El año de la publicación de la novela El nadador, de Hiber Conteris, el mundo estuvo repleto de desquicios, tragedias, abusos y toda clase de desmadres. Leer hoy ese libro propone un desafío de interpretación muy interesante, porque la vida que llevaban su autor y sus coterráneos en aquellos tiempos es tan contrastante con el tono tranquilo del libro, que uno imagina que una lectura en su tiempo necesariamente arrojaba sentidos muy distintos a la que podemos hacer en 2023.
La novela se publicó en setiembre de 1968. En agosto, un comisario había matado a Líber Arce (estudiante universitario que tenía cinco años menos que Conteris) y, con el libro apenas llegado a las librerías, asesinaron a los también estudiantes Susana Pintos y Hugo de los Santos. En esos meses, Conteris, que tenía formación religiosa en el ámbito del metodismo, se unió al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, luego de recibir instrucción militar en Cuba. En 1969 se estrenó la obra de teatro que lo haría muy reconocido en el medio nacional e internacional, ya que había recibido el premio Casa de las Américas: El asesinato de Malcolm X, asunto por el que se había interesado en un viaje a Francia.
Leído hoy, El nadador resulta un registro íntimo de la vida de un individuo joven con inquietudes existenciales promedio, experiencias sociales tranquilas, que habita un mundo no muy complicado y ciertamente pacífico y agrisado. Y, justamente, por ese aparente contraste con la situación que se vivía en el mundo cuando fue escrito es que se mantiene vigente.
Explícitamente redactado como unas memorias, el libro da cuenta de episodios significativos de la vida de un adolescente, relacionados con su vida de estudiante, sus inicios laborales y sus vínculos eróticos. Con la reticencia propia de la época, cuenta también, de manera un poco enmascarada, los avances de un protector que siente una evidente atracción sexual por el adolescente. Es posible identificar, en unas cuantas circunstancias del narrador, similitudes con la vida del autor, nacido en Paysandú e instalado en la infancia en el Cerro de Montevideo, donde su padre trabajaba en un frigorífico. El único dato de la dura circunstancia histórica del momento de la acción tiene que ver con la crisis económica que termina con el despido del padre del frigorífico. El asunto del libro, puesto uno a resumir, es la educación sentimental de un varón uruguayo que se acerca a los 20 años, presentado con cierta explicitud infrecuente en la literatura nacional de aquellos tiempos, normalmente mucho más elíptica cuando hay sexo en las inmediaciones.
Probablemente esta, su tercera novela, es de las mejores obras de Conteris, que publicó 13 libros de narrativa y otras tantas obras de teatro. Estuvo una década preso por la dictadura, y a su salida de la cárcel reemprendió su carrera editorial con la publicación de su cuarta novela, escrita en cautiverio.
El nadador transmite con exactitud los estados de ánimo del personaje, que es precisamente su objetivo central; se mantiene firmemente en el tono de registro definido desde un inicio por el autor, lo que asegura una inmersión completa en el mundo que ha creado. El tono rechaza la ironía y no esconde cierto candor que por momentos lo emparenta con el de Trajano de Sylvia Lago, publicado seis años antes.
Los capítulos del libro dan cuenta de episodios bien específicos: la relación con un profesor, luego con amantes y novias, con un compañero de trabajo, en cierta ocasión un viaje a Brasil, entre otros acontecimientos bien concretos. Esta organización del libro permitiría una fácil trasposición a un guion de cine, puesto que cada episodio podría convertirse en una escena (o secuencia, o acto). Pero aquí aparece la primera dificultad de esta clase de textos a la hora de una adaptación.
El libro está enteramente escrito en estilo indirecto. Esto significa que no hay diálogos explícitos insertados en escenas que describan acciones en un ambiente igualmente bien descrito. Por lo tanto, construir una película tal como suelen construirse las películas (como sucesiones de escenas y situaciones actuadas por unos personajes que hacen y hablan) impondría la necesidad de inventar escenas, inventar diálogos que no están en el libro. ¿No sería eso traicionar de alguna manera la textura, la intención, el tono y hasta la ideología literaria del autor?
La realidad económica, espanto siempre entrometido en la vida de los artistas, permitió que la realizadora Gabriela Guillermo y su equipo tomaran decisiones que condujeron a una película de características infrecuentes, una obra valiosa y entretenida. Si uno buscara antecedentes, se encontraría quizá con algunas obras de cine-arte, con ciertas películas de Jean-Luc Godard, o hasta con el célebre diapomontaje de Chris Marker La jetée. Pero no hay en la película de Guillermo ni el tedio del cine-arte ni el esnobismo de Godard.
Godard está explícitamente presente en El nadador, en un texto inicial que sirve de acápite, como una especie de justificación del rasgo más llamativo de la película, la ausencia visual de los personajes en la pantalla. Guillermo ha explicado que la falta de financiación para la película hizo que el equipo tomara la decisión de evitar mostrar a los personajes dentro de la pantalla.
La explicación tiene que ver con que, para el rodaje, los actores deben estar varias semanas a disposición del equipo, para lo cual hay que contar con dinero para pagar el trabajo; a esto debe sumarse una serie de oficios conexos: maquillaje, vestuario, sonido directo, alimentación, transporte, cámaras, continuidad, iluminación, entre otros. Y no había dinero.
Pablo Galante, escritor con una temprana formación en cine (fue alumno de los cursos de cine de niños y jóvenes de la Cinemateca Uruguaya, donde expresó, entre otras cosas, su vocación por el dibujo), le propuso a Guillermo, hace más de 15 años, filmar una adaptación del libro de Conteris. Ambos trabajaron en varias versiones del guion, modificadas en parte por las decisiones que fueron tomando por causas económicas.
Imaginar frente a la pantalla como al leer
El protagonista de la película es el narrador del libro. El actor Agustín Urrutia da su voz para una lectura sensible y atrapante de la versión de Galante y Guillermo del texto de Conteris. Ese relato está casi permanentemente en la banda sonora. El personaje nunca se ve, pero el punto de vista de la cámara no es casi nunca cámara subjetiva, denominación que indica que lo que se muestra en la pantalla es lo que ve un personaje. Muchas veces se ven imágenes que representan parte de la acción que está relatando el narrador; otras veces las imágenes aluden lejanamente o son asociaciones distantes a lo que se cuenta. En no pocas ocasiones aparecen personas que es posible asociar con personajes mencionados por el narrador, aunque -lo intuimos cuando vemos la película- en realidad se trata de personas que estaban casualmente allí cuando se hicieron las tomas.
En esencia, las imágenes (y algunas secciones de sonido ambiente) son documentales, y sólo la banda sonora, que se compone de ruido ambiental, narración, música y diálogos, es diseñada como un producto de ficción. Claro que las imágenes fueron registradas en función de las necesidades del guion, pero se trata de selecciones y no de puestas en escena, salvo excepciones.
El plano sonoro tiene una particularidad que permite ver, como en una comparación con lo que podría haber sido una adaptación tradicional, las virtudes de la opción que hicieron los realizadores. Algunas situaciones que relata el narrador son encuentros entre personajes que hablan entre sí. El narrador cuenta, en el estilo indirecto que caracteriza a la novela, el contenido del diálogo. Y entonces, a lo lejos, se escucha parte del diálogo en estilo directo, superpuesto con la narración del protagonista.
Eso es lo que se habría hecho en una adaptación tradicional de la novela: inventar diálogos y situaciones. La lejanía de esas voces es toda una declaración vinculada a una reflexión que muy pocas veces permite el cine: toda narración tiene un punto de vista, y de los hechos apenas podemos adivinar retazos en un plano enmascarado por la versión del que narra. A poco de comenzar a ver la película, se siente la tensión de la ausencia de los personajes. Luego se acepta la convención, y en minutos uno queda absorbido por los climas, los procesos emocionales, las ideas.
En un texto, las descripciones de ambientes y personajes contribuyen a que los lectores se formen imágenes cuando leen. En las artes en las que la percepción es importante (pintura, música, teatro, cine), la presencia de los eventos perceptuales es esencial, y puede ocasionar desde un primer momento rechazos o adhesiones que tienen que ver más con las apariencias que con las esencias. En la película de Gabriela Guillermo se da un fenómeno extraño, muy infrecuente en el cine, por el cual imaginamos las acciones y los personajes de una manera similar a cuando leemos. La película funciona como una especie de audiolibro ilustrado, aunque esta clasificación sea insuficiente e injusta para con una obra a la que hay que agradecer al mismo tiempo su mera presencia y la recuperación de una muy buena novela.
Una imagen al final de la película resume la estrategia, la estética y la filosofía del arte que está en la base de la película: Hiber Conteris, visto de atrás, lee una frase de su novela. Del autor no importa el rostro, sino la obra, y su presencia tiene sentido por lo que dice, no por lo que parece.
El nadador, de Gabriela Guillermo. 70 minutos. En Cinemateca.