La primera película “del oeste”, El gran asalto al tren, fue realizada por un operador de Edison, Edwin Porter, en 1903. Dura poco más de diez minutos, emplea por primera vez montaje paralelo, filmación de pantallas prefilmadas y ruptura de la cuarta pared. La película fue pionera en la articulación de algunas pautas del lenguaje cinematográfico, al mismo tiempo que fundaba un género, el wéstern.

Los hermanos Lumière produjeron un efecto sorpresa con su escena de llegada de un tren a la estación, que impresionó a algunos espectadores (el mito es que muchos huyeron de la sala de cine, creyendo que un tren irrumpía a través de la pantalla). Pero la toma final de El gran asalto al tren, en la que el jefe de los bandidos dispara su arma varias veces en dirección a la cámara, no fue casual: fue deliberadamente planeada por Porter para sobresaltar al público. En la escena anterior todos los bandidos habían muerto, de manera que esa toma final no se vincula con la narración.

No conviene reírse de la inocencia de los espectadores de la época, puesto que se trata de una toma que se ha venido repitiendo a lo largo de los últimos 120 años. La última vez, de manera trágica, cuando Alec Baldwin mató a la directora de fotografía Halyna Hutchins durante el ensayo de un rodaje en el que el actor apuntaba su arma hacia la cámara. Más allá de cualquier duda, apuntar un arma hacia una cámara puede ser muy peligroso y eso, inevitablemente, lo sienten los espectadores.

El wéstern revisionista, a veces llamado antiwéstern, se opone a las películas y novelas del género en las que hay una clara distinción entre buenos y malos. Si uno examina la historia del cine se encuentra con que, curiosamente, aunque predominan en número los wésterns revisionistas, han sido las películas más maniqueístas, como las protagonizadas por John Wayne, las que se han fijado como representantes del género.

Este año se estrenó Butcher’s crossing, un antiwéstern centrado en la caza masiva de bisontes americanos a partir de la segunda mitad del siglo XIX. Se basa en una novela publicada en 1960 por un escritor que, a pesar de su escasa obra, es uno de los grandes nombres de la literatura estadounidense de todos los tiempos.

John Williams, escritor

En 1973 un escritor que casi nadie conocía, John Williams, recibió el National Book Award por su novela Augustus (traducida al español como El hijo de César). El premio fue compartido con Quimera, de John Barth.

En esos años la literatura estadounidense más apreciada por la crítica producía excrecencias, en ocasiones vistosas, de las neovanguardias de la posguerra. El prestigioso premio, otorgado a un libro publicado el año anterior, inauguró la breve costumbre de premiar dos autores que de alguna manera representaban dos tradiciones dispares: el libro de Barth pertenecía a las “corrientes renovadoras” y el de Williams recogía el protocolo clásico de la novela epistolar, sin ninguna novedad formal. A partir del premio, Williams despertó cierta curiosidad en el público lector y los libreros comenzaron a buscar sus anteriores libros. Había apenas dos títulos: Stoner, publicado en 1965, y Butcher’s crossing, aparecido en 1960. Un tercero, escrito cuando el autor era veinteañero, y publicado antes de 1950, estaba descatalogado y Williams renegaba de él.

La escritura de Williams va directamente al grano, con engañosa sencillez. Su virtud es que tras la lectura de unas pocas líneas uno se olvida de que está leyendo palabras, y se encuentra buceando en un mar de almas. Así como sus compatriotas Barth, Gaddis o Gass se cuelgan de trapecios rupturistas y hacen acrobacias formales, y Pynchon o De Lillo extrañan la sustancia de ambientes y personajes y coquetean con los géneros masivos sin desceñirse de ciertas restricciones formales, Williams sencillamente cuenta una historia desde el principio hasta el final, como si fuera un inocente juglar de paso por el pueblo.

Parece natural que sólo después de laciado el rizo posmoderno, cuando los lectores captaron el truco y cambió, señalado amablemente por la veleta editorial, el sentido del viento, Williams se haya hecho legible. Algo similar les había pasado a Melville y, hace muy poco, a McCarthy, autores que podrían, con cierta facilidad, colocarse en una misma tradición que Williams.

Los primeros libros de Melville, que relataban aventuras en mares lejanos, le dieron fama, le calentaron la mano y lo hicieron famoso. Pero Moby Dick resultó incomprensible. Tenía una forma extraña, desmesurada, llena de segmentos que no narraban nada y que se parecían más a una enciclopedia de datos para naturalistas, exhibía una ironía misteriosa y un humor que no hacía gracia a sus compatriotas. Fue un fracaso que sumió a su autor en el olvido. La crítica comenzó a rehabilitarlo 70 años después de la publicación de Moby Dick, y probablemente fue, como en otros casos, el cine, con la película de 1956 dirigida por John Huston (guionada por Ray Bradbury y el director), lo que contribuyó a dar difusión masiva a su gran novela. A lo largo de los últimos 100 años la novela se convirtió, con justicia, en “la gran novela norteamericana”.

McCarthy, mucho más recientemente, también le debe al cine una difusión que de otra manera habría sido más lenta o tal vez ni siquiera habría ocurrido. Aunque publicó regularmente y pudo sobrevivir de su escritura, modestamente, sobre todo a través de becas, sólo fue a partir de fines de los años 90 del siglo pasado, cuando algunos de sus libros se vendieron para servir de base a guiones de cine, que se produjo un aumento de la difusión de su obra.

Butcher’s crossing

Cuando Melville escribió su epopeya de balleneros, nadie pensaba en la extinción de los mamíferos marinos, ni en que el aceite de ballena dejaría de tener valor de mercado debido principalmente a la explotación de yacimientos de petróleo. No hay en sus casi 700 páginas el menor lamento por la masacre global, y, en tanto enciclopedia ballenera, su frialdad para la descripción detallada de la matanza y el descuartizamiento obligan, a un lector posterior a los horrores genocidas del siglo XX, a un gran esfuerzo de abstracción para no colocar a Melville en el index de los asesinos seriales.

La primera novela de Williams, Butcher’s crossing, tiene puntos de contacto con Moby Dick: trata de caza, de grandes animales, y de un cazador obsesionado con su presa. La diferencia es que Williams la escribió en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando los bisontes casi se habían extinguido. El libro se publicó en 1960, un momento en el que no existía la sensibilidad por el ambiente que hoy es regla, pero el aire de los tiempos estaba listo: el libro pionero del ecologismo, Primavera silenciosa, de Rachel Carson, se publicaría dos años más tarde. (El arte siempre llega antes.)

Se estima que a mediados del siglo XIX había 60 millones de bisontes en las praderas del medio oeste de Estados Unidos; la caza masiva, promovida por el “avance civilizatorio” de los colonos, llevó a que, hacia fines del siglo, la población total sumara apenas pocos cientos de animales.

Pero el exterminio de la especie del bisonte americano no es el centro de la novela. El libro de Williams no podía leerse, hace 60 años, en clave ambientalista. En esos años los niños del mundo aún leían el libro de Buffalo Bill, célebre cazador de bisontes, donde se celebraba la cantidad de animales que era capaz de matar un cazador en una cabalgata de algunos minutos (69 fue el récord de Buffalo Bill, de donde obtuvo su apodo William Cody).

Transcurrido el tiempo, Butcher’s crossing no deja de aumentar su provisión de sentido. El retrato del cazador obsesionado con acabar hasta el último de los animales que tiene a la vista, incluso aunque no sea capaz de transportar los cueros, el carácter radicalmente pragmático del trabajador que contrata para desollar a los animales, y la pasividad del personaje a través de cuyos ojos se presencian los acontecimientos de la historia, maravillado ante la personalidad del cazador e incapaz de poner un límite a su locura, dan cuenta precisa de las profundas causas del desastre global que pueden causar los seres humanos.

Williams, muy probablemente, no pensaba en catástrofes ambientales, sino en las mentalidades de sus personajes. Como Melville, a veces da la impresión de que la muerte de todos esos animales lo tiene sin cuidado, que las muestra sólo para dar cuenta de unas mentalidades. Y acierta: Rachel Carson y su DDT explican muy poco; apenas denuncian; Williams, en cambio, que no derrama ni una lágrima retórica por los bisontes caídos, explica un mundo. El mundo en el que los bisontes han sido exterminados.

En la pantalla

Este año, 60 años después de aparecido el libro, se estrenó una adaptación para cine de la novela de Williams. Su director y productor, Gabriel Polsky, un hijo de emigrados soviéticos dedicado a la realización de documentales, había dirigido una sola película de ficción (The Motel Life, 2012), y formó parte del equipo de producción de Bad Lieutenant (2009), de Werner Herzog, donde trabó relación con el protagonista de Butcher’s crossing, Nicholas Cage. Sobre un guion que respeta la trama del libro aunque no resiste introducir rasgos del Hollywood más convencional en el tratamiento de los vínculos entre los personajes, Polsky hace una sobria puesta en escena que aprovecha, como buen wéstern, los extraordinarios paisajes del medio oeste norteamericano, fotografiados a lo largo de las cuatro estaciones.

Cuando Williams entregó su manuscrito a una editorial, rápidamente lo aprobaron para integrarlo a una colección de wésterns. Williams se negó: pretendía que sus lectores no se limitaran a los fanáticos del género. La editorial aceptó y lo publicó sin etiqueta, pero las ventas fueron escasas.

La historia está contada desde el punto de vista de un joven universitario de Boston que quiere conocer la vida de las tierras salvajes. El parentesco con el Ismael de Moby Dick es muy claro, a pesar de que Williams elige un narrador en tercera persona: cuando Ismael se sentía acosado por el sinsentido de la vida y comenzaba a pensar en el suicidio, se lanzaba a recorrer “la parte acuosa del mundo”. Will, el joven protagonista de Butcher’s crossing, se arroja a la pradera, luego de una vida civilizada y unos estudios universitarios promovidos por un padre religioso. Pero, a diferencia de la novela de Melville, Butcher’s crossing es una franca bildungsroman, una novela de aprendizaje explícitamente autoproclamada.

En la novela, los cuatro personajes pasan meses en una situación difícil, con altibajos en su vínculo, pero no hay un conflicto que explote dentro del grupo. La película, en cambio, no confía en que sus públicos acepten un wéstern sin personalidades violentas y asesinas, y busca, con cierta ansiedad, cumplir con los mandatos de las escuelas de guion. Afortunadamente la composición de Cage como Miller, el líder de la partida, es controlada, porque ha leído el libro y sabe que no es Ahab (porque también ha leído Moby Dick), y hay acuerdo en el equipo acerca de la necesidad de mantener un pulso contenido.

Williams fue toda su vida docente universitario. Fue editor de una antología de poesía estadounidense, él mismo publicó dos libros de poesía y cuatro novelas. Nunca vivió de las ventas de sus libros. En 1966, en una conferencia, expuso su preferencia por lo que llamó plain style, es decir, un estilo llano, claro, simple, liso. Apropiándose de esa simple mención suya, su colega Dan Wakefield lo presenta, en un artículo de la revista literaria Ploughshares de 1981, como “plain writer”, probablemente la mejor forma de definirlo como autor. El mayor éxito de la película sería acarrear lectores a los tres libros de este notable autor del siglo XX.