En Montevideo (y en todo el país) se están demoliendo adefesios desde hace tiempo. Frontones de fábricas con firuletes falsamente medio orientales. Heladerías con forma de castillito. Hoteles de playa que parecen trasplantados desde una novela alpina de Stefan Zweig. Cosas así. Adefesios.

Pero son nuestros adefesios, y permitir que los demuelan (o que los encastren en adefesios peores y ya netamente monstruosos) es atentar contra nosotros mismos. Hay una relación directa entre quienes habitan una ciudad y las calles que recorren, idealmente caminando. Una relación generada por la psicogeografía, que es el impacto emocional que tiene el entorno urbano en quienes lo habitan, y la relación de familiaridad que se genera con sus elementos destacables por una cosa u otra. Los adefesios derrumbados, tanto como lo que sea que se considere digno de preservación, constituyen (constituían) mojones de una cartografía que es a la vez personal y colectiva. Nuestra ciudad es, o debería ser, parte de nosotros mismos.

La psicogeografía es un concepto desarrollado en los años 50 en Francia por la Internacional Letrista y la Internacional Situacionista, que es como decir por Guy Debord. La idea de apropiarse de una ciudad mediante el simple proceso de caminarla viene del siglo XIX parisino y sus flâneurs, descritos por Baudelaire. La actividad típica del flâneur era caminar sin rumbo por las calles, abierto a sensaciones y descubrimientos. Como quien dice, el salir a dar una vuelta como forma de arte. Debord tomó ese concepto, le agregó generosas dosis de teoría marxista y lo convirtió en la psicogeografía: salir a dar una vuelta como forma de revolución.

Al día de hoy hay dos vertientes principales del asunto: una más académica y racional y otra más debordiana y emocional. La primera puede encontrarse en el libro Psicogeografía. La influencia de los lugares en la mente y el corazón de Colin Elard, canadiense, profesor de neurociencia en la universidad de Waterloo, que explica la disciplina desde una perspectiva racional y científica, con una pata apoyada en la psicología y otra en el urbanismo. Hay, inevitablemente, un fuerte componente sentimental, pero es el libro ideal para aprender por qué todos queremos las mismas mesas en los bares, o por qué las interminables paredes desnudas de un shopping nos producen inquietud.

La otra vertiente es la más interesante y floreció en Londres como tantas otras cosas abonadas más o menos en secreto por el Situacionismo (el punk, por ejemplo). Hay un buen número de escritores influenciados por la psicogeografía, ya sea ensayistas o autores de ficción, desde Ian Sinclair o Peter Ackroyd hasta M. John Harrison, Michael Moorcock o Will Self, que hasta tenía una columna periódica sobre el tema. Hasta el rey de la literatura con trasfondo esotérico, Alan Moore, integra la lista. Todos ellos tienen ensayos, cuentos o novelas en los que el entorno geográfico-urbano, casi siempre de Londres, es un personaje más de la trama y tiene influencia en lo que les ocurre a los personajes o a los propios autores.

Mención aparte merece el, discutiblemente, autor más importante de la literatura inglesa del siglo XX, J.G. Ballard. Desde sus primeros libros fue un psicogeógrafo de facto, cuyos personajes interactuaban con el ambiente enrarecido que les tocaba en suerte como si fuera otro personaje más, tan importante para lo que pasaba como el propio narrador: tanto como qué pasaba o cómo se contaba lo que pasaba, importaba dónde pasaba. Más adelante, casi toda la segunda parte de su carrera la dedicó a contar qué le ocurría a gente cuya psiquis era afectada por el lugar donde se encontrara: una colonia de vacaciones de lujo, un rascacielos, un complejo de viviendas o la isla pelada de cemento en el cruce de dos autopistas.

En Londres supo existir el London Psychogeographical Institute, fundado en 1957 por su único miembro conocido, el artista Ralph Rumney, que era integrante foráneo de la Internacional Situacionista. La asociación se las ingenió para sobrevivir sin Rumney, a través de una sección barrial, al menos hasta el 2000, aunque sus ideas, costumbres y usos eran tan delirantes, abstractos y secretos que tal vez continúe en actividad al día de hoy y nadie esté al tanto. Desde el cambio de milenio no volvieron a aparecer sus antes frecuentes boletines informativos, pero tampoco es que eso quiera decir mucho.

Si uno se pregunta por qué Londres, en apariencia tan cambiante y tan propenso a la gentrificación (el enemigo número uno de la psicogeografía), es campo tan fértil para la disciplina, basta con recordar que se trata de la ciudad que tiene un monumento conocido como The London Stone (“La piedra de Londres”) y que se trata concretamente de una piedra que está en Londres. Una piedra bastante grande, de la que nadie sabe con certeza desde cuándo está en su lugar, ni por qué, ni qué función tenía originalmente. Es una piedra, hace mucho que está ahí (hay menciones desde pocos años después del 1000), se tiene por cierto que sería mala idea moverla y tanto se la respeta que la última vez que se demolió el lugar de su ubicación (había quedado adentro de una tienda donde la tapaba un exhibidor de revistas) se la trasladó al Museo Británico para preservarla, antes de devolverla a su sitio.

Por casa las cosas no pueden ser más distintas. La ciudad no crece pero se renueva, a ritmo de la especulación inmobiliaria. Los mojones que podríamos tener van desapareciendo, y el Día del Patrimonio confunde el concepto de patrimonio social colectivo con el de propiedades estatales. El ciudadano de a pie, el inevitablemente menos frecuente flâneur montevideano, se va viendo acorralado por un paisaje cada vez más adusto y monótono de edificios en altura, iguales unos a otros independientemente del barrio en que se encuentren. Una psicogeografía de la monotonía, el brutalismo urbano y la negación del individuo en el exterior. Una pesadilla psicogeográfica. Debord nos miraría con notoria expresión de desagrado.