“Calengo”, en portuñol, quiere decir enclenque y remite al triángulo escaleno, ese que tiene los tres lados de distinto tamaño y que, al lado de su hermano perfecto, el equilátero, parece un rancho a punto de caerse. “Así me veo yo”, dice Ernesto Díaz desde el texto que acompaña su nuevo proyecto discográfico. “Es una forma de decir lo que Fredy Pérez citó con maestría cuando dijo: ‘me gusta lo desparejo’. La frontera es entera, y de cada lugar que se la ve tiene más de un perfil. Es enclenque vista desde allá, y también desde acá. En términos pictóricos sería cubista, pero, en términos fronterizos, es calenga”.

Hace rato que el músico artiguense viene reivindicando su identidad fronteriza y el portuñol como lengua identitaria junto a otros artistas oriundos del norte del país como el músico Mario Rodríguez Lagreca y el escritor Fabián Severo -autor de varias de las letras de Calengo-, entre otros. Este movimiento un poco consciente y un poco espontáneo tiene antecedentes en las obras de Chito de Mello y Yoni de Mello y más atrás en Olyntho María Simões, Agustín Bisio y Juana de Ibarbourou, por nombrar a los más visibles. Es decir, hay casi un siglo de historia.

En la mayoría de los casos, pero de manera muy manifiesta en las obras de Díaz, Severo o Chito de Mello, lo enclenque del lenguaje sirve para graficar la vida torcida de la frontera, como una sinécdoque sociológica. No es sólo un uso romántico del habla, sino una radiografía cruda de sus hablantes y sus condiciones de vida. Las palabras son calengas, pero también la comida fiada, el juego de vasos todos diferentes, la mesa con una pata chueca, la casa escalena, el barrio sinuoso, la comunidad partida al medio por una cicatriz que sólo se ve en los mapas.

La frontera, más como territorio espiritual que como límite, permea la música de Díaz y queda de manifiesto tanto en su primer álbum, Cualquier uno, como en el Calengo de reciente edición.

Latido afro

La escenografía no es el único hilo: la barra que lo rodea también es muy parecida a la de diez años atrás. Para empezar, por los productores artísticos, Fernando Ulivi y Guilherme de Alencar Pinto. El trabajo es presentado como continuidad, pero también evolución, y funciona como una bienvenida fotografía que fija en parte una obra florida e inquieta, que se manifiesta más en el aquí y ahora de los escenarios orilleros que en la sucesión de ceros y unos de las plataformas virtuales.

Apenas uno da play encuentra en “Beijo no oscuro” la continuidad mencionada y los sellos característicos. Una guitarra dibuja un riff tipo Os Mutantes y anticipa la llevada brasileña y siempre bailable que se construye desde la guitarra criolla y la percusión. Además, durante todo el surco la arenga en portuñol de Vero dos Santos funciona como un GPS que nos confirma las coordenadas y nos sitúa en este espacio.

Entramos al mundo calengo de Ernesto Díaz, que, entre otras cosas, es un mundo bilingüe. Tanto en “Yanina” -dedicada a la hija de su excompañera- como en “Madre sabiá”, donde luce el arreglo arpegiado de la guitarra, intercala versos en español y portugués de frontera. “Na fronteira todo o canto é de homem / e menino que também sabe cantar / É que ‘ainda o ar induca’ / com a benza ensinada”, canta primero, y luego: “La frontera, todo el canto es del hombre / y del niño que también ha de cantar / es que ‘aun el aire induca’ /con la benza enseñada / Madre Sabiá, soy de lejos del mar / soy de allá”.

El disco está bien barajado; de un samba rock radial, donde se luce la bata de Antonio de la Peña y el arreglo de vientos con aires de Lulu Santos, pasamos a “Abayomí”, una especie de nana ancestral que el autor explica así: “En un viaje a Brasil junto a Fabián Severo una muchacha muy estudiosa y luchadora por la memoria y las tradiciones afrobrasileñas, de nombre Emily, si mal no recuerdo, nos dio de regalo dos abayomí: son unas muñecas hechas de tela, solamente con nudos, sin costura. Nos explicó que es un símbolo de resistencia. La tradición dice que las madres aprisionadas en los barcos, secuestradas con su gente, en el viaje desde la costa africana hacia estos lares confeccionaban abayomí para aliviar el calvario de su descendencia”. Y de “Abayomí” vamos a “Nadie conoce”, un candombe -el ritmo que, confiesa, lo trajo a Montevideo hace 30 años- con el despliegue swinguero de Andrés Bedó en los teclados.

El latido afro atraviesa el trabajo y se manifiesta en los variados instrumentos percutivos que ejecuta Díaz junto al tándem Antonio Ñato de la Peña y Álvaro Salas (amigo de Eduardo Mateo, quien le dedicó a su madre la canción “La Chola”). Atabaques, batería, güiro, djembé, woodblock, hang drum, palmas, orejas de timbó, caxixi, congas, aro, cencerro, agogó, ganzá, y la lista sigue. Aunque resulte paradójico, en esa variedad sonora está la unidad y cierto efecto de extrañamiento que nos mantiene atentos a medida que avanza el álbum. La percusión sobresale hasta por su uso minimalista en la mateística “Peitanita”, o incluso por efecto de su ausencia, como en “Mariposas de Maína” -dedicada a su madre-, donde alcanza con la guitarra y la voz de Natalia Bottaioli para lograr el clima y la intención.

En “Saravá”, una de las canciones que se editaron a modo de adelanto, retoma el canyengue -y el portugués- con una explosión sonora de aires nordestinos, como un “Expresso 2222” cuaraiense. Como a lo largo de todo el elepé, De la Peña en batería, Salas en las congas y Andrés Wels en el bajo desparraman ritmo para que Díaz luzca en la interpretación. Le alcanza con pequeñas variaciones en una de las células del repetitivo estribillo para que pareciera descarrilar el tren, que de todas maneras sigue su senda a mil por hora.

La penúltima estación se llama “Las dos abuelas” y el cimbronazo es provocado por el arreglo notoriamente experimental propuesto por Alencar Pinto. Y luego, con “Sin bandera”, entendemos que estamos en el final sin necesidad de ojear la lista. Su espíritu optimista y celebratorio regado por las flautas de Inés Dabarca suena a epílogo y el texto a síntesis: “Soy de alguna frontera / no llevo bandera / destino de no tener voz [...] porque mi patria es sólo un río frío y sin color / donde los peces tienen miedo de nacer / atrás del puente hay otra gente del mismo sabor / que canta triste y baila alegre / ¿quién es quién?”.

Como si se tratara de la radio que vestía la infancia de Ernesto Díaz y la de cualquier casa de barrio artiguense, Calengo es una ensalada rítmica, lingüística y también emocional, y, como en la frontera, las divisorias son difusas o inverosímiles. Dónde termina la charanga y empieza el forró, o cuándo cruzamos el puente de la milonga al vanerão. Sin embargo, esta “mistura” -término acuñado por Chito de Mello- tampoco se termina de definir con el término fusión, esa etiqueta tan mainstream en la que pareciera que las mezclas son quirúrgicas, casi algorítmicas: tres compases de esto y cuatro notas de aquello. En definitiva, la música popular no se trata de descifrar fórmulas sino de sacudir la modorra y el corazón. Allí apunta Calengo y da en el blanco, que no es redondo, es triangular y escaleno.

Calengo, de Ernesto Díaz. Aceituna Brava, 2023

El disco en los escenarios

Díaz y su banda estarán presentando su material este jueves (con Viviana Ruiz) y este domingo a las 20.00 en la Sala Corchea (Soriano 1243) con entradas a $ 440 y el 7 de diciembre a las 20.30 en la Sala Camacuá (Camacuá 575) a $ 450.