El Circular acaba de estrenar “una comedia tristona y cruel para una actriz y un títere”. Así la define el programa, aunque la puesta, en su totalidad, nos presenta una multiplicidad de ideas atravesadas por un pensamiento de corte filosófico que se desarrolla a partir de un hecho muy concreto y simple.

Una actriz llega al teatro con una tensión extraña. Necesita contar algo que le ha sucedido. El miedo se le interpone, quiere advertir a la platea del riesgo en el que vivimos siempre: “Nos pueden robar”. Nos pide que cuidemos nuestras cosas porque no están a salvo. El objeto como un bien preciado, la idea de posesión frente a la amenaza externa, siempre latente. Hay allí un sustrato del que no se habla, pero se presiente: el ser humano atrapado en la lógica absurda del mercado, en la que ser es tener frente a los otros, los que no tienen, y por eso son mirados bajo el lente de la sospecha.

La situación concreta es que le robaron la cartera. Ella, en un acto reflejo, se resiste, lo que provoca que la arrastren media cuadra mientras se aferra al objeto que le pertenece más que a su propia vida. La obra propone un análisis de lo que puede sentir o pensar una persona frente a una situación de violencia. Por un lado, la expresión de odio que supone barreras de clase y reclama justicia. Por otro, una mirada más aguda que busca comprender por qué sucede eso y cuáles son los parámetros socioculturales que sostienen esa realidad. El teatro es el territorio en el que estas cuestiones se ponen en tensión para escapar del reduccionismo en el que se mide todo según un esquema de blanco o negro.

Diana complejiza el tema en una puesta en la que esas dos posibilidades se vuelven un espejo. La ladrona y la víctima se enfrentan en un diálogo que intenta desentrañar una injusticia social a partir de un hecho simple: el robo. Todos en la platea podrían conectar en su memoria con una situación semejante. Entonces, el robo se convierte en un disparador, es una excusa para repensar el tema, alterando la óptica.

Dos mujeres distintas, dos situaciones de vida diferentes que las ubican en lugares tan opuestos como el de víctima y victimario, se encuentran en escena para construir una situación hipotética: ¿qué se le podría decir al atacante si se tuviera la oportunidad? Y ¿qué nos respondería? La obra se convierte, entonces, en una apuesta de tono filosófico que permite cuestionar, en términos más complejos, esa dualidad básica.

Lo interesante de esta historia es que las dos mujeres en escena son, en realidad, una sola, acompañada de un títere. El personaje de la actriz tiene voz y espacios donde expresar su visión de la historia, y la mujer que roba está en sus manos y es un objeto. Es una cabeza que habla y reflexiona a partir de palabras que no le pertenecen. ¿Hay alguna posibilidad real de que la ladrona haga oír su voz? Probablemente no. Aquí hay una búsqueda honesta de romper la barrera social e intentar descubrir cuáles serían sus palabras, si pudiera contarnos por qué robó.

La puesta escénica es excelente. Un títere, una tela y un juego de luces construyen un espacio mágico para que los espectadores se convenzan de que hay en escena dos personajes. La representación de Tamara Couto atrapa por su habilidad para desdoblarse cumpliendo el rol de la mujer robada sin descuidar el control del títere. A través del manejo del cuerpo, de la máscara y el uso de la voz, es capaz de generar en el espectador la ilusión de que no está sola en escena.

Raquel Diana, una actriz exquisita y una dramaturga de una sensibilidad que va de lo sutil a lo brutal, nos propone ver a ese otro que está en la calle, esperando siempre, sin esperanzas de que algo cambie. “La señora que está en 18 de Julio y Arenal Grande, frente a un bazar, día y noche, invierno y verano con su frazadita, como todos los que están en esa situación de calle, nos lleva a pensar en Esperando a Godot, de Samuel Beckett, en ese desierto en el que se está, sin siquiera esperar”, nos dijo el día del estreno. Esa visión atraviesa a Diana en muchos más niveles que su condición de mujer de teatro: la moviliza como persona ideológicamente comprometida, que usa su herramienta para enfrentar al espectador a una problemática que es necesario discutir, y en serio, si se quiere acabar con las injusticias. Su arma es el teatro como espacio en el que se puede hacer visible la realidad en forma descarnada y proponer dudas, preguntas que provoquen.

En esta oportunidad, Diana incursiona en una nueva forma de contar historias. Lo hace a través del mundo de los objetos animados, como el títere, lo que, según explica, le permite trabajar en el límite entre lo real, encarnado en el cuerpo de la actriz, y la máscara, que cobra vida en sus manos.

La obra fue la ganadora del concurso de obras de títeres dirigidas a público adulto, galardonada con el premio MEC/Sodre/Museo del Títere.

El aullido del lápiz de labios. Texto y dirección: Raquel Diana. Actriz y titiritera: Tamara Couto. Viernes y sábados a las 20.30 y domingos a las 19.00. Teatro Circular, sala 1.