Hay una corriente de opinión bastante expandida que sostiene que Leonardo Di Caprio (1974) es el mejor actor de su generación. Los motivos para semejante muestra de admiración hay que buscarlos en su principal herramienta actoral: Di Caprio es intenso, y como tal, deslumbra. Es buen actor, seguro, pero sobre todo es intenso, y la mejor muestra de esta característica es la cantidad de memes que circulan con sus expresiones. De hecho, es difícil encontrar un momento en su carrera en que haya interpretado a un personaje apacible desde What's Eating Gilbert Grape (¿A quién ama Gilbert Grape?, Lasse Hallström, 1993), donde interpretaba a un adolescente con discapacidad intelectual leve. A partir de ese momento se paró en la banqueta de la intensidad y no volvió a bajarse. Sus admiradores destacan que es tan profesional que contrata un coach de actuación para construir sus personajes, obviando el hecho de que la real función del tal coach es bajarle las revoluciones cuando se trata de un personaje que tiene que hacer cosas menos dramáticas que agarrarse a las piñas con un oso.
El gordo y el flaco
Quienes sostienen la supremacía de Di Caprio probablemente no hayan visto ninguna película de Christian Bale (1974), o al menos no han seguido su filmografía. Luego de su primer papel importante en Empire of the Sun (El imperio del sol, Steven Spielberg, 1987) Bale comenzó a ganar una fama de galancito que mucho no lo convencía (llegó a tener su propia asociación de fanáticas, las Baleheads, a fines de los 80 y aún en actividad) y pronto empezó a buscar papeles más arriesgados: el periodista que investiga el mundillo glam en Velvet Goldmine (Todd Haynes, 1998) o el yuppie asesino de American Psycho (Psicópata americano, Mary Harron, 2000). En 2005 aceptó el papel de Batman en la trilogía de Christopher Nolan, gigantesco, masivo, un compendio de músculos del tamaño de una puerta… que menos de un año antes había aparecido en una película independiente, The Machinist (El maquinista, Brad Anderson, 2004), interpretando al torturado operario de una fábrica que lleva un año sin dormir y va cayendo en la locura, esmirriado, retorcido, pura piel y huesos. Y nada de maquillaje o efectos especiales: era el propio Bale que primero se sometió a una dieta de hambre hasta volverse un esqueleto humano y luego se encerró en un gimnasio y se alimentó a pollo y suplementos para convertirse en Batman. Pesaba 80 kilos antes de empezar, bajó a 50 para The Machinist y subió hasta los 100 kilos para Batman Begins (Batman inicia, Christopher Nolan, 2005). Se le fue la mano y tuvo que bajar a 90.
El método de Bale siempre fue ese: ponerle el cuerpo a la actuación, hasta extremos peligrosos si hacía falta. Para interpretar a Dick Chaney en Vice (El vicepresidente, Adam McKay, 2018) se afeitó la cabeza y aumentó 20 kilos comiendo pasteles con crema. Para interpretar su siguiente papel en Ford v Ferrari (Contra lo imposible, James Mangold, 2019) bajó de golpe 30 kilos. La intensidad es para los flojos.
Hoy es uno, mañana otro
La costumbre de Bale de ponerle el cuerpo a la actuación lleva a que se vuelva irreconocible de una película a otra más de una vez. Su último papel en Los crímenes de la Academia (The Pale Blue Eye, es de agradecer que no la hayan traducido como “Locademia de asesinatos” o algo así), es el de un policía retirado melancólico y cargado de secretos, con un toque amenazante. Su película anterior, Ámsterdam (David O. Russell, 2022) lo ponía en la piel de un médico militar sobreviviente de la Primera Guerra Mundial, tuerto, descangallado, cubierto de cicatrices, adicto a las drogas, por momentos delirante. Las dos personas más distintas que se pudiera imaginar. Entre esta última y Ford v Ferrari interpretó a un extraterrestre asesino de dioses en Thor: Love and Thunder (Thor: amor y trueno, Taika Waititi, 2022). Para apreciar en su verdadera dimensión la pátina de tragedia y amenaza que logró insuflarle a su personaje hay que repetir la descripción: un extraterrestre que asesina dioses.
Hay varios elementos en común entre Ámsterdam y Los crímenes de la academia. Ambas son películas de época de gran presupuesto, con una producción y un cuidado de imagen de primera línea. Ambas tienen historias complejas y sutiles para contar, ambas tienen castings espectaculares repletos de nombres talentosos. Y ambas fallan también espectacularmente en ser buenos relatos. Ámsterdam por desordenada, confusa y sin rumbo firme, Los crímenes… por todo lo contrario: demasiado seca, desganada.
La inevitabilidad del cuervo
En Los crímenes de la academia Bale es el policía retirado Augustus Landor, que en 1830 vive en su cabañita del bosque, amargado tras la muerte de su esposa y la huida de su hija. De la cercana academia militar de West Point lo convocan para resolver un misterio: un cadete apareció ahorcado en las cercanías y, peor, luego le extrajeron y se llevaron el corazón cuando estaba en la morgue. Landor investiga y se cruza con un peculiar cadete de la misma academia, que, por si no lo sospechaba con las referencias ya aparecidas (un detective llamado Augustus, un corazón extirpado), el espectador está libre de sorprenderse al saber que es el mismísimo Edgar Allan Poe (también debería no haber leído ni escuchado absolutamente nada sobre la película antes del estreno, porque la aparición de Poe es la única baza promocional que tenían los productores y la usaron a cara de perro).
Y con la aparición de Poe muere toda la fuerza del relato. Landor investiga, Poe acompaña, hay una familia extraña, muere algún otro personaje, aparece el inevitable cuervo en primer plano, el misterio se resuelve, hay una vuelta de tuerca, hay otra vuelta de tuerca aún más vueltera, fin.
La película tiene una lista prodigiosa de actores de peso: Toby Jones, Gillian Anderson, Timothy Spall, Charlotte Gainsbourg, Robert Duvall. Como suele suceder, este casting veterano no consigue un contrapeso adecuado de los actores jóvenes, particularmente de un inane Harry Melling haciendo de Poe. El crédito actoral previo más reconocido de Melling es hacer de Dudley Dursley en la saga de Harry Potter. Nadie que no sea un Potterhead debe recordar quién es Dudley Dursley.
No es sencillo apuntar el dedo con exactitud hacia lo que falla en Los crímenes de la academia. La historia no es magistral, pero con peores materiales se han hecho películas más que decentes. Además, se trata de un relato de secretos, revelaciones, ocultamientos y malentendidos. Lo no contado, lo sospechado, lo escondido debería ser igual o más importante que la acción. Todo lo técnico es muy sólido, tanto visual como auditivamente. Los actores con carrera cumplen su cometido con creces (incluso Duvall, ya muy viejito hasta para moverse en la escena pero igual de imponente que siempre). Scott Cooper es un director competente como mínimo, solvente siempre, casi brillante en sus mejores momentos. Pero nada alcanza, la película está pinchada, no flota. Para definirla habría que decir algo tan simple como que con Los crímenes de la academia no pasa nada.
Lo único que la rescata de la mediocridad absoluta es Bale, el siempre cumplidor. Desde el primer momento en que aparece en pantalla se sabe que esa persona oculta cosas, que lo que muestra es una fracción de lo que carga. La actuación de Bale es lo opuesto de intensa, es mesurada, contenida, oscura. Es demasiada actuación para una película pinchada. Bale, el mejor actor de su generación. Si hay dudas, basta con probar a imaginarse a Leonardo Intensito Di Caprio tratando de componer un Batman convincente.
Los crímenes de la academia (The Pale Blue Eye), dirigida por Scott Cooper, Estados Unidos, 2022. Con Christian Bale, Harry Melling, Lucy Boynton, Gillian Anderson, Toby Jones.