“Siempre supe cantar. Fue la dimensión extra que me volvió un intérprete. Y siempre dije que agarré la guitarra como un atajo para el sexo y que después de mi primer porro estaba seguro de que si todo el mundo fumara se acabarían las guerras. Tenía razón con lo del sexo. Me equivoqué con las drogas. Pero ¿cómo saberlo entonces? No había manual de instrucciones”. Así describía sus motivaciones tempranas David Crosby, el músico que falleció en la noche del jueves, en la autobiografía Long Time Gone, aparecida en 1988, cuando todavía le quedaban varias décadas de carrera, lo que habla, en cierto modo, del enorme impacto que tuvo su figura, especialmente en los ámbitos contraculturales gestados en la década de 1960 en Estados Unidos.

Hijo del documentalista Floyd Crosby –afectado por las “listas negras” conservadoras de los años 1950-, David fue también producto de esa contracultura, específicamente de su variante californiana, más descontracturada que las de otras partes y con una abierta tendencia al hedonismo. Parte de la movida nucleada en el Laurel Canyon hollywoodense, donde también confluyeron varios de los Doors, The Mamas & the Papas y Frank Zappa, entre decenas de artistas, Crosby fue el responsable de reunir a Gene Clark y Roger McGuinn, es decir, a The Byrds.

Provenientes del ambiente acústico pero obsesionados con el éxito de las bandas pop inglesas, los Byrds fueron el verdadero nexo entre el folk y el rock. Para ello se valieron de la electrificación de canciones de Bob Dylan, musicalizaron pasajes del Antiguo Testamento y viejas canciones de protesta (la hermosísima “The Bells of Rhymney”) y crearon un sonido, entre filoso y etéreo, al que muchos se refieren todavía como jangly.

Los Byrds podían deberles bastante a los Beatles (es claro desde el nombre, que en ambos casos altera una letra de la palabra referente a un animal), pero también fueron una influencia para ellos, especialmente en cuanto a sonido; para prueba, alcanza con escuchar “And Your Bird Can Sing”, donde John Lennon les devuelve la guiñada no sólo desde el título, sino especialmente desde la encadenación de guitarras laxas y cristalinas (lo que es mucho más evidente en la versión cruda aparecida en noviembre en la remezcla de Revolver).

Graham Nash yDavid Crosby, durante una actuación en East Hampton, el 1 de setiembre de 2011.

Graham Nash yDavid Crosby, durante una actuación en East Hampton, el 1 de setiembre de 2011.

Foto: Eugene Gologursky, Getty Images, AFP

Crosby estuvo sólo tres años en los Byrds, de 1964 a 1967, pero fueron los años gloriosos de la banda, en los que crearon, entre otros clásicos, “I'll Feel a Whole Lot Better”, legítimo aspirante a mejor tema de rock de todos los tiempos (popularizado en el Río de la Plata por Charly García como “Me siento mucho más fuerte sin tu amor”) y “Eight Miles High”, posiblemente el mayor cruce entre psicodelia, vanguardia y masividad. Como composición, tal vez la oscura y extraña “Everybody’s been Burned” sea el gran aporte de Crosby a la banda. Si Clark y su voz eran el alma de los Byrds, McGuinn y su Rickenbacker de 12 cuerdas fueron el aura y Crosby encarnó la actitud: desafiante, levemente excéntrico y al borde del sobrepeso, jugaba con el contraste entre el aporreo de su guitarra y la dulzura de sus armonías vocales.

Conflictivo, se apartó en malos términos del grupo y los problemas de relacionamiento continuarían durante el resto de su carrera, pero, más allá de especulaciones psicológicas, conviene recordar que la industria musical de la época ya estaba dominada por la ambición desmedida, especialmente en los prósperos Estados Unidos, y veía en cada agrupación exitosa una cantera de individualidades capaces de multiplicar las ganancias, por lo que, explícita o implícitamente, estimulaba las carreras solistas de los integrantes de bandas populares. Así, también Gene Clark abandonaría a los Byrds.

Crosby, en cambio, se asoció con el británico Graham Nash (de los Hollies) y con Stephen Stills (de Buffalo Springfield) para formar uno de los primeros “supergrupos” de rock. En 1969 debutaron con un discazo de folk rock, que en un derroche imaginativo llamaron Crosby, Stills & Nash, y al año siguiente elevarían aún más la vara con Déjà Vu. Para entonces, habían incorporado al equipo a un joven canadiense que también había militado en Buffalo Springfield: un tal Neil Young. El puente con este lo había tendido la también canadiense Joni Mitchell, a quien Crosby se jactaba de haber descubierto y de quien fue pareja durante un tiempo, y por la que hasta sus últimos días confesó admiración. Para ese disco como cuarteto, Crosby se despachó con “Almost Cut My Hair” (Casi me corto el pelo), una reflexión sobre los años de hippismo, que se terminaban, y desbordes, que seguirían un poco más.

Crosby, Stills, Nash & Young perderían y recuperarían miembros, se pelearían y amigarían a lo largo de las siguientes décadas, mientras Crosby entraba y salía de clínicas de rehabilitación. Tras su muerte, conocida en la madrugada del viernes, todos ellos, y también artistas como Brian Wilson, lo recordaron como una presencia fuerte, difícil muchas veces, pero auténticamente artística y productiva.

Enfermo desde hacía tiempo, el año pasado, cuando tenía 80, dijo en una entrevista que ya no tocaba en vivo pero seguía editando discos porque antes de morir tenía que sacarse toda la música que todavía tenía adentro.