La red social antes conocida como Twitter, nunca compitió en usuarios con Facebook o Instagram, pero desde un punto de vista periodístico tenía cualidades sin rival. La línea de tiempo construida por miles de cuentas podía ser una foto de los hechos noticiosos que ocurrían en el mundo, cuando no directamente convertirse en noticia en sí.
Las cadenas noticiosas y los usuarios de identidad confirmada tenían un tic azul fácilmente identificable, que permitía distinguirlas de cuentas parodia. Más allá del hackeo eventual de alguna cuenta, era sencillo saber de dónde provenía la información, para construir una imagen de lo que estaba pasando.
Twitter no era una máquina de generar dinero, pero cumplía un rol social específico que le daba un estatus y un valor real a la empresa. Todo eso empezó a desintegrarse frente a nuestros ojos hace poco más de un año, cuando fue comprada por el magnate y heredero sudafricano Elon Musk, considerado actualmente la persona más rica del mundo.
“El pajarito fue liberado”, escribió en un mensaje (antes conocido como tuit). Una de las personas famosas con menos humor que ha pisado la red social, Musk comenzó a anunciar una serie de medidas que, según él, tenían el propósito de evitar que la plataforma se convirtiera en “un infierno sin límites donde se pueda decir cualquier cosa sin consecuencias”. Pero una y otra vez sus acciones buscaban complacer a un núcleo duro de usuarios que no se caracterizaba por sus ideas progresistas.
En una carta, explicó por qué compró Twitter: “No lo hice porque fuera fácil, ni para hacer más dinero, sino para ayudar a la humanidad, que amo. Y lo hago con humildad, reconociendo la posibilidad real de fallar en la búsqueda de mis objetivos, independientemente del esfuerzo”. Según expertos y analistas, falló una y otra y otra vez.
Entre sus primeras decisiones estuvo la de despedir a miles de empleados, debilitando la plataforma, que sufrió dificultades para su funcionamiento más básico, incluyendo una jornada en la que la cantidad de tuits (así se llamaban) por usuario fue limitada. No contento con eso, restauró cuentas que habían sido cerradas como consecuencia de “decir cualquier cosa”, incluyendo la del expresidente de Estados Unidos Donald Trump y otros referentes de la extrema derecha de ese país.
Esto sin mencionar que tomó una red social con un peso simbólico tan fuerte que la actividad de postear nuevos textos se había convertido en un verbo mundialmente reconocido (tuitear) y le cambió el nombre a X. Decenas de miles de tics azules lo celebraron, pero no nos adelantemos.
Se podría enumerar otros cambios que contribuyeron a la pauperización del servicio, pero hubo uno que arruinó la capacidad de controlar el flujo de información verídica. Después de idas y vueltas tan erráticas como su personalidad pública, Musk decidió eliminar el tic azul como símbolo de identidad confirmada y convertirlo en símbolo de aquellos que pagan ocho dólares por mes para tener un puñado de ventajas en el servicio, incluyendo figurar en primer lugar en las contestaciones a un tuit. Perdón, a un posteo.
El modelo de pagar por verificación –que ni siquiera es tal, sino simplemente un mejor posicionamiento en las líneas de tiempo de los demás usuarios–, contribuyó a lo que Rolling Stone llamó “una avalancha de desinformación”, que se agravó en medio de la guerra entre Israel y Hamas. La publicación citó un informe de News Guard que afirma que los usuarios “verificados” de X fueron responsables del 74% de las afirmaciones falsas más viralizadas sobre el conflicto armado. De los 250 posteos con más interacciones, 186 provenían de usuarios con tic azul.
“Este es otro clavo en el cajón de X en relación al deterioro de la confianza de los anunciantes”, explicó a Adweek el consultor de medios Ruben Scheurs, de la empresa Ebiquity. “Y están aplicando su decisión de no regresar a X”. La huida de los grandes anunciantes lleva a que se desperdigue otra clase de publicidades, incluyendo mensajes antisemitas y neonazis, como denunció la ONG de monitoreo de medios Media Matters. Lejos de intentar lidiar con el problema, Musk respondió a la ONG amenazándola con una demanda multimillonaria.
Sin embargo, hasta el propio Musk fue acusado de antisemitismo por sus comentarios en la plataforma. Un usuario posteó que los judíos eran responsables del “odio dialéctico contra los blancos” y el dueño de X respondió: “Has dicho la verdad”. Esto llevó a que la mismísima Casa Blanca advirtiera al empresario que es “inaceptable” apoyar esa teoría conspirativa “en cualquier momento, y mucho menos después del día más mortífero para el pueblo judío desde el Holocausto”, en referencia al ataque de Hamas del 7 de octubre.
El operativo de lavado de cara de Musk comenzó con el anuncio de que la plataforma “donará todos los ingresos de publicidad y suscripciones asociadas con la guerra en Gaza a hospitales en Israel y la Cruz Roja/Media Luna Roja en Gaza”. Lo siguió una visita a Israel, donde se reunió con el primer ministro Benjamin Netanyahu, además de recorrer algunas de las zonas destruidas por el mencionado ataque.
A su regreso, Musk no paró de ser noticia por las razones incorrectas. Primero coqueteó con la infame teoría conspirativa conocida como Pizzagate, que afirma que el Partido Demócrata manejaba una operación satánica y pedófila en una pizzería de Washington DC, y luego se dirigió a las empresas que dejaron de poner dinero en X debido a su posteo antisemita, que él definió como “la peor y más tonta cosa que he hecho”.
“Lo que va a pasar es que van a matar a la compañía, y el mundo entero va a saber que los anunciantes mataron a la compañía”, dijo durante una conferencia organizada por The New York Times. Y agregó: “Váyanse a la mierda”.