Es probable que Ridley Scott sea recordado esencialmente como el director de dos magníficas e influyentes películas de ciencia ficción, realizadas al inicio de su trayectoria como largometrajista: Alien (1979) y Blade Runner (1982). Sin embargo, en la actualidad, dentro del eclecticismo de su filmografía, viene llamando la atención como un realizador de épicos históricos.

A partir de que contó el descubrimiento de América (1492: la conquista del Paraíso, 1992), una de cada tres películas que dirigió entran en esa categoría. Incursionó por los gladiadores del Imperio Romano (Gladiador, 2000), las Cruzadas (Kingdom of heaven, 2005), Robin Hood (2010), el éxodo bíblico (Exodus,2014) y el último duelo judicial trabado en la Alta Edad Media (The last duel, 2021), posicionándose como una especie de nuevo Cecil B. DeMille.

Casi todas estas películas, de costos multimillonarios, fueron muy promocionadas y suscitaron curiosidad, de modo que terminaron dando ganancias, justificando la confianza de los productores para invertir otra fortuna en nuevas aventuras similares. De todos modos, Scott, quien nunca perdió conexión con su oficio principal como director publicitario, siempre fue muy dependiente de la calidad del guion que le toca en suerte. Dista de ser un “autor” y de tener el dominio narrativo como para remontar, con la mera calidad y puntería de su realización, un libreto que no se sostenga por sí mismo.

En el momento mismo de lanzar en cines esta biopic sobre Napoleón Bonaparte, Scott ya anunció que la versión que se está preparando para streaming vía Apple TV+ va a ser un director’s cut con más de cuatro horas de largo. La versión cinematográfica dura tan sólo dos horas y 37 minutos. La justificación es que alrededor de dos horas y media sería el tiempo máximo que una persona común puede tolerar sentado en una sala de cine. Es una estupidez: la mayor taquilla de la historia del cine (Lo que el viento se llevó, 1939) dura tres horas y 50. La imposición de las dos horas y media tiene pinta de deberse a que es una duración que permite dos o tres funciones diarias en una misma sala, multiplicando los ingresos económicos.

La versión mejor conocida del clásico Napoléon ,que dirigió Abel Gance en 1927, dura cinco horas y media –llegó a haber una versión de nueve horas de largo– y esto apenas da para cubrir la trayectoria de Bonaparte desde que era un niño hasta que cruzó los Alpes en 1800, eventos bastante más simples que los que aborda la película de Scott, que va desde el sitio de Toulon (1793) hasta la muerte de Napoleón en 1821.

Es muy posible que la versión extendida sea mucho mejor que esta, que es un desastre.

¿Qué Revolución?

Varios de los problemas de la película van más allá de la compresión absurda de hechos complejos en tan poco tiempo. Es complicado asumir a un Joaquin Phoenix casi cincuentón como el teniente coronel de 24 años que comandó la toma de Toulon. La energía y la impresión provocada por Bonaparte no es separable de su juventud, y cuando vemos a un Phoenix indolente recibir el comando de la misión, parece más bien un veterano experimentado que nunca llegó a mayores, y no el joven entusiasta republicano que había ganado la simpatía de los líderes revolucionarios y que tenía una ambición infinita.

Mucho más grave que el asunto de la edad es que este Napoleón apenas califica como un personaje. En forma similar a cuando Marlon Brando o Al Pacino no veían demasiado sentido en algunas películas en las que actuaban, Phoenix medio que se limita a inventar una manera de caminar (de por sí medio perezosa, balanceándose despacio de un lado hacia el otro) y poner caras interesantes pero de sentido polivalente. Nunca se le nota entusiasmo por nada, nunca entendemos qué piensa. Se comporta como un demente: mete la mano por entre las entrañas de su caballo muerto para agarrar la bala de cañón ensangrentada que lo hirió y se la entrega a su hermano Lucien para que se la lleve a la mamá de ambos (¿a santo de qué?). En Egipto, parece divertirse ordenando que disparen un cañonazo contra el tope de una de las pirámides de Guiza, y luego juguetea bizarramente con una momia. Frente a su esposa Josefina parece alternativamente autoritario, sumiso o indiferente, mientras le escribe cartas declarando su amor.

Durante la ceremonia de anulación del casamiento, le propina un cachetazo delante de numerosos testigos. Acomete, espalda en puño, al frente del pelotón de caballería como si fuera un héroe bélico de la Grecia clásica, pero durante el golpe de Estado que lo convertiría en primer cónsul francés, huye asustado frente a unos políticos que lo acosan. En ningún momento vemos nada que sugiera que esa persona pueda haber sido el líder cuyo carisma valía, en el contexto de una batalla, “como 40.000 soldados” (el dicho es del Wellington histórico).

Tampoco abundan las muestras de su inteligencia brillante y su enorme cultura. Por momentos la película lo aborda como una mezcla de Vito y de Michael Corleone (de El padrino), pero sin que se entienda de dónde emana su poder: todos esos soldaditos lo siguen y mueren por él motivados por una fuerza ciega, invisible e indiscernible, como si fueran los Minions de un villano de 007 o los stormtroopers detrás de Darth Vader. En ningún momento nos importa un pepino el destino de esa persona: si termina bien o si termina mal, si gana o si pierde la batalla, si asciende o decae en los rangos del poder, si culmina bien su vínculo con Josefina o si se separan, si engendra o no un heredero.

Lo mismo pasa de parte de ella: luego de que el casamiento se anula, no queda nada claro por qué expresa grandes padecimientos, si en la práctica no perdió nada: sigue viviendo en un palacio, con abundantes recursos, su título de emperatriz y la oportunidad de tener amantes: no vimos absolutamente nada en su vínculo con Napoleón que sugiera que la separación la haya privado de algo o que motive su expresión de mujer sufrida del tercio final de la película.

El montaje es medio abrupto y fragmentario, y deja realmente la impresión de que Scott laburó su versión de cuatro horas y luego apresuradamente eliminó tramos para arribar a las dos y media. Pocas veces vi una transición con menos sentido formal que la que se da entre la masacre a los insurgentes realistas del 13 Vendémiaire –con el detalle espantoso de una mujer con la pierna amputada por un cañonazo– y el casamiento de Napoleón y Josefina. Quizá fue frente a ese caos narrativo y formal que el guionista David Scarpa decidió poner a Josefina como una especie de punto focal, como si fuera el Rosebud de Napoleón.

La visión histórica de la película no podía ser más infantilmente hollywoodense, reminiscente de la ópera italiana: toda la historia de Europa parece depender de los intríngulis amorosos de sus mandatarios. Napoleón abandona la campaña de Egipto porque se entera de que Josefina tiene un amante, y luego se atreve a abandonar su exilio en Elba porque se entera de que ella está enferma (ninguna de las dos explicaciones tiene asidero histórico). No se presenta ni un solo aspecto positivo de la Revolución Francesa.

Uno podría decir que la visión de Napoleón es casi la de un proto-Hitler: un letrero final consigna los millones de soldados muertos en las campañas que lideró, pero no discrimina entre guerras expansionistas (que sin dudas las hubo) y la defensa contra ataques extranjeros (que también los hubo). No hay un solo apunte sobre su desempeño como estadista ni sobre los efectos positivos y duraderos de varias de sus innovaciones, en Francia y en los países conquistados, con respecto a la administración, la justicia, la educación, la tolerancia religiosa y la valorización de las ciencias y las artes. Nada en la película justifica la popularidad de alguien que fue convertido en emperador luego de un plebiscito en que obtuvo el 99% del apoyo del electorado. Peor: no hay constancia en la película de tal popularidad.

Rescatar la pantalla grande

Napoleón trasluce con claridad sus referentes: además de El padrino, tenemos a Barry Lyndon (1975) –incluida una imitación del Trío opus 100 de Schubert, que aparecía en forma destacada en la película de Stanley Kubrick– y Rescatando al soldado Ryan (1998, de Steven Spielberg). Es visualmente muy bonita.

El aspecto más grato deben ser las escenas de batalla. Brillan no sólo por lo espectacular (cientos de caballos, uniformes, desplazamientos masivos tomados con hasta ocho cámaras simultáneas, bella fotografía) como también por el énfasis en la brutalidad de los enfrentamientos y el poder destructivo de los cañones y rifles. La combinación de muchos extras, escenografías complejas y buenos efectos de computadora nos permite ver la destrucción de la flota británica en Toulon, Moscú en llamas, los soldados austríacos y rusos hundiéndose en el hielo en Austerlitz. Al menos en tres de las batallas (Toulon, Austerlitz y Waterloo) hay apuntes interesantes sobre táctica militar. Aun así, también aquí predomina cierta inmadurez plasticista de Scott por sobre el sentido compositivo (por ejemplo, en Austerlitz, insiste e insiste con las tomas subacuáticas de soldados hundiéndose bajo el hielo).

Los muy cinéfilos pueden acudir a las salas cinematográficas para apreciar sus valores plásticos y su espectacularidad, que nunca va a lucir de igual manera en pantallas chicas. A quienes sean menos sensibles a tales valores, quizá les valga más aguardar la versión en streaming. Hay características de este proyecto que son insalvables –lo serían aun si se tratara de una miniserie–, pero es de esperarse de la versión extensa, al menos, una historia mejor narrada, más coherente y con un poco más de involucramiento con sus personajes.

Napoleón. 157 minutos. Reino Unido / Estados Unidos, 2023. En cines.