El Festival de Cinemateca de 2023 fue como pintaba que iba a ser: sensacional. Hubo tremendo clima cinéfilo, abundancia de opciones, intercambios animados, y un promedio de películas entre muy buenas y maravillosas. Acudí a cuatro funciones con sala llena y supe de mucha gente desesperada porque ya no había entradas para tal o cual título que deseaba mucho ver. La organización funcionó mejor que nunca (cero cambios de programación, retrasos escasos y mínimos), todo un mérito para ese equipo increíble que subió al escenario en la función de clausura (sábado 15) y fue calurosamente aplaudido, y que impresiona por estar integrado por 90% de mujeres (como bien observó María José Santacreu, directora de Cinemateca, a esos pocos varones nadie les va a decir que sólo consiguieron sus puestos para cumplir con una cuota de género).
Por razones de agenda, me perdí casi todo lo que más tenía ganas de ver (las obras nuevas de autores admirados como Gianni Amelio, Hong Sang-soo, Margarethe von Trotta, Júlia Murat y Raúl Perrone) y también a varios de los títulos muy comentados: la dilogía Bad Living / Living Bad (del portugués João Canijo, quien ganó el premio como Mejor Director), las argentinas Trenque Lauquen (de Laura Citarella) y El juicio (de Ulises de la Orden), las películas oriundas de Paraguay y de República Centroafricana que ganaron conjuntamente la competencia de Cine de Derechos Humanos, y muchas más que al menos alguna persona querida me dijo, sonriendo o perturbada, que no me las perdiera.
Fotógrafos viajeros europeos
Godland (de Hlynur Pálmason, Dinamarca e Islandia) ganó Mejor Película en la competencia internacional. En el siglo XIX un joven pastor luterano danés viaja a una zona recóndita de Islandia con el encargo de construir allí una iglesia y conducir la vida religiosa local, y de paso cumplir con su afición de sacar fotos de personajes locales y paisajes. Hay mucho del sensibilismo de Werner Herzog en la observación de una naturaleza a un tiempo deslumbrante y amedrentadora. La cámara se distrae en detalles chiquitos (bichos, plantas, técnicas y procedimientos exóticos) y se maravilla con la magnitud de unas formaciones geológicas frente a las cuales la pequeña caravana de viajeros se ve diminuta. A diferencia del estilo más intempestivo de Herzog, todos los elementos formales aquí están trabajados en forma rigurosa, con el objetivo no sólo de activar el potencial simbólico de algunas imágenes y situaciones, sino también de impregnar el montaje de impacto y significación. Ese estilo seco, inflexible, poderoso, combina muy bien con algunos de los temas que se pueden discernir en la historia: la fuerza de la naturaleza como evidencia de lo divino, pero también la contradicción entre su accionar implacable, indiferente, y las nociones de un dios voluntarioso y amoroso; el conflicto entre la civilización encarnada en el pastor y la barbarie representada por su guía islandés, y la forma como termina estallando la rivalidad entre ellos; la situación existencial patética de un religioso que se da cuenta de una vocación muy débil frente a los abnegados cometidos que asumió.
Unrest (de Cyril Schäublin, Suiza) ganó el Premio Especial del Jurado. También está centrada en un fotógrafo viajero, en este caso un personaje histórico: el ruso Piotr Kropotkin (1842-1921) durante su estadía en Suiza en 1872, cuando su permanencia en una pequeña comunidad centrada en una fábrica de relojes lo terminó de convertir al anarquismo. Como Godland, esta película tiene un estilo límpido, riguroso y peculiar, pero configura una experiencia más extraña. Consiste esencialmente en conversaciones, transacciones y rutinas cotidianas de distintos personajes de la aldea, captadas con notorio afán de precisión antropológica e histórica. Los encuadres son siempre fijos, con la única excepción del plano final, y tienen el rasgo rarísimo de cortar las figuras humanas como si fuera un “plano americano” (a la altura de los muslos o cintura) aun si la distancia es la de un gran plano general. Incluso en esos planos distantes las voces siempre se escuchan de cerca. Esa actitud formal termina incitando al espectador a un juego paramétrico: ¿cuál de las limitadas posibilidades formales va a ser empleada en tal o cual momento? ¿Qué modificaciones implican una reformulación hacia reglas más complejas? Quedamos con la curiosidad de saber si esa manera de expresarse y comportarse que tienen todos los personajes, tan pulida, cortés, racional, desapegada y tranquila, es un rasgo estilístico de la película o la reconstrucción de la manera de ser de un tiempo y un lugar excepcionalmente civilizados. Sea como sea, es un mundo fascinante para habitar durante la hora y media que dura esta película.
Sudamericanos experimentales
La mera duración de siete horas y 20 minutos ya basta para convertir a The Long Voyage of the Yellow Bus (Brasil) en la película más fuera de lo común del festival. En codirección con el montajista Rodrigo Lima, el veterano Júlio Bressane hizo ese extenso repaso de su obra fílmica, desde la década de 1950 hasta la reciente pandemia. No es un relato sistemático, sino una especie de remix irreverente, a veces aparentemente caótico, a veces organizado en secuencias que ponen en evidencia obsesiones temáticas y formales: escaleras, movimientos de cámara siguiendo las líneas de obras arquitectónicas o paisajes o cuerpos de mujeres, violencia mostrada de manera desapegada, mucho sexo, performances musicales, lecturas de textos literarios, los cerros y el mar de Río de Janeiro, encuadres empleando alguna máscara que reencuadra lo que se muestra, etcétera. Se entreveran con irreverencia películas “oficiales” con filmaciones domésticas y familiares, momentos de making of con colas de rollos, formatos muy profesionales con otros muy aficionados, distintas relaciones de aspecto y texturas visuales. Esa variedad espeja la del cine de Bressane, cuyo único denominador común es salirse de lo normal: lo expresamente “mal hecho” de sus primeras películas —“malas actuaciones”, cámara temblorosa— en contraste con las imágenes preciosistas y las actuaciones exageradamente teatrales y declamadas de su cine más reciente; la “alta cultura” europea o del pasado brasileño y el gusto (en los años 60 y 70) por la cultura basura, y el apego, desde siempre, a la canción carnavalera. Bressane explora las posibilidades mágicas de la cámara con el deslumbramiento inocente de los cineastas mudos: la cámara colgada de una cuerda oscilando como un péndulo, girando en todos los sentidos imaginables, las imágenes retrogradadas y enlentecidas junto a otras muestras de una imaginación visual descollante. El peso histórico de esa obra implica también la presencia de una serie de luminarias de la cultura brasileña: Caetano Veloso, Gilberto Gil, Gal Costa, Chico Buarque, Haroldo de Campos, Grande Otelo, Jece Valadão, José Lewgoy y muchos más. Contribuyendo a articular esa obra desmesurada, la película funciona también como una preciosa declaración de amor a su compañera Rosa Dias, que aparece en imágenes desde 1970.
18 de Julio (Catalina Marín, Uruguay) amalgama con particular imaginación partes y dispositivos formales distintos, obtenidos con recursos económicos ínfimos. Imágenes de una muchacha acostada en una cama, con la piel lastimada y en un entorno desprolijo y sucio, se superponen, sin ninguna regla perceptible de sincronización, con lecturas de textos de diarios o cartas de una mujer (¿la misma que visualizamos?), dirigidas a sus hijas durante un lapso extendido de tiempo (desde que una de ellas era bebé hasta que ya es adulta e independiente). Vemos también a la muchacha caminando; la cámara se pasea por objetos domésticos, por paisajes, capta movimientos a través de su sombra proyectada en un muro: situaciones enigmáticas, observación de la cotidianidad, un sonido súper comprimido que vuelve un poco agresivos e inquietantes lo que podrían ser apacibles ruidos de una zona rural. Todo eso prepara la segunda mitad, ya sin palabra hablada, en que seguimos a la misma muchacha por la avenida 18 de Julio de Montevideo, en unos extensos y preciosos travellings laterales bañados en música ambient: rumbo a Ciudad Vieja o al Obelisco, por una o por otra vereda, acompañando o perdiendo a la muchacha, más de cerca o más de lejos, activando nuestra facultad de ver lo bonito, lo feo, lo curioso, los signos históricos muy recientes (Plef, “Tenencia compartida ya!!”). Hasta los créditos finales, con sus letras grandotas, parecen dispuestos a revisar de una manera interesante los esquemas establecidos.
Y más y más
Falcon Lake (de Charlotte LeBon, Canadá) es una coming of age excepcionalmente sensible y divertida sobre la amistad, cargada de erotismo, entre un muchacho de 13 casi 14 y una muchacha de 16. Para ella, él no es un candidato serio a una historia amoroso-sexual, pero el sentimiento y la intimidad que los unen permiten que haga algunas concesiones a sus fantasías y deseos, y quizá disfrute atizándolos. La historia se complejiza hacia el final, con algunos componentes abiertos a distintas interpretaciones.
Los hijos de otros (de Rebecca Zlotowski, Francia), que sirvió como apertura del festival, es una comedia divertida y también sensible sobre las vicisitudes de una mujer de 40 cuyo novio tiene una hija, y sus propias oscilaciones con respecto al deseo de ser madre frente a la presión del avance del reloj biológico.
La fracture (de Catherine Corsini, Francia) transita fluidamente entre la comedia y el drama, retratando una noche enloquecida, grotesca y terrible a la vez, en un hospital público parisino durante un embate violento entre la policía de choque y los “chalecos amarillos” que protestan contra las políticas de Macron. La fractura del título es la del brazo de la protagonista —que la lleva al hospital—, la de su pareja que se desintegra y la de la sociedad francesa de hoy.
Miúcha, la voz de la bossa nova (de Liliane Mutti y Daniel Zarvos, Brasil) es un documental sobre la formación y el auge de la carrera musical de esa excelente cantante (1937-2018), armado en base a sus cartas (leídas por su sobrina Sílvia Buarque), a casetes grabados en los que se oye su propia voz, y una abundancia de material audiovisual que va a maravillar a los interesados en la cantante y en toda la gente con la que interactuó (fue hermana de Chico Buarque, esposa de João Gilberto, y cantó mucho junto a Stan Getz, Tom Jobim, Vinícius de Moraes y Toquinho).
Las películas que pude ver incluyeron también (y nombrando sólo lo que me pareció buenísimo) una divertida comedia argentina llena de ribetes interesantes (Arturo a los 30, de Martín Shanly); una “ficción autobiográfica” del iraní Jafar Panahí (No Bears) sobre las vicisitudes de rodar en la clandestinidad y sobre la no inocencia del acto de fotografiar y filmar; la costarricense Tengo sueños eléctricos (de Valentina Maurel), ganadora de la competencia Nuevos Realizadores, que es una película crispada sobre la violencia doméstica contada desde el punto de vista de una adolescente.
Por un lado, es casi un alivio que el festival se haya acabado, porque la vida impone ocuparse de otros menesteres, pero cómo se va a extrañar la adrenalina de esos días mágicos en los que cada día existió en la ciudad la oferta de una veintena de películas interesantes para entretener, enriquecer el espíritu, inspirar, estimular y conmover.