Corren los últimos días para poder gozar, y en un escaparate de relieve, de varios de aquellos cuadros “concebidos y ejecutados en esa forma extraña y si se quiere audaz que los caracteriza”, de los que hablaba un anónimo, allá por 1928, en la revista La Pluma. Son obras, custodiadas en el Museo Agustín Araujo de Treinta y Tres y raramente exhibidas, de Carla Witte, alemana radicada en la segunda mitad de los años 20 en Uruguay, donde se suicidó en 1943.
Son extraños y audaces, sin duda, si pensamos en el contexto plástico en el que aterrizaron: nada de sobresaltos o desesperación ni de colores especialmente violentos (tal vez con la excepción de ciertos cuadros de Cuneo) en el burgués planismo que proliferaba en el país y, aun donde los contrastes abundaban –las xilografías de un Federico Lanau o un Melchor Méndez Magariños– nunca se llegaba a lo alucinatorio que alardean los dibujos de Witte creados para Pluma.
Examinadas en vivo, estas tintas furiosas y ominosas (crucifixiones, ahorcados, calaveras) son más contundentes que en revista: el rojizo del papel original las inflama, extraordinario plus. Misma intensidad, por ejemplo, en el gran óleo con máscaras, probablemente de carnaval, desesperadamente grotescas. Una presencia especial, la de esta artista, que incrementa aquella diversidad ambiental del arte uruguayo de la primera mitad del siglo XX a menudo negada por la historiografía.
Empero, ¿quién era Carla Witte? La muestra despliega por fin mucha información sobre esta figura deplorablemente olvidada que acompaña un carrusel de imágenes realmente impactante. Las primerísimas fueron pintadas todavía en Europa. Tal vez en su Leipzig natal, donde nació en 1889 y frecuentó una escuela de diseño; tal vez en Berlín, donde vivió a partir de 1908 y donde dejó la única obra preamericana que queda, una exquisita tapa de almanaque de 1909 en estilo Jugen con –quizá premonitoria de su futura vida sudamericana– una figura central de indio mapuche, según indica en un artículo María Frick, curadora de la exposición (desafortunadamente no se exhibe). O tal vez en España, dado el sujeto, un monasterio de Barcelona. Sea como fuere, el neurótico cielo saturado de un rojo sangre no es nada mediterráneo y remite más al norte de Edvard Munch y Emile Nolde: puro tormento.
Llegada a Paraguay en 1923, posiblemente para escapar del desolador panorama posbélico e incentivada por llamados a la “nueva tierra”, se zambulló de cabeza en el verde de la selva, que resultó ser un verde cautivante, pulsante, más encendido que el que emplea, por ejemplo, Lasar Segall, otro europeo, él sí más famoso, afincado en Brasil más o menos al mismo tiempo: Witte “expresioniza” el nuevo ambiente, las flores laten, figuras que parecen indios son absorbidas por la enormidad monstruosa de la vegetación mientras los retratos, con sus pinceladas a la vista, rapidez híspida, pero envolvente, implican una reactivación de sensualidades nouveau y rispidez munchianas. Dos naturalezas muertas, sin fecha (como casi todo en la sala), quizá ya “uruguayas”, manifiestan esta dicotomía que luego encontramos en otros trabajos: a una sandía chillona, palpitante, carnosa, casi vulvar, se le contrapone otra con un juguete y finas vajillas, delicadísima, al borde de lo impalpable: Witte maneja a la perfección, incluso técnicamente, códigos divergentes pero, en cierta medida, complementarios.
Otro rasgo que atraviesa varias de las piezas, sobre todo la escultura, es temático: la religión, o más bien la ansiedad religiosa, de matriz protestante, siempre desde una perspectiva individual e íntima. Un “temor y temblor” que se apodera de las tallas en madera: el bajorrelieve de Oración, las confesionales caras distorsionadas de La voz y Silencio (ambas de 1938) y, como culminación, las gigantescas y tiesas manos rezando, monolito que exhibe su trama nerviosa tanto en el pedestal como en la obra en sí, con una continuidad sorprendente.
Para balancear tanta carga espiritual (de todos modos bien arraigada en la tradición expresionista, de Oscar Kokoshka a James Ensor, de Karl Schmidt-Rottluff a Max Pechstein) aparecen piezas más “livianas”. Por un lado, la serie de retratos de personalidades de la época, Torres incluido (tal vez la serie menos llamativa de la selección), que hablan –así como su colaboración en revistas y tertulias montevideanas– de una buena inclusión en la intelectualidad oriental, y una media docena de retratos (¿o autorretratos?) femeninos desnudos a carbonilla y tinta, penetrantes y por momentos desafiantes. Por el otro, una línea ya déco que se desarrolla, originalísima, en su trabajo gráfico, galería de logos y encabezados para publicidad y revistas de lo más elegantes de la época (a nivel continental) y en una sucesión de serigrafías, extremadamente insólitas, que conjugan pulsiones “estilo 1925” a rigores geometristas y ecos precolombinos, con toques de humor.
Con Autenticidad radical: Carla Witte Uruguay se reencuentra, por fin, con uno de los pesos pesados de su historia plástica.
Autenticidad radical: Carla Witte. Curadora María Frick. Museo Nacional de Artes Visuales (Tomás Giribaldi 2283). Hasta el 4 de junio.