Aunque el dato no figura en los créditos, se dice que esta película está “libremente inspirada” en Apenas un delincuente, el clásico argentino de 1949. La conexión va más allá del título: en ambas el protagonista de apellido Morán, habitante de Buenos Aires, trabaja en una posición que, sin tener una alta jerarquía ni un gran sueldo, lo lleva a manejar mucho dinero y concluye que más le vale robar un monto enorme y luego pagar la pena moderada por el crimen de defraudación que malgastar todos los años previos a su vejez en una tarea tediosa.
No se trata, sin embargo, de una adaptación. Apenas un delincuente era un noir con todas las de la ley, incluyendo sendas escenas de acción (persecución, suspenso en el momento de la firma del cheque, escape de prisión, tortura, tiroteo, muertes varias). Dicho sea de paso, creo que ningún otro país latinoamericano de aquella época hubiera podido alcanzar tanta solvencia en el género policíaco, y, de hecho, esta película catapultó la carrera de su director, Hugo Fregonese, en Hollywood, donde trabajaría durante más de 15 años.
Los delincuentes, en cambio, más allá del punto de partida asociado al thriller policial, termina siendo algo totalmente distinto e inclasificable, mucho más plácido en espíritu y formalmente desafiante. Para empezar, y tal como indica el plural en el título, el protagonista aquí está difractado. No se trata sólo de que hay un personaje adicional –el compañero de trabajo a quien Morán encarga la tarea de esconder el dinero robado por los tres años y medio que sabe que pasará en la cárcel–, sino que cada uno de los protagonistas es como el desdoblamiento del otro. El José Morán de Fregonese aquí pierde su nombre de pila y pasa a ser simplemente Morán, habilitando todo un juego de anagramas. El coprotagonista se llama Ramón, y la trama otorga importancia a otros personajes que se llaman Norma y Morna, además de un segundo Ramón. El juego anagramático está desnudado en el plano de detalle de una historieta de Namor (el personaje de Marvel) en el momento mismo en que se nos presenta a Norma, Morna y el segundo Ramón.
Hay también un par de momentos en que tenemos una especie de barrido lentísimo entre dos planos, que se detiene en la mitad para conformar instancias de pantalla dividida. En la primera de ellas, Morán en la cárcel y Ramón en su casa están sentados en sus camas y fumando, e incluso prenden el cigarro al mismo tiempo. La segunda es más rica, porque aparte del eco de la anterior (ambos en sus camas fumando), se entromete luego Norma y reemplaza a Ramón, ella también fumando en la cama y participando en ese giro de identidades. Además, en esa instancia el barrido no prosigue, sino que se interrumpe, desaparece la mitad correspondiente a Morán y nos damos cuenta de que la mitad correspondiente a Ramón y Norma era un espejo, proyectando el desdoblamiento en otra dimensión. Mientras Morán está en la cárcel, es oprimido por el líder del pabellón, Garrincha, que cobra una tarifa a cambio de protección. Ramón, mientras tanto, es hostigado por Del Toro, el gerente del banco. Tanto Garrincha como Del Toro están interpretados por el mismo actor, Germán de Silva. El tema del desdoblamiento se elabora, además, en la escena, cerca del inicio, de la clienta del banco que tiene líos porque su firma es idéntica a la de otro cliente.
Hay una dialéctica curiosa. Casi todos los elementos decisivos de la trama nos son comunicados en forma sorpresiva e ingeniosa, bastante ágil. Al inicio de la película, amanecemos con Morán y lo vemos irse al trabajo en lo que asumimos que es su cotidiano. Pues esa misma jornada va a concluir con el pacto de complicidad entre Morán y Ramón, con el robo ya efectuado.
Frente a esa agilidad narrativa, la película se permite divagar. El montaje se detiene comparando las cúpulas en esas torres preciosas que adornan tantas esquinas de Buenos Aires, y nos deja el tiempo para contemplar los hermosos paisajes agrestes del entorno de Alpa Corral, en Córdoba. La extensión de los planos, combinada con la habilidad en la edición y mezcla de sonido, nos permite discernir distintos diálogos simultáneos fuera de campo, que nos dan una idea vívida de una cotidianidad laboral a un tiempo estresante y aburrida. Una secuencia de montaje está ambientada con la lectura de un poema de Ricardo Zelarayán, y parece ser más el pretexto para compartir el poema que otra cosa.
Además, se borran de la anécdota todos los momentos de acción de Apenas un delincuente. En su lugar, la película incursiona en costados más íntimos y cotidianos. Ramón va a enterrar el dinero en las sierras de Córdoba, y durante 20 minutos la película se detiene en su charla amena con un trío de bañistas en un río (Norma, Morna y el segundo Ramón). Cuando se sube a la moto con Norma, la cámara, en forma aparentemente caprichosa, panea hacia un caballo pío. Todo eso parece una digresión meramente episódica, pero media hora de metraje más adelante nos daremos cuenta de que no: toda esa supuesta digresión no era sino una preparación para otras cosas que la narrativa abordará como centrales, y esa inestabilidad con respecto al foco anecdótico termina siendo uno de los encantos de la película, para quienes disfruten con ese tipo de juego. Los delincuentes está hecha para ese tipo de espectadores pacientes, atentos, curiosos, cinéfilos.
Hay varias señales desperdigadas en el empleo de determinados recursos formales. Están los mencionados barridos lentos, y están también algunos fundidos extrañísimos: pasamos de una escena en la cama a una carretera de noche, y los focos de los autos parecen emerger de la sábana. (Otro tropo más referido al desdoblamiento: Ramón tiene sexo con su novia y, durante ese fundido, su cama se va a convertir en la carretera por la que viaja Morán). Más adelante, el paseo de Morán y Norma en la noche se fusiona con otro paseo a pleno sol, y sus perfiles brillantes se cuelan en la oscuridad de la escena nocturna. El único flashback de la película va a llevar a un replanteo inesperado de la cronología de todo. El hecho de que el segundo Ramón sea cineasta abre otra vía para la actividad espectatorial, que puede volcarse, gozosamente, a buscar caminos conceptuales o de identificación, además de la cita explícita de El dinero (1983) de Luc Bresson y la posible cita de Límite (1931) de Mário Peixoto (los planos de la roca con los buitres). Incluso, podemos apreciar un eco entre los tres años y medio de pena carcelaria de Morán y los tres años y nueve meses que duró el accidentado rodaje de la película que estamos viendo.
Los bellos fragmentos musicales (Piazzolla, Poulenc, Bach, Pappo, Saint-Saëns) nos envuelven y construyen climas (además de conectar momentos afines, con función de leitmotiv), pero suelen ser abruptamente interrumpidos para dar paso a otro segmento.
Los delincuentes tiene un gran parentesco con la producción de El Pampero Cine, y la afinidad parece ir más allá de lo artístico, ya que comparte, por ejemplo, seis actores con La flor (2018, de Mariano Llinás), aparte de algunos técnicos con varias de las producciones de Pampero. Parece integrar, por lo tanto, una de las vetas más gratas del cine actual (no me refiero sólo a Argentina), y vale la pena apreciar la precisión técnica de su realización, la inmensa poesía del planteo, los diálogos y actuaciones buenísimos y esa combinación tan particular de acumulación de sorpresas anecdóticas con la posibilidad de simplemente estar ahí, habitando sus preciosos lugares junto a sus personajes llenos de encanto durante el no tiempo que logra construir.
Los delincuentes. 187 minutos. Argentina (con aportes de Brasil, Chile y Luxemburgo), 2023. En Cinemateca, Sala B, Torre de los Profesionales, Life 21, Grupocine Punta Carretas, Alfabeta, Movie Montevideo, Portones, Las Piedras Shopping.