A esta altura de los hechos, ya no sabemos si los años 90 están volviendo o si nunca se fueron. Ya vivimos un revival de lo ochentoso (pantalones de tiro alto, música bailable, camisetas de colores fuertes) e incluso se anunció una “vuelta” de los dosmil, pero los 90 siempre estuvieron ahí, generando al mismo tiempo fascinación y rechazo. “La década que amamos odiar” le llamó un libro que relevaba la influencia central que tuvo ese período en el estado de ánimo de toda una generación.

Los años 90: MTV, Nirvana, la globalización, la llegada de internet, el neoliberalismo, la caída del Muro de Berlín, Harry Potter, el éxtasis, Titanic, Chicago Bulls, la televisión. Esos son sólo algunas astillas del enorme árbol que se plantó a velocidad récord en aquellos años (fueron tiempos de frenesí) y que se clavaron en el disco rígido de la sociedad. Muchas son estrellas que siguen titilando en el cielo del presente, algunas se han ido apagando lentamente. Y también está el britpop, que es el tema que hoy nos convoca.

Mientras estas líneas se escribían, Blur y Pulp tocaban en Uruguay, Argentina y Chile. Han pasado 30 años desde que la Cool Britannia explotó en Reino Unido y acá están, como guerreros de mil batallas, con sus viejos hits a cuestas, bajando una vez más hasta el extremo sur del continente americano. Ya nos hemos acostumbrado a los proyectos longevos en el rock. Los Rolling Stones acaban de anunciar una nueva gira por Estados Unidos y a esta altura se trata de hombres que, más que producir música, parecen dispuestos a romper un récord Guinness que consiste en saber cuánto tiempo puede estar el mismo grupo de personas haciendo algo juntos.

El caso de las bandas emblemáticas de britpop es distinto, en la medida en que se han separado varias veces y varias veces se han vuelto a reunir. En ese sentido, se produce siempre un efecto de retorno inesperado, de algo que se renueva. No es la misma experiencia de la banda que lleva 40 años tocando; es la experiencia –quizás un poco más intensa– de la banda que se reúne a pedido de la gente. Todos los fans esperan íntimamente que su banda se vuelva a reunir. En Argentina, por ejemplo, la gente ruega con desesperación por la vuelta de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota, inmunes incluso a la evidencia de que sus líderes fundadores se odian y de que uno de ellos, el cantante, está enfermo hace ya varios años. No importa: el único derecho inalienable es el derecho a esperar lo imposible.

Hubo regresos de bandas que fueron gloriosos pero hubo también reuniones desangeladas, sin alma, donde quedaba claro que lo único que tallaba era el dinero. Los grupos de rock son laboratorios muy despiadados de la conducta humana: varias personas de enorme ego, en general millonarias, usualmente bastante drogadas, que conviven en largas giras durante meses. ¿Qué puede salir mal? Y sin embargo también ocurre que se juntan y recuerdan milagrosamente a esos jóvenes que fueron cuando empezaron a tocar juntos y una cierta pureza juvenil regresa y eso se transmite en sus shows. Una alegría, un déjà vu, algo difícil de poner en palabras.

Si Blur y Pulp son bandas que siempre están volviendo –no se sabe cuándo se van a separar y cuándo anunciarán un nuevo regreso–, Oasis, que forma la tercera pata de esa santísima trinidad del pop inglés de los 90, parece no encontrar las condiciones para hacerlo. Es el regreso más frustrado del rock contemporáneo. Los hermanos Gallagher se mandan mensajes a través de Twitter y de declaraciones periodísticas, y parecen una pareja que espera que el otro diga las primeras palabras de amor. Ambos avisaron que sus teléfonos estaban abiertos para recibir el llamado del otro, pero, ay, ninguno puede descender a la tierra y llamar a su hermano. No es improbable que las cosas sigan así para siempre. Un cuento en el que pasan los años y las décadas y Noel y Liam se convierten en dos ancianos que esperan que suene el teléfono para rearmar la banda que los hizo famosos.

Mientras todo esto ocurre, Mariana Enriquez acaba de publicar un libro sobre Suede, una de las bandas satélite de los 90, un poco britpop, un poco otra cosa; una banda que nunca rompió el techo de cristal de las bandas de culto y que cosechó un pequeño grupo de fans muy intensos. De hecho, el libro, Porque demasiado no es suficiente, es esencialmente un ensayo en primera persona sobre el fanatismo, sobre ese puñado de casualidades que se alinean para que nos enamoremos de una banda de rock y sobre cómo el tiempo va modificando esa relación, sin terminar nunca de romperla.

Mariana Enriquez tuvo con Suede un vínculo de décadas, y las relaciones largas tienen altibajos, momentos brillantes y momentos de hastío, pero quizás sean las únicas relaciones que valen la pena. Es la misma relación que tiene el britpop con la gente que fue joven en los 90 y que hoy ya tiene hijos y trabajos serios y dolores de espalda, pero que saca una entrada y se para en el campo de un recital de Pulp para corear, una vez más, aquello de “I want to live with common people like you”.