Gran ganadora del reciente Festival de Cinemateca, Godland cuenta la historia de Lucas, un joven pastor luterano danés del siglo XIX, encargado de construir una iglesita en una zona recóndita de Islandia y conducir la vida religiosa allí. Para arribar a ese destino cruza a lomo de caballo paisajes bellísimos pero inhóspitos (barro, lluvia, frío, escasez de alimentos, abismos, ríos violentos). El recorrido es aún más complicado debido a la afición del pastor por sacar fotos, en una época en que eso implicaba cargar un trípode, dos cajas de madera y las placas de vidrio a ser recubiertas con sales de plata.

El título internacional en inglés, además de aludir a la línea religiosa de la anécdota, gana un viso de ironía; el original islandés es el de un poema (1888) de Matthías Jochumsson y quiere decir “Tierra retorcida”.

El film es una especie de Aguirre, la ira de Dios nórdico. Como en el clásico (1972) de Werner Herzog, un personaje metropolitano escoltado por guías locales recorre una colonia (en el siglo XIX Islandia era una dependencia de Dinamarca), y la superioridad jerárquica del danés se deconstruye ante la realidad más fuerte y concreta de su inferioridad física, su no adaptación al lugar, la indiferencia al entorno imponente ante las contingencias políticas o individuales.

La similitud con Aguirre va más allá de lo temático. Hlynur Pálmason muestra varias afinidades con la tendencia sensibilista a la que se afiliaba Herzog. Su cámara se distrae constantemente de la función narrativa para detenerse en detalles de la naturaleza (una hojita en la arena mojada, un gusano entre las piedras, una montaña), de la interacción entre la naturaleza y el hombre (el perrito jugando con Lucas, el cascarudo paseando por el mantel) o de determinadas técnicas (la fotografía, la construcción en madera).

Se nos llama la atención constantemente sobre el acto de captar imágenes: la cámara de fotos mirándonos, miradas a cámara, composiciones simétricas, el encuadre fijo en el barco resultando en un horizonte marino que sube y baja con respecto a esa referencia. El formato de la imagen es casi cuadrado pero con los bordes redondeados, vinculándolo con fotos antiguas, lo que enfatiza la dimensión vertical, realzando la altura de las formaciones geológicas, siguiendo en tilt down el chorro de una cascada, mirando hacia abajo, desde muy arriba, los recorridos de los viajeros. Ese formato, aunado al criterio de encuadres gráficamente muy marcados, con cámara fija o con movimientos de encuadre bien precisos, acentúa los contrastes entre los planos, otorgando un carácter percusivo al montaje: cada corte se siente, se valoriza. A diferencia del estilo más intempestivo de Herzog, todos los elementos formales aquí están trabajados en forma rigurosa, con el objetivo no sólo de activar el potencial simbólico de algunas imágenes, sonidos y situaciones, sino también de impregnar el montaje de impacto y significación.

Es especialmente llamativo el hito entre las dos grandes secciones de la película. Un plano de casi cinco minutos describe un paneo de 360 grados, que parte del cura catatónico postrado sobre el pasto, y regresa a su rostro luego de recorrer una inmensidad de montañas, cielo, llanura y pastos. Durante ese plano, en la medida en que se aparta la caravana de islandeses, el sonido de los caballos y los utensilios da lugar al riquísimo “silencio” de pájaros e insectos, que a su vez tiende a perderse en una especie de ronquido grave (¿sonido interior de Lucas?). Esa quietud se corta violentamente hacia la vivacidad y estruendo de una erupción volcánica en la noche (nunca había visto imágenes de lava que transmitieran tan bien su carácter de “fondue de piedra”), y a su vez nos lleva a un plano en que la cámara zarandea abajo del agua, junto a las algas, y que conduce, sorpresivamente, a las primeras imágenes de Anna e Ida, los primeros personajes femeninos y los primeros jóvenes luego de una hora de metraje exclusivamente entre varones maduros. Ese breve momento de cinéma pur conduce el casi reseteo de la narrativa, que va a proseguir en el ámbito del pueblito de colonos daneses donde será construida la iglesia.

Ese estilo riguroso, limpio, estudiado, que pone en contraste los momentos, los encuadres, estatismo y movimiento, combina muy bien con algunos de los temas que se pueden discernir en la historia: la fuerza de la naturaleza como evidencia de lo divino, pero también la contradicción entre su accionar implacable y las nociones de un dios voluntarioso y bueno, una situación que parece pisotear el orgullo de Lucas, comprometido en una misión difícil para la cual no tiene vocación suficiente. Otra línea importante es el contraste entre Lucas y Ragnar (el guía islandés): civilización y barbarie, cultura refinada e integración al medio, angustias bergmanianas y vitalidad, el hombre culto que de pronto es un ignorante en ese medio desprovisto de las estructuras urbanas. Ese contraste hubiera podido resultar en una admiración mutua y un vínculo de afectuosa complementaridad, a la manera del capitán Arséniev con Dersú Uzalá. Pero no: aquí crece la rivalidad, el conflicto entre un conquistador arrogante y un dominado insumiso, la envidia masculina del civilizado frente al «hombre de la tierra», y el menosprecio del local por ese representante de la metrópolis indigno de parangonarse con él en los aspectos más prosaicos.

Son formidables los juegos con encuadres fijos y jump cuts de largo plazo, que saltan abruptamente entre horas del día, entre estaciones y condiciones climáticas, y el contraste abrupto de imagen y sonido enfatiza la violencia de la naturaleza sobre los cuerpos inanimados, la fugacidad de estos frente a la permanencia del entorno y la inevitabilidad del ciclo. La oración fúnebre de Lucas frente a la muerte de su amigo empieza, en forma casi patética, comentando que “Dios lo habrá requerido”. En cambio, más adelante, la pequeña Ida (interpretada por la adorable Ída Mekkin Hlynsdóttir, hija del director, que se roba todas las escenas en las que aparece), frente a un cadáver, hace su propia oración desde un punto de vista atávico: “Pronto las flores y la hierba crecerán y estarás en ellos”.

Godland (Volaða land / Vanskabte Land), dirigida por Hlynur Pálmason. Islandia / Dinamarca (en coproducción con Francia y Suecia), 2022. 143 minutos. En Cinemateca.