José Pedro Charlo es de los pocos directores uruguayos cuya producción de largometrajes no se deja contar con los dedos de una sola mano. Vi la mayoría de sus documentales, aunque no todos. Creo que Gurisitos es el primero que se ciñe al formato observacional.

Se llama así a ese tipo de documental que se limita a mostrar cosas que ocurren frente a la cámara, sin que los personajes parezcan tener conciencia de la presencia del equipo de realización, con el que no interactúan –no hay entrevistas ni diálogos con el equipo–, y tampoco hay comentario verbal. La sensación es la de tener cierta “realidad” frente a nuestros ojos, intervenida tan sólo por el montaje o por la elección de puntos de vista, o quizá de algún sobreimpreso informativo.

En este caso, lo que la película observa es Los Teritos, un centro público de atención a la primera infancia (CAPI) que, tal como informa el letrero final, “surgió de la iniciativa de la comunidad del Cerro en los años 1959-1960 para brindar alguna forma de atención a hijos de trabajadores y trabajadoras”.

La principal referencia con respecto al formato observacional es el cineasta estadounidense Frederick Wiseman, que sigue activo a los 93 años de edad. Sus primeras películas consideradas históricas, como Titicut Follies (1967), High School (1968), Ley y orden (1969) y Hospital (1970), ganaron notoriedad por la manera en que, dentro de esa aparente neutralidad o imparcialidad inherentes al formato, sacaban a relucir en forma crítica las estructuras de las instituciones que retrataban (respectivamente, un manicomio, un liceo, una comisaría y un hospital), desnudando especialmente los mecanismos de ejercicio de un poder difuso que contribuye a la trama opresiva de la sociedad.

Pese a que Charlo es un cineasta esencialmente político, que dedicó prácticamente toda su filmografía a retratar las luchas obreras y la resistencia contra la dictadura, el tratamiento de Gurisitos es bien distinto del de Wiseman, en el sentido de que aquí no hay conflicto que señalice una postura crítica frente a la institución retratada. Eso se debe a que prácticamente todo lo que se muestra está “del lado del bien”: es la infancia con toda su belleza, el empeño amoroso en el trabajo de cuidados, la solidaridad y organización necesarias para establecer y mantener un servicio cuyo aporte al bien común es innegable.

Los únicos conflictos se dan con factores externos medio abstractos, sin entidad visible: la covid-19 y la emergencia sanitaria recortando cruelmente la experiencia y forzando un período de trabajo con grupos mucho más reducidos de niños, y también la pobreza (en las charlas de planificación de un paseo, hay familias que no tienen cómo solventar un boleto de ida y otro de vuelta, y el colectivo, a su vez, tiene previsto un fondo para esos casos pero no alcanzaría para la totalidad de los pibes, con lo que es necesario que las familias que puedan paguen sus boletos).

La película enfatiza la actitud de izquierda/feminista, o signos que se suelen asociar con esa actitud, en las personas que llevan adelante Los Teritos. Los adultos se expresan con desdoblamiento léxico (“todos y todas”) y aprovechan una reunión de planificación para difundir una correcaminata contra la violencia hacia las mujeres y proponer que la participación sea oficial, es decir, con los emblemas de Los Teritos. La cámara enfatiza dos pintadas con tinta violeta en el muro exterior del CAPI, que dicen “8 de marzo” y “mujer bonita es la que lucha”, y luego una pizarra con la consigna “que el miedo no te paralice y que la rabia te organice”. Hay una representación teatral-pedagógica en la que los personajes son “Mario Benedetti” e “Idea Vilariño”. A los niños se les enseña “Pensamiento de caracol”, de Príncipe, lo que traduce un empeño en transmitir y perpetuar algunos de los elementos más sensibles de la identidad cultural uruguaya. Y el título vigliettiano de la película, por supuesto, nos recuerda que se precisan niños para amanecer.

Es, en algún sentido, una película plácida, feliz. Las preciosas imágenes, tomadas casi siempre con cámara quieta por la directora de fotografía Sofía Betarte (ella misma una documentalista muy relevante, autora del memorable Tracción a sangre, de 2017), y el entorno sonoro diseñado por Andrés Costa –como siempre sensual, expresivo y exacto– nos muestran niños fuertemente estimulados descubriendo, curioseando, riendo, interactuando, explorando, es decir, pasando tiempo de calidad, socializando, preparándose para las siguientes instancias de la vida, alimentándose con los platos apetitosos que se anuncian en las pizarras día a día, y además alimentándose de afecto, compañía, desafíos, contención y juego. Aparte de lo lindo que es ver la vocación, la entrega, la conciencia integral (aspectos pedagógicos, prácticos, consideración humana, cariño) con que esas maestras hacen lo suyo, y lo mucho que se logra con recursos económicos acotados.

Lo que se ve en la película tiende a ser, como puse arriba, plácido y feliz. Por supuesto, los espectadores pueden agregar una carga de preocupación con respecto a la tendencia, que sabemos que existe, a relegar la educación pública, quitarle recursos y prestigio o reducirla exclusivamente a un elemento funcional a la máquina productiva.

Hay una escena muy bonita en la que vemos la transmisión de la radio vecinal Los Teritos (“para toda la cuenca del arroyo Pantanoso”) que, quizá por las circunstancias pandémicas, o quizá porque el día estaba lindo, se hacía al aire libre, alrededor de una mesa de plástico, y se aprecia la manera en que esas personas se divierten mientras entretienen a los demás.

La secuencia final muestra al grupo, terminado su ciclo en el CAPI, regando un arbolito que quedará como el recordatorio vivo y creciente de esa generación. La permanencia de la cámara sobre ese arbolito está cargada de sentidos.

Gurisitos, dirigida por José Pedro Charlo. Documental. Uruguay, 2023. Desde la semana que viene vuelve a la sala B del Auditorio Nelly Goitiño.