Si desbrozamos el horror de sus góticos sauces llorones, si demolemos los castillos medievales, si metemos en una cueva a todos los monstruos, si dejamos la tabla de ouija en ese doble fondo de un sótano lleno de moho, el horror no suele ser más que la permutación de cinco o seis ideas.

La idea reina, la madre de todas, es la de lo ominoso, esa aparición de lo extraño en lo conocido, lo vivo en lo muerto, lo muerto en lo vivo, lo animal en lo humano, lo humano en lo animal. La principal subidea que proviene de este mismo tronco es la del “mal entre nosotros”, ese radical otro capaz de camuflarse entre la gente común. Pero esta idea del mal entremezclado entre quienes confiamos no podría darse sin la idea del contagio, otro de los grandes tópicos del género.

Lo contagioso tuvo diversas transformaciones: algo que empieza con la licantropía y el vampirismo (que en realidad empieza con la rabia y la peste negra, mucho antes de Vlad Tepes), que toca traumas colonialistas (el vudú como corporización de los recuerdos de guerra de los soldados franceses derrotados en Haití), que se reformula ideológicamente en la Guerra Fría (¡el comunismo infiltrándose en nuestras familias!), que con los zombis de George Romero se convierte en una lámina de Rorschach capaz de ser interpretada a través del lente de la angustia temporal de turno (consumismo, drogas, VIH), que con los japoneses termina por fusionar lo folclórico y lo digital y que con el alt horror se va destilando hacia algo mucho más específico y cuasi ensayístico.

La idea de contagio es el elemento medular que hace funcionar a Sonríe (Smile, Parker Finn, 2022). Nada muy nuevo acá: el dispositivo es similar al de Ringu (Hideo Nakata, 1998), sólo que, en vez de un VHS maldito, lo que ve la final girl es un suicidio, a partir del cual comienza a tener las mismas visiones traumáticas que llevaron a la anterior víctima a pasar al acto. Así, por el mero hecho de ser simple testigo, el personaje principal se convierte en un eslabón más de una terrible cadena de suicidios.

En esta línea, Sonríe es un evidente producto del “horror elevado” actual: mientras en el horror de décadas atrás lo psicológico y lo personal aguardaban para ser descifrados tras las sombras del monstruo, en el cine de hoy los monstruos son meras corporizaciones de lo psicológico o lo personal.

En esto monstruoso, la marca de la bestia en Sonríe es la parábola positiva que puede aparecer en cualquier boca, en cualquier lado. Parker Finn es lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que la sonrisa por sí sola basta para lograr el efecto (rastreando el origen de esta idea podemos remontarnos a los videoclips de Aphex Twin dirigidos por Chris Cunningham, o, incluso más, al gato de Cheshire de Alicia en el país de las maravillas), y lo suficientemente terraja como para saber que si va a apuntar a un producto más masivo es necesario ofrecer de premio una corporización más totalizadora del mal al final del camino. La elección del monstruo es muy parecida a la de Barbarian (Zach Cregger, 2022) y en ambos casos hay esa sensación un poco decepcionante cuando la entidad se revela por completo.

Sonríe apuesta tanto a jugar en el barro del horror mainstream como a buscar el prestigio de otros directores condecorados. Como en The Babadook, de Jennifer Kent (donde el verdadero horror no corre tanto por cuenta del monstruo como por los instintos filicidas de la protagonista), el horror de Sonríe está mucho más asentado en lo traumático del drama familiar originario de la protagonista que en los monstruos que la asedian. Sonríe es, por momentos, bastante –demasiado– didáctica con respecto a la idea del trauma y cómo este perdura y genera efectos.

En el intento, sin embargo, hay a la vez un gran desacierto en el mensaje oficial y una extraña lucidez en algo que parece meramente funcional a la trama. La película trata de poner sobre el tapete discusiones sobre salud mental, pero al trabajar la idea del trauma junto a la idea de “contagio” no favorece mucho a la causa. Se ofrece como un dispositivo que, además de hacernos cagar encima, nos obliga a hablar de eso tan importante –el trauma y sus repercusiones psíquicas–, pero la sensación de algo casi incurable y contagioso termina por reforzar prejuicios y miedos a posibles acercamientos.

Sin embargo, hay una luz al final del túnel: el exnovio que asiste a la protagonista, en contraste con el discurso médico que rodea todo el film, le da un verdadero lugar de enunciación. Más allá de que es sólo un policía, el tipo no recurre a las frases normalizadoras y aliviantes del discurso psiquiátrico, sino que se lanza –aun con sus dudas– a investigar lo que dice el delirio de la protagonista. Hay algo en el purismo de su afán de investigador en revolver en la literalidad de lo dicho por el paciente, bucear entre sus significantes, que tiene mucho más de auténtico psicoanálisis que todo el discurso psicologicista de la película entera. Sonríe se muestra así como una extraña mezcla de desaciertos y virtudes, orfebrería y bijouterie: cuanto más inconsciente es de su propio mensaje y cuanto más lejos está de dar forma total a sus monstruos (ya sean físicos o metafóricos), más cerca está de decir algo verdadero.