“Empecé a matar. Maté una vez, dos y tres…. Y después ya te da lo mismo, querés matarlo todo, querés matar a todos [...] Negros, blancos, chinos, qué mierda me importa, es la misma basura. Todos ustedes hicieron mierda este mundo, lo envenenaron con sus verdades, y todos tienen una verdad. Sí, bueno, yo tengo la mía. Me gusta limpiar este mundo de los desechos humanos. Total... ¡somos muchos! Me gusta apretar hasta que caiga una peste, porque créanme que va a caer. Nos la merecemos. Va a caer la peste para que yo tenga que dejar de apretar”.

La confesión pertenece a El Cabeza, uno de los personajes que protagonizan Último encuentro, espectáculo escrito y dirigido por María Dodera. Es una confesión clave porque llega después de reconocer el desamparo que sintió cuando Juan, el otro personaje de la obra, lo abandonó. El último encuentro que da título al espectáculo transcurre el día en que Juan y El Cabeza se reencuentran una década después de ese abandono.

Es un reencuentro que se llena de desconfianza, de reproches y recelos que, sin embargo, no disimulan el deseo de volver a estar frente a frente. El Cabeza y Juan se conocieron en uno de esos “almacenes de jóvenes infractores”, al decir del propio Juan. Uno estaba preso (“internado”) y era tratado como una suerte de desecho humano a ser “rehabilitado”. El otro formaba parte de la institucionalidad que la misma sociedad que descarta seres humanos construye para “rehabilitarlos”. Ahí aparece una de las tensiones clave del espectáculo. El Cabeza y Juan generan un vínculo que parece, a pesar de la lógica institucional que el propio Juan denuncia, volver a “humanizar” a El Cabeza. Pero ese vínculo contiene el germen de su imposibilidad. Y cuando lo latente se materializa, nadie desea comprenderlo. Ni siquiera el propio hijo de Juan, que le escupirá: “Puto, te merecés pudrirte en la cárcel”.

Dodera no brinda pormenores, pero las razones de la desaparición de Juan quedan claras para el espectador. Y también, desde el principio, queda claro que El Cabeza no entiende nada de esas razones. Él había encontrado una familia, alguien que le devolvía un reflejo de sí mismo que le permitía imaginarse caminando al menos en los márgenes de una sociedad que siempre lo había visto como algo ajeno. Cuando Juan desapareció, la posibilidad de imaginarse “integrado” también se esfumó. Pero el personaje más complejo quizá sea el de Juan, un profesor que intenta abrir, a una población animalizada, horizontes más amplios; en su caso, a partir de la Literatura. Sin juzgar, la autora realiza un gesto arriesgado al colocarlo en una situación que nadie se permite ni imaginar. Ahí está la riqueza del texto, porque más allá de la desigualdad de poder entre los implicados, la situación jamás se nos aparece como un abuso. Y esa situación deviene en que Juan, al igual que El Cabeza, se vuelve un paria.

Los dos personajes aparecen como víctimas de una operación social que básicamente consiste en tomar una acción concreta como un aspecto esencial de quien la comete. Y la única solución es el ostracismo, la cancelación. Alguien que comete un delito es un delincuente; es imposible pensarlo con otras características. Y esto es tranquilizador, porque la responsabilidad social sobre las prácticas individuales desaparece cuando desaparece esa criatura “esencialmente” negadora de las buenas costumbres. Y bueno, cual profecía autocumplida, algunas veces sí, esa criatura negada reaparece haciéndose cargo de su “ser delincuente” y, al grito de “somos rastrillos”, puede desear “matarlo todo”.

Dodera escribió este texto durante la pandemia, en un proceso, según ha confesado, casi performático. Ese carácter performático se traslada a Franco Rilla y Horacio Camandulle, que deben construir a dos personajes atravesados por contradicciones. Rilla crea a un Cabeza visceral, que habla de forma acelerada, que en su propio cuerpo expone sentimientos y sensaciones que luchan dentro de él. La paranoia pasa también por esa sensación de estar todo el tiempo controlado y monitoreado por la institucionalidad que pretendió rehabilitarlo.

Camandulle le pone el cuerpo a un personaje que ya cuando trabajaba en ese “almacén de menores” sabía, o al menos intuía, que no estaba rehabilitando a nadie, sino que era cómplice de un entramado que sólo es útil para ocultar a los que la sociedad no desea ver. Esa ambigüedad es lo primero que aparece en la materialidad corporal del actor. Pero también tendrá sobre el final su momento de desahogo. Un desahogo que señala cómo él mismo se ha convertido en un paria que la sociedad desechó. Quizá en ese aspecto Juan sea un personaje trágico; consciente de que el trabajo en la institución carcelaria era una forma en que se encarnaba la hipocresía social, quiso igualmente jugar el juego con honestidad. El castigo de los dioses no tardó en llegar. Es como si nadie pudiera jugar ese juego sin asumir la hipocresía que implica. Ya lo decía la propia Dodera: “Ambos están rotos, uno por haber sido siempre outsider del sistema, el otro por haber sido pisado por el sistema, que es otra forma de castigo muy cruel también, de la cual no nos salvamos”.

La obra se estrenó en 2021 en la sala Vaz Ferreira y ha sido premiada y reestrenada en varias oportunidades. El 17 de marzo se reestrenará en el teatro Stella y va por tres viernes consecutivos. No se la pierdan.

Último encuentro. Texto y dirección de María Dodera. Con Horacio Camandulle y Franco Rilla. Músico en vivo: Fede Deutsch. Viernes 17, 24 y 31 a las 20.30. Teatro Stella-La Gaviota (Mercedes 1805). Entradas en boletería y Tickantel.