En 1972 Los Olimareños editaron ¡Qué pena!, su octavo álbum uruguayo, cuyo lado B abre con “Los dos gallos”. La canción se convertiría en parte del repertorio habitual del dúo y en un clásico de nuestro cancionero; una de esas piezas con las que empiezan a poner los dedos sobre el diapasón miles de entusiastas guitarreros, dado lo simple de su progresión de acordes, los incansables La menor, Mi Mayor y Re menor. “Los dos gallos” –también conocida como “Los gallos” o “Gallo rojo, gallo negro”– aparece registrada en el elepé como “motivo popular” y sin referencia autoral, ni siquiera se lo menciona como desconocido. Un lustro después se revelaría quién era el músico detrás de esta y otras obras que empezaron a circular en 1963, en un proyecto discográfico sueco llamado Canciones de la resistencia española que para muchos, incluso hasta el día de hoy, contiene coplas anónimas y de la época de la guerra civil del país ibérico.

El documental Si me borrara el viento lo que yo canto, de David Trueba, echa luz sobre este mítico álbum y su compositor, el cantor y poeta español José Antonio Chicho Sánchez Ferlosio, quien a principios de los 60 acompañó las revueltas estudiantiles antifranquistas con su guitarra. Fue en esa época que dos estudiantes suecos llegaron a Madrid con la intención de registrar los pormenores de la dictadura europea. Conocieron al músico estudiante de Filosofía y registraron en un clandestino magnetófono algunas de sus canciones, sin nada de producción, fugazmente –entraron, grabaron y se fueron– y con mucho miedo. Como estudio de grabación ofició el baño del apartamento que Chicho compartía con su compañera, Ana Guardione. De regreso a Estocolmo, editaron el larga duración que, por motivos de seguridad, no revelaba el nombre del músico y que se convirtió en un éxito inmediato, primero en la nórdica Escandinavia, luego en el resto del continente –incluso en España, burlando la censura– y más allá, como sabemos. Recién tras la muerte de Francisco Franco, en 1975, los suecos conocieron el rostro detrás de aquellos versos que habían sido traducidos para la edición del vinilo.

La anécdota y su protagonista son suficientes para hacer de este film un buen plan cinematequero, pero Trueba no se queda en eso: aprovecha la excusa para hacer una semblanza del contexto social y político de la España franquista, que coqueteaba con el turismo hacia afuera y mantenía una fuerte represión en la interna. Las movilizaciones, el rol de la mujer, la militancia y la cárcel son abordados con rigurosidad pero sin dramatismo. En particular se detalla el enfrentamiento entre el gobierno autocrático y el Partido Comunista, una riña de gallos que fagocitaba todo. Como afirma uno de los entrevistados, “los comunistas no tenían sensibilidad para más cosa que para el franquismo”. En ese marco, la película se detiene lo necesario en la captura y posterior ejecución del dirigente comunista Julián Grimau, acontecimiento que inspira una de las canciones prófugas.

Este panorama no sólo aporta contexto: también sirve de contrapeso a la por momentos hilarante peripecia de Sánchez Ferlosio, definido por uno de sus allegados como un cronopio, esa categoría de personajes que Julio Cortázar describe como “un dibujo fuera del margen”. Chicho, por aquellos años militante afiliado al Partido Comunista –del que luego tomaría distancia–, era hijo de Rafael Sánchez Mazas, periodista y escritor de renombre fundador de la Falange Española, a quien se atribuye el lema franquista “Arriba España”, que llegó a ser ministro en los primeros años del período dictatorial y ostentó diversos cargos de alcurnia. Sánchez Mazas aparece interpretado por el actor Ramón Fontserè en Soldados de Salamina (2002), la película de David Trueba que se basa en la novela del mismo nombre (escrita por Javier Cercas y publicada en 2001) y que pone el foco en los años de la guerra civil. El vínculo entre padre e hijo, los encuentros y desencuentros le aportan grises a una historia que tiende a contarse en blanco y negro.

La gama de voces que participan en esta cinta es ajustada y exquisita; por la cercanía con el objeto de estudio y por la gracia en pantalla, todo lo que cuentan aporta. En ese coro se destacan Sköld Peter Matthis, el activista sueco detrás de la empresa, Jesús Munárriz, poeta y compañero de andanzas de Chicho, y Ana Guardione, quien, como se dice en la jerga, se come la pantalla y brinda un potente costado femenino al documental y al hecho histórico. El director anima el habitual y sedentario esquema de entrevistas barajadas con una batería de imágenes de archivo, algunas vinculadas al episodio, como viejas entrevistas o documentos de la época, y otras que logra asociar con frescura y oficio, desde fragmentos de películas hasta publicidades. El resultado salta a la vista en los 89 minutos de película que se esfuman sin que nos dé tiempo de incomodarnos en la butaca.

“Hasta que el pueblo las canta / las coplas coplas no son / y cuando las canta el pueblo / ya nadie sabe el autor”, sentencia Manuel Machado en su –repetido hasta el hartazgo– poema “La copla”, y a nadie le caben mejor estos versos que a Chicho Sánchez Ferlosio. Sus canciones se volvieron etéreas y atemporales; cantamos “A la huelga” como si se tratara de una tradición centenaria y no nos detenemos a pensar que es del autor de los versos que Joaquín Sabina le recomendó a Jorge Drexler para el estribillo de la “Milonga del moro judío”: “Yo soy un moro judío / que vive con los cristianos. / No sé qué dios es el mío / ni cuáles son mis hermanos”.

Parte del éxito de cualquier proyecto, en este caso uno cinematográfico, es saber delimitar el campo y no irse por las ramas, porque menos es más. Como está dicho, Trueba cumple con la premisa. Sin embargo, es posible que el espectador al sur de América se quede con ganas de ver el impacto latente de estas canciones en nuestro continente, en especial la influencia sobre los colectivos artísticos de Uruguay, Chile y Argentina, que va mucho más allá de la versión del dúo treintaitresino y que –quebremos una lanza– daría para otra película. Como muestra, en la próxima cantarola carnavalera, cuando entones “Dicen que la murga es / un bombo y un redoblante”, la clásica retirada de Falta y Resto de 1982, recordá que esa música que ya es parte del ADN uruguayo es “Canción de soldados”, otra de las coplas registradas en aquel baño madrileño. A la luz de los acontecimientos, no queda duda de que el viento no logró borrarlas.

Si me borrara el viento lo que yo canto, de David Trueba. Documental. España, 2019. En Cinemateca.