxia realsocialista. Autocrítica de anticipación pero sin dar el brazo a torcer, como sólo Godard podía pergeñar.

Después de haber hecho en 1967 su Cámara ojo (en el que parte de la guerra de Vietnam para reflexionar en diez minutos sobre el cine y la realidad latinoamericana, entre otros asuntos) y luego de haber filmado en 1996, junto con Anne-Marie Miéville, Yo te saludo, Sarajevo (sobre la guerra de los Balcanes, con un cuestionamiento general sobre la idea de Europa), queda en el helás saber qué hubiera podido filmar a partir de la “operación especial” rusa en Ucrania, en una película hipotética de 2025 (para seguir el ritmo de 30 años menos uno que separa sus films sobre guerras). Una lamentación llena de egoísmo de quienes quisiéramos tenerlo siempre a mano, como una máquina de torsión permanente. La hélice que mueve el pensamiento crítico.