Varias líneas se mezclan en este relato autobiográfico ficcionalizado de Steven Spielberg sobre su infancia y adolescencia. Es, obviamente, una película de coming of age. Procesa también el vínculo con su madre y su padre. Ambos fallecieron recientemente (respectivamente en 2017 y 2020), y el consiguiente sentido de pérdida impregna la película de nostalgia, que se extiende a varios otros aspectos de la época y lugar retratados (Estados Unidos entre 1952 y 1965), y los holgados recursos de la producción permiten una reconstitución de época que parece disfrutar de enfatizar pequeños detalles (el taxímetro, el enchufe del proyector). Es también un tributo al cine.

Todas esas líneas se mezclan de maneras productivas. El primer plano muestra la calle de un atardecer invernal en Nueva Jersey. La cámara desciende hasta concentrarse en el rostro del pequeño Sam, aterrorizado ante la perspectiva de entrar a una sala oscura donde va a ver a unos seres enormes representando una historia intensa. Un paneo y enfocamos a Burt, el padre, que intenta tranquilizarlo explicando cómo funcionaba técnicamente el cine -los fotogramas, la persistencia retiniana, la proyección-. Otro paneo en la dirección opuesta y ahora nos centramos en Mitzi, la madre, que dice que “las películas son sueños”. Vencida la resistencia del niño, ellos se encaminan a la entrada y la cámara vuelve a ascender, mostrando el luminoso afuera del teatro: El espectáculo más grande del mundo, título que vale para la película (1952) de Cecil B DeMille que están por ver, y para el cine en general.

Es decir, en ese plano inicial ya son introducidos Sam -el protagonista-, el asunto cine, los padres y la dualidad que van a representar: Burt el ingeniero, racional, organizador, poniendo toda su inteligencia en pro de desarrollos técnicos y pensando en sus consecuencias para el mundo; y Mitzi la pianista, de sensibilidad artística y más inclinada a la concreción de los propios deseos más allá de su impacto social. En todo momento se va a mostrar cómo el cineasta Sam Fabelman (o Spielberg) se horneó a partir de la combinación de ambos ingredientes, luego de sucesivos desequilibrios hacia uno u otro en un camino plagado de conflictos. En los primeros episodios vamos a ver el impacto profundo sobre Sam de esta primera experiencia en el cine, que derivó en el empeño de recrear su secuencia-clímax (el desastre ferroviario) con un trencito de juguete y una cámara de ocho milímetros.

El plano final es la contracara del primero. En vez de preceder el impacto (la película de DeMille), viene enseguida del impacto (el encuentro personal con John Ford). Partimos del detalle (las manos de Sam flasheado, agarrando la reja) y luego la cámara retrocede para mostrar el estudio cinematográfico y a Sam caminando, energizado, hacia el futuro. Ya aquí la magia se transfirió del consumo por el público (espectadores en una sala de cine) hacia la producción (veterano cineasta y futuro cineasta en un estudio), y el contraste de climas enfatiza líricamente lo que ello significó para el personaje, de la noche invernal norteña del inicio hacia el día soleado de Los Ángeles. Y también aquí hay un juego con el movimiento de la cámara, pero cambió la expectante solemnidad del plano inicial por un criterio juguetón. Ya ahora la cámara no se limita a contar la historia, sino que se identifica con el personaje-cineasta, a quien nos asimilamos por vía de la identificación.

Como tantas historias basadas en hechos reales, Los Fabelman no encaja en una estructura narrativa clásica. Al igual que la novela Retrato del artista adolescente de James Joyce (1916), está conformada de episodios estancos, momentos ilustrativos de las sucesivas etapas del desarrollo desde la infancia hasta el adulto en ciernes, aquí enfatizadas por las distintas mudanzas y situaciones familiares (Nueva Jersey, Phoenix, Saratoga, Los Ángeles). El episodio final necesita incluso generar su propia premisa (los ataques de pánico de Sam, las cartas que envía) para tener sentido narrativo, y casi que podría ser un cortometraje aparte del resto. Sin embargo, todo eso está cosido por una espesa trama de motivos, temas, paralelismos y el hilo conductor de la vocación de cineasta, planteada desde el primer momento y cuya resolución se vislumbra al final.

Por ejemplo, cuando Mitzi agarra la cámara de Burt y se la presta a Sam por primera vez, le dice “será nuestra película secreta”, y Sam luego se va a encerrar con Mitzi en el closet para ver la peliculita proyectada en la pared. Mucho después, en uno de los momentos culminantes, el Sam ya adolescente va a invitar a Mitzi a ver en el closet (de otra casa, pero similar al primero) una filmación especialmente reveladora, y luego le promete “no lo voy a contar.” Así, dos momentos distintos, a un decenio uno del otro, se conectan formalmente. La crisis depresiva de Mitzi, cuando el piano permanece por meses empaquetado luego de la mudanza a California, coincide con la decisión de Sam de ya no filmar, como si ambas vocaciones artísticas respondieran a una misma energía.

También hay continuidades que unen temas disímiles. La apariencia de Mitzi, de ama de casa hacia 1960, aparte de funcionar como signo de época, representa también elementos de sumisión a cierto orden que reprime su vocación de pianista (las uñas largas). De hecho, su taco alto y fino va a perforar la página de partitura de la sonata de Beethoven que está ensayando. Esa perforación va a ser la inspiración para que Sam invente la solución técnica que faltaba para dar intensidad a su wéstern aficionado, y ese espíritu de invención lo vincula con su padre.

A su vez, dicho wéstern responde a su entusiasmo por The Man Who Shot Liberty Balance (Un tiro en la noche, de Ford, 1962). Casi nos olvidamos de eso, pero en la secuencia final, cuando Sam está en la sala de espera del “más grande director de cine que haya vivido”, que no sabemos todavía de quién se trata, y él tampoco, de pronto empieza a darse cuenta al ver los afiches que cubren las cuatro paredes del lugar. La cámara gira casi 360 grados recorriendo esos afiches mientras escuchamos el tema musical principal de The Searchers (Más corazón que odio, 1956). La música y la evocación visual de tantas obras maestras ya son un golpe al corazón de cualquiera que tenga una vivencia de historia del cine. El arco de la cámara concluye regresando a Sam, que está mirando el último de los afiches, que no logramos identificar porque está, justamente, tapado por su cabeza. Cuando Sam se mueve y lo desbloquea, entonces vemos que se trata de The Man Who Shot Liberty Balance, y sentimos en la piel y en el estómago la significación que esa situación tiene sobre el personaje tal como se construyó en el correr de las dos horas y media previas de película.

El juego es más complejo e intenso que el ciclo tipo “tenía un sueño” y “lo alcanzó”. Porque el cine, aparte de ser objeto de fascinación, se muestra en Los Fabelman como herramienta para la vida. Es, por ejemplo, un instrumento de conocimiento: en la mesa de montaje, Sam empieza a ver aspectos de una situación que no había percibido cuando estaba ahí vivenciando esos momentos y filmándolos. Esa escena, coloreada por la emotiva música de Alessandro Marcello que Mitzi está tocando, es a la vez un prodigio de montaje y un comentario sobre el montaje cinematográfico, las perspectivas que abre para el realizador y sus posibilidades de construir, sesgar, mentir, enfatizar, dar sentido.

Más adelante, cuando Reggie acusa a Sam de egoísmo, la invitación de él para que ella viche el montaje de la filmación del Ditch Day funciona como reconciliación y afirmación del lazo fraterno. Más importante, la proyección de esa filmación en el liceo va a implicar la resolución de la principal tensión del episodio ubicado en Saratoga.

Además, el cine funciona en Los Fabelman como medida de la evolución de los personajes. Si el primer parlamento de Burt consistió en una explicación sobre el funcionamiento mecánico del cine, pasadas dos horas y media de proyección y 13 años en el tiempo anecdótico, en su última escena Burt va a recurrir a una metáfora cinematográfica para referirse a su vínculo amoroso con Mitzi: “Fuimos demasiado lejos en nuestra historia para poder decir the end”.

Por supuesto, Los Fabelman está llena de referencias al cine de Spielberg. Aparte de reconstituir las películas aficionadas que él hizo cuando niño y adolescente, hay varias guiñadas a E.T., el extraterrestre (1982), muy pertinentes si sabemos que aquel proyecto derivó de la primera semilla de Los Fabelman. El impulso inicial de E.T. fue la intención de hacer una película que procesara su vivencia de la separación de sus padres. Uno puede reconocer de E.T., aparte del asunto de la separación, la reacción del pequeño Sam asustado que retrocede y derrumba una estantería, las hermanitas gritonas, los trayectos de los adolescentes en bicicleta. Hay también alusiones a Rescatando al soldado Ryan (1998) -la película de guerra-, Los cazadores del arca perdida (1981) -el monito-, Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (2008) -el sombrero caído al lado del auto-, aparte de las constantes estilísticas de siempre, sobre todo esos acercamientos a rostros que miran algo con emoción, antes de que el contraplano nos revele qué es lo que la persona está viendo.

Esta película tuvo una excelente acogida de la crítica, cosechó premios y nominaciones importantes. La boletería, al parecer, fue tibia tirando a mala. Parece ser que, luego de haber sido el director más exitoso del mundo durante décadas, a los 75 años Spielberg se desfasó de la masa de público. Hay, en efecto, algo envejecido en esta película, notorio, sobre todo, en la manera en que está dirigida Michelle Williams, o en cierta inocencia del personaje de Sam. La historia “vieja” del cine interesa cada vez menos y la franja de espectadores más sensibles a ella -los más veteranos- es justamente la que más se apartó de las salas a partir de la emergencia de la covid.

No creo que Spielberg haya incluido esos aspectos envejecidos como una especie de juego, más bien derivan naturalmente de que es una película dirigida por un viejo. Como alguien que acompañó a tiempo real y con entusiasmo la totalidad de su carrera, me resulta muy fácil pasarlos por alto. Además, hay una manera interesante de procesarlos como alusiones al cine de las épocas que está retratando, casi como una parodia estilística. Toda la primera mitad (Nueva Jersey y Arizona) oscila entre una sitcom y un melodrama de los años 50, y el episodio californiano es una de aquellas comedias de prepa ambientadas con música surf.

Las premiaciones actorales pusieron casi todo el foco en Michelle Williams y Paul Dano, pero la actuación de Gabriel LaBelle es descollante, virtuosística, perfecta. Y lo mismo se puede decir de Seth Rogen y de los breves cameos de Judd Hirsch y del mismísimo David Lynch. Es una de las películas más personales, emotivas y redondas de uno de los más grandes maestros de la historia del cine. Es, además, una película pensada para la pantalla grande: la vi en un screener en mi televisor, y la amé, y en una sala de cine, y la seguí amando, pero además el impacto plástico y sonoro hace una diferencia abismal. No desaprovechen la oportunidad.

Los Fabelman (The Fabelmans), dirigida por Steven Spielberg. Estados Unidos, 2022. Con Gabriel LaBelle, Michelle Williams, Paul Dano. En varias salas.