Es una comedia ligerita, de esas en las que pasan cosas pero nada les importa demasiado a los personajes y, por lo tanto, tampoco a nosotros. No es un defecto, sino que es inherente a su actitud de ligereza. Se murió el padre de un niño, los padres del niño protagonista viven una crisis y la mano viene de divorcio, el niño sorprende a la madre teniendo sexo con otro tipo, el padre se entera, los niños desaparecen, van todos en cana, se hacen de un potencial platal al apropiarse de unas joyas contrabandeadas, el amante de la madre es abandonado por ella: caramba, son eventos dramáticos, pese a lo cual los personajes parecen tratarlos como pequeñas inflexiones en el amable flujo de la vida. Una vez que se trata, justamente, de una comedia ligerita, las cosas terminan bien y nadie termina mal parado.
Los ingredientes genéricos configuran una mezcla particular: world cinema, coming of age, road movie, rematrimonio (¡uf!, al menos una etiqueta en español). Lo de coming of age tiene que ver con que el protagonista es un púber que está lidiando con las cuestiones inherentes a su edad: interés por el sexo, inseguridades con respecto a su propia virilidad y la de su padre, la constatación de que la familia no es algo tan estable. Una de las gracias está en las confusiones de esa mente todavía infantil: de ahí toda una línea referida al Viagra Dorado, que, debido a una cadena de malentendidos, Dzhabay piensa que puede salvarle la vida al padre. El aspecto crecimiento incluye el vínculo con la hermanita Saniiá, quien, al menos a esa edad temprana, se inclina hacia una identificación con lo masculino. Está integrada al grupo de varoncitos un poco más grandes que ella y van juntos a todas partes, pero no es plenamente aceptada y a veces es objeto de burla. La evolución de la narrativa va a conllevar cambios también en esta línea.
La road movie está en la media hora central e involucra un viaje de Dzhabay y Saniiá como pasajeros clandestinos en un camión destinado a cruzar la frontera china. Es en ese tramo que aparece uno de los personajes más descolgados: una especie de adolescente enmascarada, justiciera y hábil con el kung fu, especie de Hit-Girl (de las historias de Kick-Ass) que surge en forma sensacional, pero luego queda por el camino y ya nadie habla de ella.
El rematrimonio termina siendo la línea guía. El asunto de la petición de divorcio aparece ya en la segunda escena. Luego va a arribar a uno de los puntos más drásticos de la narrativa, y la reconciliación va a ser la base de la resolución final (que no es sólo de pareja, sino una reintegración familiar en general).
Más allá de todos esos sostenes anecdóticos y genéricos, lo que más perdura en el recuerdo de esta película tiene que ver con el costado world cinema y el estilo visual. La acción tiene lugar en una zona rural montañosa en el sureste de Kazajistán. Al inicio, Dzhabay está jugando con sus amiguitos un juego bastante bruto, que consiste en pegarse cachetazos el uno al otro para ver quién aguanta más sin llorar (es el único rasgo que hace pensar en el Kazajistán caricaturescamente bárbaro ficcionalizado en las comedias de Borat). Dzhabay vive con su familia en una yurta, y tendemos a asumir que integran alguna de esas etnias nómades como las que se ven en esas películas mongoles que se pusieron de moda a partir de La historia del camello que llora (Byambasuren Davaa y Luigi Falorni, 2003). Pero resulta que no: Aybiek, el padre de familia, tiene preocupaciones ecológicas y optó por vivir una vida sustentable lejos de la gran ciudad, y esos racimos de bidones de plástico que lleva atados en el remolque de su moto no obedecen a ningún extraño propósito ritual, sino a su militancia ambiental.
Tardamos un rato en entender todo eso. Buena parte de nuestra actividad consiste en descifrar una realidad enigmática –como todo world cinema, se hizo para ser visto prioritariamente en los países occidentales, que poco saben sobre la realidad retratada–. El hecho es que Hoy In, la esposa, tiene el pelo teñido de rubio y anda por ahí en un enterito de falso cuero color mostaza que le da un aire a Uma Thurman en Kill Bill. Su ropa interior, roja y con encajes, no es nada “étnica”.
No sólo los integrantes de la familia son globalizados: todos los gurises de la zona se saludan golpeándose los puños y se dicen “bro”. Cada auto o camioneta que pasa por la carretera tiene alguno de esos sistemas de sonido potentes y recargados de bajos, y la pulsación dance corta el paisaje montañoso sin que a nadie le llame la atención. Dos jóvenes medio queer con shorts rosados cruzan el lugar en bicicleta portando proclamas escritas en inglés contra la violencia doméstica y la pornografía. El exótico paisaje está intervenido por doquier por torres de cables eléctricos o por molinos eólicos. La globalización es un hecho; lo interesante es que tampoco alcanza para anular los muchos rasgos localistas, que siguen ahí.
El paisaje casi monocromático de las montañas, cubiertas únicamente de pasto verde, con las distintas cumbres tendiendo a gris en la lejanía hasta confundirse con el gris del cielo, se pone constantemente en contraste con distintas formas de colorido intenso, sean las figuras ornamentales características del Asia central o los artefactos industriales transnacionalizados. Es uno de los rasgos del estilo visual, que abunda también en ángulos bajos con gran angular, una obsesión con las tomas mediatizadas por algún espejo y un gusto especial por los picados cenitales y su opuesto (¿contrapicados nadirales?), elementos que son, por otro lado, parte de un conjunto muy bien urdido de motivos: las “cebollas de montaña” del título (que lucen idénticas a nuestras cebollas de verdeo), el papel amarillo del pedido de divorcio y varios de los tópicos anecdóticos que se reiteran con variantes: todo lo que contribuye a una película bastante bien construida, curiosa y llevadera.
Mountain Onion (Gornïy Luk), dirigida por Eldar Shibanov. 90 minutos. En +Cinemateca.